Con su gesto me sentí intimidado. El hombre se molestó, indudablemente, y me lo hizo sentir. No encontraba yo una explicación para que el muchacho me recibiera con una mirada tan fulminante, que fue como si un rayo me hubiese caído encima o como si alguien me acabara de disparar con una escopeta al corazón.
Esa mañana llegué temprano al aeropuerto y andaba sin afanes, porque sabía que tenía tiempo suficiente para esperar la salida de mi vuelo, programada para las ocho. El reloj marcaba apenas las siete y diez cuando bajé del taxi, y estoy seguro de que no gasté más de cinco minutos en la librería, donde eché un vistazo a algunas revistas y compré un ejemplar del periódico del día. Con él bajo el brazo y mi valija colgando del hombro, me encaminé a buscar una silla en la sala central del puente aéreo, con el ánimo de leer mientras se producía el llamado para abordar el vuelo que habría de conducirme a la ciudad de mi residencia habitual.
Fue allí donde se produjo mi inesperado encuentro con esa cara de pocos amigos que me recibió cuando me disponía a tomar asiento. No había una razón para que el muchacho me mirara de esa manera. Y aunque así lo juzgué, quise ser indulgente y por eso pensé que el disgusto podría haber sido una respuesta a que, sin ningún cuidado y, más bien, con cierta brusquedad, tengo que reconocerlo, dejé caer la valija sobre una pequeña mesa que hacía de división entre los dos primeros pares de sillas modulares en la sala de espera. Sin embargo, a pesar de la mala cara, me senté en el lugar que escogí, abrí el periódico, y por un momento me olvidé del muchacho.
En lo alto, al frente de nosotros, había un televisor que en repetía el resumen de las últimas noticias de la noche anterior. Por un instante bajé el periódico y miré la pantalla. Aproveché también un segundo para hacer de soslayo un rápido paneo sobre el muchacho. Calculé que tendría unos quince o dieciséis años. No pasaba de allí. Calzaba de tenis y llevaba un bluyín desgastado. Cubría la parte superior de su cuerpo con una chaqueta, también raída, que tiraba a gris, aunque no podría decir que era su color definido. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los zapatos también entrelazados, uno sobre el otro, para facilitar el movimiento nervioso que alcancé a notar en sus piernas. Era evidente que había algo inquietante en relación con él.
Por los pasillos de la sala de espera desfilaban presurosas continuas oleadas de gentes que buscaban su destino. Yo, entre tanto, haciendo lo posible por desentenderme del entorno, preferí concentrar mi atención en el periódico. Como soy miope y veo bastante bien de cerca, no necesito de gafas para leer. Por eso las tenía sostenidas con mi mano derecha, entrelazadas con las páginas del mismo lado. Una nota del diario reseñaba las consecuencias del ataque guerrillero registrado el día anterior en remota población del sur del país.
De pronto, mi concentración en la lectura se rompió. Algo que sonó como el tableteo de una gigantesca bandada de palomas que hubiera levantado vuelo justo sobre mi cabeza, llenó instintivamente mi atención.
- ¿Qué pasa? alcancé a gritar. Y ¡trrraaaaahhh! volví a escuchar el tableteo.
Solté el periódico y me puse las gafas. A mi lado, apuntando con una pequeña metralleta, el mal encarado vecino disparaba a un objetivo ubicado como a diez metros de distancia. Un hombre bien vestido, de bigote profuso, estaba de rodillas. Después, cayó de bruces, pesadamente, con los brazos abiertos. Una mujer gritó, pidiendo ayuda, mientras se abalanzaba desesperada sobre el cuerpo herido.
-¡Rápido! ¡Rápido! ¡ábranse! - gritó un agente uniformado - ¡No lo dejen ir…! ¡Cójanlo, cójanlo! ¡Disparen, si es necesario!
Muchos hombres corrieron entonces. Diez o quince, no sé cuántos. Se abrieron en círculo en torno del sicario y también alrededor de mí; me percaté al instante, en medio de un pánico creciente. Los disparos seguían, y yo, allí, acorralado.
