Quería saber por qué le era difícil explicarse el dolor que le
acompañaba. Pegados a su alma los tonos grises lo alejaban de las fiestas que la madre le organizaba para alegrarle la
vida. “Deja el rictus de amargura que te sigue como perro amaestrado”, le
decía mientras trataba de entender lo que no entendía. Leía
para avanzar en los estudios, o para comprender mejor cómo era el mundo, o por unas horas huir de sí mismo. Cuando no lo hacía, se sentaba y miraba
desde la ventana de la habitación el paisaje cambiante que se le imponía. Pronto
comprendió que todo pasa y que lo que perdura queda en los libros, las fotos,
los cuadros, y unos pocos recuerdos que habitan la memoria.
Desde niño aprendió a respetar. Supo de
lo ajeno y de lo propio, de lo permitido y de lo que le era vedado. Desde
siempre su madre le dijo que la verdad estaba por encima de todo y que lo
prometido se cumplía.
—¿Entiendes?—le preguntó luego de
reconvenirlo porque quiso abrir una pequeña caja guardada en el congelador de
la nevera.
—Nunca la abras—le repetía una y otra
vez. Si me quieres no lo hagas. Destruirías el único recuerdo que me queda de
la fiesta que hubo el día de mi matrimonio.
—Mamá, dime qué es y por qué eres tan
recelosa con lo que contiene.
—Si lo supiera la gente, más de uno diría
que es una bobada. Un capricho. Para mí significa mucho. Me conecta con lo que
amé. Con mi madre y mi hermana.
—¿Con mi padre también?
—No. Con él no—lo miró con tristeza—.
Creí amarlo. Recién casados creí que alcanzaba el cielo. Rápido me llevó al
infierno. Una mañana que fui al médico y te llevé conmigo aprovechó para largarse.
Se llevó todo lo suyo. Para que no quedara ni el olor de su cuerpo ni del
cabello, quemé las cobijas con las que se abrigaba y la almohada que usaba. Me
propuse olvidarlo.
—¿Fue por mí?
—Tu no tienes culpa. Me diste aliento
para vivir y luchar. Es un asunto que enterré y del que ya no me ocupo. Con la
franqueza con la que te hablo, así debes serlo conmigo.
—No me ha dicho que contiene.
—Un pedazo de la torta de mi boda.
—¿De torta? No entiendo porqué el
misterio.
—Han pasado tantos años…Ellas la hicieron
de vainilla y chocolate. Cómo me gustaban las tortas que preparaban. Le ponían
amor, humor, calor. Cómo se reían cuando alistaban la masa. Se divertían y todo
era sencillo. Me hacía feliz verlas. Me prometieron que sería la mejor de las que habían hecho.
Lo lograron. Guardé una porción, la que está en la nevera. Se hará polvo el día
que se saque del congelador. Mírame: ya estoy vieja y no quiero vivir ese
momento. ¿Ahora me entiendes? Por favor: con la franqueza con la que te hablo,
así debes ser conmigo.
—Mamá, me voy de casa.
—¿Por qué lo dices?
—Porque es así. No puedo estar aquí y
allá. Los estudios y el trabajo me absorben.
Ella miró por la ventana el cielo oscuro
y escuchó un trueno lejano que anunciaba la pronta lluvia.
—Entiendo…
—Gracias. Volveré cuando deje de estudiar.
Lo miró serena.
—Qué pronto creciste.
Regresó antes de lo pensado. La madre enfermó y necesitó ayuda.
Lo que más le incomodaba era asearla. Le
asombraba el estado del cuerpo que quizá en algunos momentos vibró de emoción, parió un hijo—él—, un
cuerpo deseado, tal vez ultrajado. Ahora un cuerpo flaco, fofo, arrugado. Lo
miraba y recordó los paisajes cambiantes que se sucedían por la ventana del
cuarto cuando pasaba las tardes en casa.
Una noche, luego de darle lo poco que
cenaba, lo sorprendió con una observación:
—Hijo, no recuerdo haberte visto reír.
Nunca me acostumbré a tu tristeza. ¿Qué pasó?
—No lo sé. Me siento incompleto, algo, un
no se qué que me hiere.
—Pobre hijo. Si pudiera ayudarte…
—Tranquila ma. Ha de ser mi propia
naturaleza. Aprendí a vivir así. Nadie entiende lo que ni yo entiendo ni se
explicar.
Lo miró y no pudo evitar las lágrimas.
—Perdóname.
—No hay porqué perdonar, ma. Y no llore.
No hay motivo.
—Perdóname—lo repitió en un susurro.
—Dígame qué quiere que perdone.
—Ya sabrá…
La mañana que quiso un poco de agua tibia
para beber murió. La amortajó con la misma sábana de la cama en la que estaba,
llamó al servicio de ambulancias y se ocupó del entierro. Organizó una mochila,
guardó agua, alimentos y decidió caminar. Deambuló entre ríos, pequeños valles
y contó estrellas. Cuando llegó el momento de regresar a la ciudad, volvió a la
casa. Sacó los pocos enseres que había, los embaló y los dispuso para que el
recolector de basuras se hiciera con ellos. Lo de mayor tamaño era la nevera.
La abrió y sacó la caja que con tanto cuidado ella guardó. “Un pedazo de torta
de 50, 60 años. Harina con dulce”—pensó.
Observó y tocó la caja, “tantos recuerdos
encerrados… Que se disuelvan en el tiempo”—dijo y la destapó—. Dentro encontró
un estuche y a un lado una llave. Lo abrió y desenvolvió lo que por años estuvo
guardado. Fue tal la sorpresa que no pudo evitar el llanto.
—No puede ser, no puede ser—repitió en
tono lastimero—. Mamá, ¿por qué lo calló?¿Por qué?—se preguntó—mientras
observaba el feto.
Sintió que el dolor que lo acompañaba
irrumpió y lo ahogaba. Lloró sin consuelo. Calmado, colocó de nuevo el feto en
la caja y llegó con ella al hospital. Buscaron la historia clínica
correspondiente a su madre y leyó: “…gemelos neonatos de sexo masculino. Uno
con un peso de 6 libras y 5 onzas y el otro con un peso de 3 libras y 4 onzas.
Este último murió a las 4 horas de haber nacido…”
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