Yolanda Delgado
Levantó los visillos de la persiana sin ruido y la vio.
Estaba en la cocina que lucía oscura y vio que arrancaba escamas de un pescado. En una paila quemada de aceite puso una cucharada de manteca y lo asó con un poco de sal. Apagó el calor de la estufa, arremangó su delantal entre las piernas y sentada en el suelo empezó a comerlo con los dedos. Arrancaba trocitos que llevaba a su boca desdentada hasta dejar el cordón de espinas y la cola. Vació los ojos del pez, sorbió el aceite de sus cuencas y mordió la pepita que encontró en el centro. La saboreó. Cerró los ojos y recordó al abuelo que solo comía las cabezas del pescado para “ser inteligente - pero si comes sesos de gallina te volvés bruta “ - decía.