-¡Póngase el brazalete, compañero!, gritaba un hombre…
Otro decía:
-¡Disparen…! ¡Cierren círculo!
La gente en los pasillos también corría desesperada, buscando amparo a lado y lado del gran salón de espera aeroportuaria. Yo no podía hacer lo mismo, no tenía para dónde correr. Me sentía hombre muerto.
Casi sin pensarlo, agarré mi valija y me tiré al suelo. Como pude, me arrastré buscando alguna protección bajo la misma silla en que había estado sentado. ¡Pero qué protección, por Dios! No podría haber encontrado un lugar más vulnerable. Los disparos seguían y yo continuaba rodeado por los escoltas que apuntaban al sicario.
Desde el pretendido escondite, donde estaba tendido y tenso y, con seguridad, más pálido que un canario, escuché un sorpresivo grito de dolor y un madrazo. El muchacho cayó frente a mí, entre el televisor y las sillas, al parecer con una herida en la pierna. En el piso, a ras de mi mirada, quedó la metralleta. Regados a su lado, muchos casquillos brillaban. Se veían enormes. Tal vez el pánico hacía que yo los viera de ese tamaño descomunal. Muy cerca quedó mi periódico en completo desorden.
Cuando vieron que el muchacho cayó, los escoltas fueron cerrando el círculo. Uno que otro seguía disparando. El muchacho se retorcía, quejándose y aferrando sus manos a la pierna herida. En esas, un escolta le descerrajó un tiro a quemarropa. Le dio en el brazo izquierdo, cerca del hombro. El cuerpo del muchacho brincó de manera impresionante y cayó desmadejado. Un uniformado alejó con el pie la “mini uzi” y un enjambre de escoltas cayó sobre el muchacho para inmovilizarlo. El que parecía ser el comandante ordenó:
-¡Pónganle rápido las esposas y escúlquenlo…!
Solo entonces caí en la cuenta de que a mi izquierda, cerca de donde estaba, uno de los hombres con brazalete apuntaba con su arma sobre mi cabeza. Cuando lo descubrí, la sangre se me heló, si es que ya no estaba helada. Un corrientazo corrió por mi cuerpo mientras trataba de aclarar la turbia confusión. “¡Señor… señor!”, le grité tratando de hilvanar para él una explicación. “¡Yo no tengo nada que ver con esto!”. No me atendió. No sé si no me escuchó.
Y entonces sobrevino algo providencial. Un policía del servicio de vigilancia del aeropuerto, con revolver en mano, se acercó al escolta que me apuntaba con su arma, y le preguntó si podía ayudarle. Él le respondió:
-¡Cuídelo! ¡Hágase cargo de él!
Y el policía, siguiendo las instrucciones, levantó hacia mí el cañón de su arma, y yo, creo que por instinto, saqué fuerzas de donde no las tenía y le grité suplicante:
-¡Agente! ¡Agente!... ¡Ayúdeme, por favor! Yo no tengo nada que ver con esto.
-¿Usted quién es? Preguntó.
-Un pasajero… Un pasajero que nada tiene que ver con lo que está pasando.
Y levanté en mi mano derecha el pasaje aéreo, que le tiré a los pies como si fuere un desesperado pasaporte de salvación. También le mostré mis manos para que viera que yo estaba desarmado. El policía, no sé si conmovido o apiadado - solo Dios sabrá -, estiró hacia mí su brazo derecho y me ayudó para que me levantara. Me sacó luego del corazón de la escena y me condujo hacia uno de los lados extremos del pasillo. Allí se había agolpado una cantidad de gente entre asustada y curiosa. Del tumulto salieron a encontrarme algunas personas que me recibieron conmovidas, que trataron de tranquilizarme. Alguien me ofreció un vaso de agua. Me lo bebí de un solo sorbo.
Más tarde, en la tranquilidad de mi casa, vi en el informativo de la noche los testimonios que acompañaron el despliegue noticioso del hecho. En el piso, unas manchas de sangre. Al lado, dispersas, varias hojas del que fue mi periódico. Y en el espaldar de la silla donde estuve sentado tres impactos de bala.
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