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lunes, 24 de mayo de 2010

Indolencia

Efraín Candamil

- ¡Quihubo José!
- Buenos días patrón.
- ¿Qué pasa mijo, qué está haciendo?
-  Pues aún no ha amanecido, me despierta…
- Necesito que me aliste la finca porque voy a ir con mis amigos.
- Uy, ¿cómo así?
- Sí, necesito que lavan con bastante detergente las dos terrazas y todas  las gradas de la loma, allá mandé una manguera de una pulgada para que tenga suficiente presión el agua.
- Pero patrón, cómo le parece que...
- Escuchame bien José, decile al maestro que amplíe y pavimente el camino al bosque y colabórele.
- Pero patrón, es que por acá no.....
- Usted sabe cómo es, ya le dije, que tumben también esos arboles grandes, que están produciendo mucha basura, sombra y además no dejan divisar alrededor.
- Pero patrón, mire, aquí hay una sequía muy grande,  ya ha habido peleas por los racionamientos de agua...
- Ese no mijo, en dos meses lloverá y todo volverá a  la normalidad.
- No señor, perdone, pero solo nos llega agua por dos horas en el día y es un hilito, que a duras penas alcanza para lo de la cocina. Varios vecinos se han ido. El perro grande se murió....
- ¿Cómo así?
-  …si Señor, el pequeño está muy enfermo y de esta no se salva. Usted no vine desde hace más de cuatro meses, desde entonces no recibo pago, el señor de la tienda dijo que ya no me fiaba mas...
- Consiga gente para hacer la explanada de la cancha múltiple, que va a ser la más bonita de todas…
- Perdone patrón, yo le he dejado razón muchas veces y me dicen que está en el exterior, quiero decirle que me tengo que ir para el Cauca a apoyar a mi familia que se encuentra en dificultades por el orden público.
- ¡Asuma su responsabilidad carajo!
- No Señor, ya no puedo más, tengo testigos de mi situación, me voy, es la tercera  vez que se nos presenta una situación como ésta. Más bien venga para que me reciba la finca…

