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lunes, 7 de diciembre de 2009

Por siempre jamás

Se llamaba Josefina Londoño, Londoño, Pajón, Londoño, y no se cuantos Londoño más.




Se levantó, en la entonces todavía llamada por algunos Bitagüí, corriendo y saltando alegremente en inmensas tierras verdes y doradas, en medio de esbeltos cañaduzales mecidos al viento, y con esclavos que desde niña le decían “amita”. Cuando ella vio la primera luz, el siglo diecinueve ni pensaba en acabarse.

Casi sesentona, llegó a mi vida antes de yo nacer, a través de la entrañable  amistad   con mis padres. A mis hermanos los quiso mucho, pero conmigo que fui su ahijada, se desrretía de amor. Siempre he creído que a los seres que amamos los llevamos en el corazón y en fotos: en la galería de retratos familiares del corredor de su casa, estaba la imagen de mi padre de perfil y muy joven. Y una hermosa fotografía  nuestra  colgada en la pared de la sala, junto a la de sus padres,  en el eje de las miradas.

Era muy singular: alta y bastantona, con el cabello  a medio  teñir de  negro  azabache y recogido atrás en una moña enroscada sujeta con miles de ganchos, usaba en su frente y en  sus mejillas abundante polvo de arroz que contrastaba con el rojo carmesí de sus delgados labios. Lucía trajes, generalmente de estilo sastre, que no llamarían la atención a no ser  por sus finísimos sombreros importados, cuyo uso diario ya en decadencia estaba reservado para mujeres muy elegantes, y ancianas sobrias y apergaminadas que lo llevaban muy discretamente. De paja o de fieltro de distintos colores  se los colocaba hasta para salir a la esquina y los adornaba, bien con plumas, bien con alfileres que por su diseño o color eran algunos impropios para su edad,  exagerados y de mal gusto otros, bonitos muy pocos. En ocasiones generaba hilaridad a su paso, y  si lo combinamos con un corsé que la cubría desde el pecho hasta la cadera y no la dejaba casi ni moverse,  y  unos tacones tan altos que dificultaban su paso, daba como resultado una mezcla de risa y vergüenza de estar a su lado.

Tras esos artificios que solo hablan de su vitalidad, había una gran mujer. Durante mi primera infancia, hasta que cumplí los siete años y entré al colegio, viví tomada de su mano, un cuento digno de las mil y una noches.

Habitaba una antigua, inmensa y majestuosa casa muy cerca de la Basílica Metropolitana,   tristemente arrasada por  la modernidad, en compañía  de sus hermanos: un hombre y una mujer solterones que le obedecían en todo y recibían sus cuidados y también sus regaños, y a los cuales protegió hasta que les cerró los ojos y los preparó   cuidadosamente -como a mi abuela- para el viaje final. Además  una sirvienta,  siempre  negra y servil como los esclavos de su infancia que aceptara decirle “mi amita”,  y  no se atreviera a  faltar  al respeto y sentarse  en los espacios reservados para los señores. De una cuadra de fondo, con un patio central donde compartían veinticuatro jaulas con canarios, un sinsonte,  un turpial, y abundantes  plantas de follaje y de flores, fue el escenario principal donde tejió para mi hermana y para mí una historia que nunca terminaba, siempre  había que regresar al otro día a esperar las más inusitadas  emociones.

Cuando nos había propuesto un paseo, acosábamos a papá para que nos llevara temprano en la tarde: no nos podíamos perder la postura del corsé. Entrábamos a su habitación de soslayo y como sino nos importara ver, nos mirábamos con complicidad y ya sabíamos lo que seguía: preparada con una ropa interior blanca y muy fina se colocaba por delante el corsé y después de luchar un rato dando pequeños brincos para intentar acomodárselo nos pedía ayuda, cosa  imposible, ni a cuatro manos lográbamos apretar un ápice de los cordones entrelazados y larguísimos que debían poner en orden sus abundantes carnes, pero hacíamos ademanes,  era parte del disfrute. Vencida, llamaba entonces a la sirvienta de turno, quién en un dos por tres y como si estuviera cerrando un costal  jalaba los lazos que remataba con un moño en su trasero.  Le ordenaba que se retirara, suspiraba tres veces -yo creía entonces que para recobrar la respiración en suspenso por la postura de la faja- y con un gesto devoto y un ritual casi  imperceptible  se anudaba a la cintura un cordel café y se daba la bendición, a la vez que hacía un ligero, pero no por ello menos piadoso remedo de genuflexión. Algún día ante nuestra curiosidad nos dijo en tono misterioso y dulce que se trataba del cinturón de castidad de San Antonio, y nos explicó algo que no entendí del todo sobre aquello de la virginidad. De su estado civil solo sabía lo que ella misma me había asegurado: se quedó soltera porque era muy libre y no estaba dispuesta a que un hombre la mandara. Yo no relacionaba una cosa con la otra, y tampoco necesitaba saber más. Lo que si sabía era que ella, mi madrina, tan alegre, tan gocetas como se decía a sí misma, no era una solterona ni una beata.

