La culpa aprieta hasta ahorcarla, su cobardía no le permite morir. Serpentea hielo por sus piernas, al llegar al torso lo atraviesa alojándose entre estómago y diafragma. Amanece, entra el sol con miedo, recorre despacio la habitación sin llegar a ella, un marco sombrío cubre su organismo yerto. Se levanta porque le toca, sus ojos le pesan más que las penas. Bebe agua para refrescar sus labios ajados, no maquilla su rostro, parece una pizarra blanca con un dibujo gris en el que han puesto ojos, nariz y boca.