La visita


                                                                       Diego Tenorio

La casa materna era un bloque de habitáculos, seco y sin gracia, como un hacinadero nazi expresamente construido para albergar judíos. La había comprado mi madre en obra gris porque hasta ahí le alcanzó la plata. Quedó siempre en gris. Era esquinera, tenía tres pisos, los superiores llenos de cuartos iguales como celdas monacales donde dormíamos sus múltiples hijos e hijas. El inferior con sala, comedor, cocina, dos baños, un cuarto para el servicio doméstico que se convirtió, con el tiempo, en sanalejo y de plancha, y el solar que la rodeaba por los dos lados que colindaban con la calle. Desde que recuerde, mis padres dormían separados. Mi padre le hizo una veintena de hijos a mi madre y cuando mi hermana mayor supo para qué era el sexo, se plantó delante de mi papá (septuagenario) y le ordenó cederle a ella la mitad que él ocupaba en la cama matrimonial. A mi papá le tocó irse a dormir con mi hermana, la que seguía, y dos de mis abuelos en la habitación de al lado. Ya con pared de por medio mis padres no tuvieron más hijos después de nacer yo. Luego, a los pocos años, los vivientes en la casa empezaron a morirse por edad de arriba hacia abajo, del tercer piso al segundo. En el tercero dormían los abuelos, mis padres y mis hermanos mayores. Recuerdo que en coincidencia con la muerte de mi abuela paterna, la primera, cesaron nuestras apuestas de carreras por las escaleras. Las muertes hicieron que hubiera un desplazamiento como de piezas en un juego tetris pero hacia arriba. Cada muerte significaba un avance en holgura y un ascenso de alguien al tercer piso. Era como la ropa usada pero al revés. Aún así, ambas cosas pasaban de mayores a menores. En el caso de las camas y las habitaciones se heredaba el privilegio de dormir sólo y, con el tiempo, el de ocupar pieza privada. Yo alcancé a dormir en cama solo pero no a tener una pieza privada sino todas, pero esto no viene a cuento. Vienen a cuento las visitas, que nunca supe de dónde. Supe, sí, que llegaban y acompañaban a mi mamá a hacer el desayuno. Sospecho, por lo que relataré más tarde, que ya estaban allí. No sé cuántos visitantes, pero al menos uno. Se sentaban ante esa mesa que era el único mobiliario en la cocina. Aparte del mesón que descansaba sobre las alacenas de piso, las que ocupaban dos paredes, y en el que se sucedían el lavaplatos, el escurridero, la estufa, las tablas de corte y amasaje y el molino de maíz, contra la pared libre se adosaba una mesa que cubría bajo su amparo dos sillas. Ahí se aposentaban las visitas. Nunca las vi y tampoco me preocupé por averiguar. Tampoco lo pensé entonces, pero lo pienso ahora. Las visitas traen un presente: un gajo de plátanos, media docena de arepas, una chuspa con bolas de chucula. Nunca vi un presente de visita. Pero no me preocupé por averiguar porque eso competía a los mayores. Además, por ser el menor, nunca me pusieron oficio y me dejaban dormir hasta tarde. Bajaba a desayunar cuando la segunda cochada había pasado por el comedor y sólo faltábamos los menores. El cuento es que mi mamá se levantaba con el primer canto del bichojué y bajaba a amasar las arepas y a batir el chocolate. Las visitas empezaron cuando ya habían muerto los cuatro abuelos y mi padre y una hermana y un hermano de los mayores. La primera vez que se presentaron –esto lo supe años después– fue cuando mi mamá bajó a la cocina, como siempre, desde el tercer piso, donde dormía sola pues mi hermana mayor ya había muerto. Entró al baño chiquito, salió, pasó al sanalejo a sacar platos y tazas para organizarlos en la mesa del comedor para la primera tanda, puso los individuales de esterilla, distribuyó las cucharas y se dirigió luego a la cocina a remojar la masa del maíz molido la noche anterior y a hacer el chocolate. Luego, entonces, empezó el cuento… Mi mamá subió a trompicones por las escaleras lo tres pisos, tropezando y levantándose como un borracho responsable, soltando un mugido como de vaca en parto hasta llegar a la pieza donde dormían mis tres hermanas grandes. Las despertó a tientas y remezones porque la luz estaba apagada y el sol aún no subía. Cuando mis hermanas encendieron la luz la vieron con los ojos muy abiertos, acuosos pero sin lágrimas, blanca como la pared, temblando de pies a cabeza y sin poder articular palabra, sólo se le escuchaba un tartajeo de pánico. Me contaron que así estuvo casi por diez minutos, sentada en la cama, mirando la pared y luego se paró, comenzó a salir de la pieza para bajar de nuevo pero, antes de salir de la habitación e iniciar esa nueva rutina de recibir todas las mañanas a la visita muda, se volvió a mirar a mis hermanas desde el vano de la puerta y les dijo: “pensé que era una de ustedes”.
        Voy a bajar a desayunar. Mi hermana ya debió servirme porque hace unos minutos dejó de murmurar. Eso quiere decir que ya le contó a las visitas que se siente muy mal y piensa que no pase de esta noche. Ojalá si pase, porque si no mañana me tocaría hacer el desayuno. Sería la primera vez que le toque hacerlo a un hombre de esta casa y ¡quién sabe qué dirá la visita! 

Rituales traspuestos

                                                                   Diego Tenorio

B
Alzas la mano adherida al puñal hasta los nudillos blancos y observas con la sevicia que te hormiguea en los genitales los ojos de horror de la carita púber. Sabes lo que sigue: no hay que golpear con el arma porque cortará implacable no importa cómo, y lento hay más deleite. Bajas la mano en un movimiento casi imperceptible mientras te alzas y agigantas en el poder de la sangre que se agolpa en la hinchazón de los músculos y el pene. Todopoderoso Tláloc se hace tú, sumerge tu cuerpo en su piel dura como el pedernal: Tláloc abunda en ti y se espesa en tu sangre.

A
Despiertas y te sientes inmovilizada contra una plancha de piedra, adherida a ella por trenzas de raíces fibrosas estratégicamente entorchadas para permitir el escueto movimiento de tus ojos. Al menos puedes parpadear, y sonreír. También… ¡grita! Tu alarido estremece la caverna similar a una iglesia –reverbera contra los techos altos y las puertas aojivadas–, cuando ves al hombre que eleva el puñal dispuesto para hender tu estómago o el pecho o cualquier órgano, dondequiera que acaso descienda. ¡Dios, me quiere matar! El pánico te arrastra en un vórtice de recuerdos y te aferras al de tu madre.

B
El sendero que te arrima a Tláloc se despejará para ti mientras la daga avance y se hunda. Te enardece hasta el paroxismo el contraste entre el tosco conjunto de tu fuerte mano y la tiesa daga contra la piel de suaves reflejos de luz rosada que núbil se abrirá, obediente como bolegrasa, y te ofrecerá los preciosos órganos que masticarás ansioso por robustecer los tuyos; hundirás con ansia tus dedos entre el silencioso fluir de la sangre que se evaporará en olores ferruginosos, una ternura tibia que sorberás con fruición. Tláloc entonces mostrará a los ojos de tu deseo las sendas de la sagacidad y el vaticinio.