Vestido, tacones, y sombrero, y a pasear.

Nos esperaba una de rechupete, la montada al típico camión de escalera de esos de paisaje pintado atrás y totalmente decorado por artistas de pueblo: con tres escalinatas exteriores altas y  bancas abiertas y en fila, el fogonero la debía cargar y alzar con fuerza en sus brazos hasta el asiento, al tiempo que ella volaba los ojos y se agarraba a su salvador, mientras nosotras escondíamos la risa y  como si no  tuviéramos nada que ver con el asunto  ágilmente nos  trepábamos por otra entrada y  hacíamos piruetas hasta que agotadas las miradas risueñas de la gente, nos sentábamos muy serias a su lado.

Íbamos al zoológico, al Bosque de la Independencia, al circo…, o a lo que ella llamaba visitar pueblos. Este último era mi programa favorito: lugares muy cercanos donde no conociéramos la iglesia, como Belén, Aranjuez, Itaguí, Campo Valdés… era nuestro destino final, una vez que descendía del transporte de la misma forma en que había subido nos dirigíamos a la casa de Dios a pedir tres gracias, lo cual duraba un santiamén, para enseguida cumplir con nuestro itinerario: como si estuviéramos en la mismísima Capilla Sixtina, recorríamos paso a paso todas las obras de arte: imágenes y cuadros religiosos, mosaicos, frescos, vitrales, la talla en madera del púlpito y del confesionario, todo me parecía majestuoso… ella se encargaba de desmenuzar con palabras entendibles y  lúdicas, como si fuera un cuento,  todo lo que veía y lo que le evocaba: pasajes de la biblia, historias de santos, detalles ornamentales, siempre a tono con unas chiquillas de cinco o seis años. Yo la escuchaba con la boca abierta…

Salíamos entonces al parque a comer algodón, colaciones, velitas, si no nos antojábamos suficientemente ella compraba bolsadas de confites y dulces a su gusto, que nosotras zapoteábamos con deleite y hasta cometíamos el pecado de la gula. Posábamos para la  foto de cajón, montábamos en burrito y le recibíamos a un loro viejo el papelito con la suerte que sostenía en el pico. Por la noche llegábamos a casa con indigestión. Mi padre la llamaba,  la regañaba y la amenazaba con no volvernos a llevar a su casa, ella le pedía perdón y le prometía no volverlo a hacer…

Cuando la visitábamos no hacían falta los juguetes, solo me acompañaba mi muñeca: hacíamos gomitas de múltiples colores en una paila inmensa que poníamos en el centro del patio, y galletas de mantequilla horneadas para llevar de regalo a papá, a mamá, a mi hermano mayor y a Belarmina la niñera, cosíamos vestiditos para las muñecas y aprendí a manejar la máquina de coser. Los pajaritos también requerían nuestra atención: los huevitos, la empollada, el alpiste; los distinguíamos por el colorido de sus plumas y por su canto, pero sobretodo nos ilusionaba que los polluelos que cuidábamos, al venderlos eran monedas para la alcancía de marranito que rompíamos cada diciembre.

No necesitó sentarse en el piso para estar a mi altura: jugando cualquier cosa, me contagió de su alegría sincera e imbatible como si se le hubiera enredado en la piel el dulzor de la caña, y con ella aprendí a disfrutar enormemente de las cosas más sencillas de la vida.

Conversadora por excelencia  sus historias  me cautivaban. Sin ningún esfuerzo de mi parte  desde muy temprano no solo me sabía de memoria los cuentos de Pinocho, Caperucita, y todos los de hadas buenas y ogros malos, príncipes y brujas, sino que también me eran familiares Bolívar y Santander, Marco Fidel Suárez, Barba Jacob y Julio Flórez; Tomás Carrasquilla y  las Fábulas de Esopo.  No se le escaparon Adán y Eva, el descubrimiento de América, la muerte de Carlos Gardel y muchas cosas más. A mi mente de niña se le antojaba que ella sabía casi tanto como mi papá.

