Diego Tenorio
La casa materna era un bloque de habitáculos, seco y sin gracia, como un hacinadero nazi expresamente construido para albergar judíos. La había comprado mi madre en obra gris porque hasta ahí le alcanzó la plata. Quedó siempre en gris. Era esquinera, tenía tres pisos, los superiores llenos de cuartos iguales como celdas monacales donde dormíamos sus múltiples hijos e hijas. El inferior con sala, comedor, cocina, dos baños, un cuarto para el servicio doméstico que se convirtió, con el tiempo, en sanalejo y de plancha, y el solar que la rodeaba por los dos lados que colindaban con la calle. Desde que recuerde, mis padres dormían separados. Mi padre le hizo una veintena de hijos a mi madre y cuando mi hermana mayor supo para qué era el sexo, se plantó delante de mi papá (septuagenario) y le ordenó cederle a ella la mitad que él ocupaba en la cama matrimonial. A mi papá le tocó irse a dormir con mi hermana, la que seguía, y dos de mis abuelos en la habitación de al lado. Ya con pared de por medio mis padres no tuvieron más hijos después de nacer yo. Luego, a los pocos años, los vivientes en la casa empezaron a morirse por edad de arriba hacia abajo, del tercer piso al segundo. En el tercero dormían los abuelos, mis padres y mis hermanos mayores. Recuerdo que en coincidencia con la muerte de mi abuela paterna, la primera, cesaron nuestras apuestas de carreras por las escaleras. Las muertes hicieron que hubiera un desplazamiento como de piezas en un juego tetris pero hacia arriba. Cada muerte significaba un avance en holgura y un ascenso de alguien al tercer piso. Era como la ropa usada pero al revés. Aún así, ambas cosas pasaban de mayores a menores. En el caso de las camas y las habitaciones se heredaba el privilegio de dormir sólo y, con el tiempo, el de ocupar pieza privada. Yo alcancé a dormir en cama solo pero no a tener una pieza privada sino todas, pero esto no viene a cuento. Vienen a cuento las visitas, que nunca supe de dónde. Supe, sí, que llegaban y acompañaban a mi mamá a hacer el desayuno. Sospecho, por lo que relataré más tarde, que ya estaban allí. No sé cuántos visitantes, pero al menos uno. Se sentaban ante esa mesa que era el único mobiliario en la cocina. Aparte del mesón que descansaba sobre las alacenas de piso, las que ocupaban dos paredes, y en el que se sucedían el lavaplatos, el escurridero, la estufa, las tablas de corte y amasaje y el molino de maíz, contra la pared libre se adosaba una mesa que cubría bajo su amparo dos sillas. Ahí se aposentaban las visitas. Nunca las vi y tampoco me preocupé por averiguar. Tampoco lo pensé entonces, pero lo pienso ahora. Las visitas traen un presente: un gajo de plátanos, media docena de arepas, una chuspa con bolas de chucula. Nunca vi un presente de visita. Pero no me preocupé por averiguar porque eso competía a los mayores. Además, por ser el menor, nunca me pusieron oficio y me dejaban dormir hasta tarde. Bajaba a desayunar cuando la segunda cochada había pasado por el comedor y sólo faltábamos los menores. El cuento es que mi mamá se levantaba con el primer canto del bichojué y bajaba a amasar las arepas y a batir el chocolate. Las visitas empezaron cuando ya habían muerto los cuatro abuelos y mi padre y una hermana y un hermano de los mayores. La primera vez que se presentaron –esto lo supe años después– fue cuando mi mamá bajó a la cocina, como siempre, desde el tercer piso, donde dormía sola pues mi hermana mayor ya había muerto. Entró al baño chiquito, salió, pasó al sanalejo a sacar platos y tazas para organizarlos en la mesa del comedor para la primera tanda, puso los individuales de esterilla, distribuyó las cucharas y se dirigió luego a la cocina a remojar la masa del maíz molido la noche anterior y a hacer el chocolate. Luego, entonces, empezó el cuento… Mi mamá subió a trompicones por las escaleras lo tres pisos, tropezando y levantándose como un borracho responsable, soltando un mugido como de vaca en parto hasta llegar a la pieza donde dormían mis tres hermanas grandes. Las despertó a tientas y remezones porque la luz estaba apagada y el sol aún no subía. Cuando mis hermanas encendieron la luz la vieron con los ojos muy abiertos, acuosos pero sin lágrimas, blanca como la pared, temblando de pies a cabeza y sin poder articular palabra, sólo se le escuchaba un tartajeo de pánico. Me contaron que así estuvo casi por diez minutos, sentada en la cama, mirando la pared y luego se paró, comenzó a salir de la pieza para bajar de nuevo pero, antes de salir de la habitación e iniciar esa nueva rutina de recibir todas las mañanas a la visita muda, se volvió a mirar a mis hermanas desde el vano de la puerta y les dijo: “pensé que era una de ustedes”.
Voy a bajar a desayunar. Mi hermana ya debió servirme porque hace unos minutos dejó de murmurar. Eso quiere decir que ya le contó a las visitas que se siente muy mal y piensa que no pase de esta noche. Ojalá si pase, porque si no mañana me tocaría hacer el desayuno. Sería la primera vez que le toque hacerlo a un hombre de esta casa y ¡quién sabe qué dirá la visita!
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