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lunes, 25 de noviembre de 2019

El rincón donde nacen y mueren los fantasmas


Eduardo Toro




    Cuando la casona se envuelve en la penumbra y las horas de la soledad se clavan en las entrañas como un dardo que paraliza los sentidos, ronda por todos los rincones el silbido de un viento fantasmal. Caridad, pone sus oraciones como escudo, se apretuja contra el rincón de la cama, se arrepiente de todos sus pecados, se santigua con la mano empapada en agua bendita y cierra los ojos con fuerza para no ver danzar a los fantasmas. Poseída por el miedo promete, ante el cuadro de la Virgen de los Dolores, que llegada la luz del día pedirá ayuda al padre Roberto, para que, de una vez por todas, espante de su casa a los fantasmas que no la dejan dormir.

Caridad se levantó temprano y, sorprendida, observa que cuadros y gobelinos han cambiado de sitio; los muebles no están en el lugar acostumbrado; los adornos y algunas porcelanas han desaparecido. Su casa no es el espacio apacible en el que vivió siempre al lado de su hermana Serafina. Cuando terminaron los nueve días de rezos por el descanso eterno del alma de Serafina, muerta de pronto y porque sí, los fantasmas tomaron posesión de la casa. Fue lo que contó Caridad al padre Roberto, implorando interviniera con su santa sabiduría.
El padre Roberto estimó que Caridad, una de las más asiduas a los oficios religiosos. cumplidora como la más comprometida de su feligresía con los diezmos a la iglesia de Dios y limosnas para las ánimas benditas del purgatorio, podría estar alucinando y se preguntó: ¿tal vez el rigor del luto que guarda por Serafina le ha traído descontrol?: ¿se habrá descuidado con la alimentación, ocasionándole debilitamiento mental y alucinaciones?; ¿será que la soledad y ese amasijo de cosas dejaron el miedo detenido en su mirada? Era lo que el padre Roberto intentaba descifrar y, mientras escuchaba atento las quejas de Caridad, aceptaba sus pobres conocimientos y limitaciones relacionadas con el mundo fantástico de los fantasmas.
El padre tranquilizó a Caridad prometiéndole que, en la noche, después de los oficios de la Hora Santa, la visitaría para arrojar de su casa a los fantasmas, o lo que fuera, que la tenían en las puertas del manicomio. El mismo día, en las primeras horas de la noche, Caridad recibió al padre Roberto con un reverente saludo, después lo invitó a la mesa para que tomara un tibio chocolate de bola con clavos y canela, hecho por ella, acompañado de quesito fresco con unos provocativos roscones de pandequeso. Siguió después el ritual de expulsión de los fantasmas el cual comenzó en el cuarto que habitó Serafina, también hizo riegos de agua bendita, pasó con la metralla de Padrenuestros y Avemarías por el cuarto de huéspedes y el cuarto de Caridad, sin dejar un solo rincón de la casa apartado del extraño ritual.
La mente es el rincón en donde nacen y mueren los fantasmas, dijo el padre Roberto a Caridad, usando un tono paternal. Esta noche voy a comprobar la eficacia de nuestro trabajo, estaré esperando por ellos en el cuarto que usted tiene destinado para los huéspedes. Pasadas las doce de la noche, en medio de una obscuridad helada, se sintieron ruidos crocantes que parecían pisadas sobre hojas secas; el viento empezó a silbar con furia por entre el ramaje de los cipreses; carcajadas fantasmagóricas se colaban por entre los postigos y hendijas de las puertas; susurros y voces venían desde el comedor y la cocina, como si un ejército de criaturas diabólicas estuviese acordando un arrasador plan de ataque. El padre Roberto, paralizado por el pánico, se arrinconó en la cama; los gritos pidiendo auxilio se quedaron ahogados en su garganta; de pronto un relámpago iluminó el camino para llegar hasta el cuarto de Caridad. El cura se precipitó sobre la casta mujer que también temblaba de miedo arrinconada en su cama y abrazados se protegieron.
Abrazados amanecieron agradecidos con los fantasmas por haber proporcionado las horas de un placer olvidado por el voto de veinte años cumplidos de celibato. Desde entonces, todos los jueves, después de los oficios de la Hora Santa, el Padre Roberto visita la casa de Caridad, toma chocolate caliente con quesito fresco y roscones de pandequeso, después se instala en el cuarto de huéspedes, espera ansioso el carnaval de las endemoniadas criaturas y amanece complacido abrazado al ardiente pecho de la casta Caridad.

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