Tengo recuerdos muy gratos de los programas con los Londoño y mi pequeña familia: estadías en la finca con caminatas llenas de fragancias y sonidos, deliciosos paseos de olla con intentos casi siempre fallidos de elevar cometas, las exhaustivas procesiones de Semana Santa estrenando  de pies a cabeza, la elaboración   del pesebre  orquestada por ella, con encerados, cascadas de papel celofán,  pastores, animales y cuanta figura se pudiera  rebuscar cada año para renovar el  Nacimiento, y todo rematado con unas guirnaldas que comenzábamos a hacer desde octubre con papel de globo de colores y que  se parecían  demasiado a las que lucía en su negocio el tendero de la esquina.

Tertulias  sabatinas exquisitas con mis padres donde la palabra fresca y amistosa se regodeaba por el recinto –nunca hubo una discusión en su presencia- y que continuaron varias décadas  más allá de la entrada al colegio, hasta que las ausencias, unas temporales y otras definitivas y los avatares de la vida fueron relegando para el recuerdo esas vivencias invaluables.

Dejé para lo último lo más importante: cada que compartíamos había alguna alusión bondadosa explícita y detallada sobre mis padres la cual remataba con certeza en  lo mucho que los debíamos respetar y querer. Dado el ambiente complejo y hostil que respirábamos, esa, y ninguna otra, fue para mí su varita mágica. Estoy cada vez más segura, que ella, conocedora como la que más del infierno en que vivíamos ponía a propósito su miel para hacer menos amargo el acíbar de nuestra infancia.

Pasaron muchos años. Cuando ya Josefa no nos podía escuchar, y a su vez mi hermano se preparaba para su partida, frente al mar, a ese mar que ella me descubrió sin conocerlo, y que mi hermano, mi único y muy amado hermano, y yo, con el corazón arrugado escogimos para nuestra última despedida, él, como parte del recuento de nuestras vidas que cada uno recreó para el otro por última vez, con tono  íntimo y dejando a un lado por un momento todo vestigio del dolor físico que lo agobiaba, con su rostro visiblemente iluminado y juguetón -como era él antes- le puso palabras a aquello que yo sabía desde siempre, y que mi pudor había impedido que aflorara a la conciencia: Josefa amó al viejo -mi padre- con una pasión  desgarradora y eterna que nunca confesó. Nos abrazamos   gozosos,  con  emoción  fraternal y cómplice: de las mil y una mujeres que amaron a papá fue la única y única que despertó nuestro amor filial. No podíamos esconder más, antes de él irse definitivamente,  a Josefa, incomparable ser en el universo que nos concilió con ellos, siempre,  en la vida cotidiana, y nos dio la paz que anhelábamos.

Imposible de sofocar, se anudaría todos los días y más aún en las largas noches, por años y años, después de suspirar  tres veces, el cinturón de castidad de San Antonio y de rodillas ante su imagen de yeso desahogaría su dolor. Josefa, que nunca anheló lo que no estaba a su alcance fue abrazada a hurtadillas por Eros. Siempre se negó al amor de hombre, pero fue presa de ese imposible, cuando, ella, joven educada y agraciada; él, un poco menor, bello y culto entró a su casa como médico de cabecera de su madre a quién consintió tiernamente hasta su último signo de vida.

Él, que a tantas mujeres conquistó no sintió por ella pasión que lo lanzara a traspasar los linderos de la carne. La quiso, sí, mucho,  como a una hermana del alma.

Pudo haber enloquecido de amor, pero su corazón, tan sabio como ella, le dictó el camino que domeñó la pasión. Guardó celosamente su secreto,  con tanto recato, que mi madre que detectaba el aleteo de una mosca junto a mi padre nunca sospechó nada.

Hasta que su ardor escondido dio fruto en nosotros, los hijos que hubiera deseado tener con él, y lo transformó en un cariño sin artificios,  alegre y profundo. Más allá del vínculo de sangre, más allá de la muerte, Josefa es parte  fundamental de nuestra familia por siempre jamás.

PALABRAS MAYORES MEDELLÍN. Ma. Cristina Arroyave Portela

Diciembre de 2009