A
Tu miedo lo enerva, aíra su entresijo y pone una mueca de gozo sardónico en su boca y los ojos se le alinean en la raya del odio. Debes serenarte, cambiar tu cara. Sabes que no puedes mostrar terror sino ternura. Oblígalo a detenerse en tu belleza, somételo a la sensación casi táctil de mares y cielos tras el pálido oleaje de tus ojos aguamarina. Ya conoces al hombre, te lo diseñó tu madre: es una fiera emborrascada que se apacigua en el remanso de tu cuerpo y en la dócil caricia de tu mirada. No lo dejes razonar. Vibra con todos los poros de tu cuerpo, que sienta tu temblor de hembra en celo, tu carnal munificencia.

B
Vislumbras destellos de entrega sumisa en sus grandes ojos con promesas profundas. Sus dedos tiemblan hacia ti en la urgencia de acariciar. Tu dominio es un poder de placer sobre su mansedumbre, que ensancha tus venas, las recorre indómito y enardece el orden de tus convicciones: debes desatarla y gozarla aunque te dilates un poco en concluir cuando se quiera el ritual que exige Tláloc. Tláloc es atempóreo. Domina tus recelos y desata tus impulsos sobre este cuerpo inerme, abierto al placer. Suelta el estorbo de la daga a un lado y ocupa tus manos en el goce de amansar esa blanda y lechosa carne al enardecido desfogue de tu placer. 

A
Asqueada, te adueñas del arma, suelta por descuido, y exclamas En el nombre de mi Dios, más poderoso que el tuyo, yo te destino demonio al infierno donde perteneces… y hundes con fuerza la daga en su estómago distraído e inerme en su desmadeje y retribuyes la intrusión en tu bajo vientre con la dureza del acero que hiende y se desplaza dibujando una cruz que –primavera roja– se abre en cuatro pétalos de flor abierta por donde se desprenden, en surcos lentos y como asustados por la luz, las entrañas en masas informes de color rosado sucio veteadas por la sangre ya inútil, tumulto incontrolable como avalancha roja, de quien fuera.

C
¿ Satisfacto divulgante? ¿Complacióle?
Si. Extrasensuario. Condúzcame: ¿tuve eyecta?
Culmen virtual. Supraestímulos glandulares y exacciones orgánicas. Asimulación real.
Mai, obyecto: ¿falseo de vida?
No de vida. De memorabilia. Hurgamos sus rememorias. Se programa con preteria.
¿Estuvo esa contumacia en mía cacumelia ?
Estuvo contuvia. No fata violanza plícita. Cai sublimanza. Hurgo preteria para explenación: “Homicidio crapuloso: Voluntad de violanza de púber con amago previo de destripamiento. Homicidio virginal gravoso”.
Masco coyunda: nula terminación. Aludo: “defloración permita justa como onnomacio”.

Llamada zumbona


                                                                   Diego Tenorio

A las 5:45 de la mañana Matías vio pintarse súbitamente el estudio con las rayas amarillas que la persiana dejaba pasar del sol. Como una impertinencia más le llegó el zuuummmmbido de su celu.

– (¡Insólita una llamada a esta hora! Debe ser equivocación) –pensó el muchacho y se desentendió.
¡Zzuuuuum! –¡Otra vez! Veamos…
–Aló.
– ¡Contestaste! –Escuchó una voz de mujer, un poco estridente.
– ¿Si? ¿Quién llama?
– ¿Por qué no tomaste el celu la primera vez?
– ¿Quién habla?
– (Con voz calma) Francisca, ¿quién más? (De nuevo la estridencia) ¡Tengo miedo! ¡Se están acercando!
– ¿Cuál Francisca? ¿A quién busca?
– ¡Esta mañana hicieron ruido en el patio!: querían que los oyera porque arrastraban los maceteros de las begonias y rompieron dos (con un intervalo como de dos minutos) que debían ser de los de geranios. Vos sabés que los de las begonias son muy grandes y no se pueden levantar. Inmediatamente eché doble cerrojo en la puerta esa grande que comunica el patio con el vestíbulo de las porcelanas.
– ¡Qué geranios ni qué begonias! ¿Quién es usted?
– (Grito acutísimo) ¡¡Francisca!!
– ¡No conozco a ninguna Francisca!
– (Voz suave) Ya no importa, Tomás, cesaron los ruidos cuando te hablé.
(¡Vieja loca! ¡Colgó!)

