Quería saber por qué le era difícil explicarse el dolor que le
acompañaba. Pegados a su alma los tonos grises lo alejaban de las fiestas que la madre le organizaba para alegrarle la
vida. “Deja el rictus de amargura que te sigue como perro amaestrado”, le
decía mientras trataba de entender lo que no entendía. Leía
para avanzar en los estudios, o para comprender mejor cómo era el mundo, o por unas horas huir de sí mismo. Cuando no lo hacía, se sentaba y miraba
desde la ventana de la habitación el paisaje cambiante que se le imponía. Pronto
comprendió que todo pasa y que lo que perdura queda en los libros, las fotos,
los cuadros, y unos pocos recuerdos que habitan la memoria.