De vuelta a su juguete nuevo, una consola multifuncional inteligente que le había regalado su padre hacía dos días (navidad y cumpleaños en un solo paquete) en el interés, económico por supuesto, de que le averiguara todas las sustituciones de elementos y compuestos para configurar el agua elástica como material de ingeniería quirúrgica. Era una búsqueda interminable que “se quedó en veremos”. ¡La maldita llamada no lo dejaba coordinar! A las 7 de la noche Matías, cansado y con hambre, se estrella en una pregunta: “¿Qué me importa a mí esa vieja loca? Me he tirado todo el día buscando la manera de localizarla, de verle la cara…” y del pedido de su padre, nada. El resto de la noche, de 7:15 p.m. a 5:45 a.m. la luna cómplice de la angustia hizo fluir veloces los minutos en retadores contratiempos y hallazgos súbitos que, aunque no resolvieron la urgente avaricia de su padre sí le dieron a Matías momentos de éxtasis informático, pletóricos de elucubraciones y descubrimientos. A las 5:45 lo exacerbó el zuuummmmbido del celu.
– ¡Aló!
– ¡Ya están aquí, Tomás! ¡Llevan media hora rompiendo porcelanas en el vestíbulo! ¡Es un ruido horroroso: las porcelanas lloran!
– ¡Mi nombre es Matías! ¿Quién habla?
– ¡FRANCISCA, PENDEJO! No he salido de mi casa porque sentí que estaban agazapados en el patio esperando a que oscureciera. Y ya rompieron la puerta que comunicaba el patio con el vestíbulo de las porcelanas pero sólo a las 4 empezaron a quebrar cosas. ¡Están rasguñando la puerta de roble de mi alcoba, la que tú conoces, la que mi tatarabuelo trajo desde el Magdalena Medio a lomo de mula.
– ¡Espere señora! ¡Déme su ubicación! Llevo 24 horas tratando de encontrarla porque me parece que usted está en grave peligro. ¿Se llama Francisca quémás?
– Francisca Nimierda Tomás: ya estoy resignada a sufrir toda la ignominia y el vandalismo que se me vengan encima. Pensé que en tí encontraría un salvador. Pero está escrito que los hombres no sirven ni pa mierda. Restríngete a tu propio pellejo, Tomás.
– Señora, yo no me llamo Tomás: me llamo Matías y no conozco a ninguna Francisca. Pero si usted me da su dirección yo llamo a Rif [Respuesta Ipso Facto] de la policía y seguro que llegan, aunque sea a las 8.
– Ya. Se calmaron. En el instante que oyen que te llamo, cesan.

– Debemos, de todas maneras, doña Francisca ¡alertar a la policía!
– ¡No hay tutía!, Tomás. ¡Esto ya no tiene arregladero posible! Llegás tarde, ¡como siempre! Esta puerta –de roble roble– que tiene ensambles patebuey y bisagras de acero toledano no va a resistir el ciclón devastador que ellos exhiben. ¡Quedará para tu conciencia!
– ¡Espere, doña Francisca! Estoy a punto de localizarla
– Ya  se agotó la esperanza, Tomás. ¿Sabés que fecha es hoy?
– (Matías se suerbe los mocos antes de contestar, esperando lo peor) 28 de diciembre.
– ¡Chico listo! Pasala por inocente, ¡GÜEVONCITO!

 


Ven pronto...



María Victoria Zapata

Son la cuatro y 45 de la madrugada. Luis ha estado trabajando durante toda la noche en uno de los proyectos arquitectónicos que debe entregar ese día. Suena el celular. ¿Cuál de sus novias querría hablar con él a tan temprana hora?
- Aló
- Luis, soy yo, Lucia, tengo pánico!
- ¿Qué ocurre?
- Ven  pronto, debo colgar…  Juan está furioso, está tumbando la puerta del cuarto, ¿qué voy hacer?
- ¿Dónde estás?
- En un armario.
- Llama a la policía.
- Sí - dijo con tono angustiado - pero antes necesito decirte algo, no sé qué pueda ocurrir…
- Cálmate, por favor - le dijo Luis -.
- La niña es tu hija, cuídala.
- ¿Qué? ¿Enloqueciste?

Luis salió rápidamente. Pensó en su mayor triunfo, Lucia lo ama… y él no siente mucho por ella. Al llegar al barrio una hora después en medio de la lluvia, se encontró con que los vecinos, los curiosos, la policía, el CTI se agolpan frente al edificio donde había vivido Lucía desde que la conoció. Al acercarse, se encuentra que entre la pequeña multitud que se ha agolpado, Juan esposado, es conducido por uno de los uniformados al auto patrulla.
-      Maldito, a vos es a quien debí haber matado... - le dice con dureza a Luis mientras se cruzan -