Eduardo Toro
Cuando la casona se envuelve en la penumbra y las horas de la
soledad se clavan en las entrañas como un dardo que paraliza los sentidos,
ronda por todos los rincones el silbido de un viento fantasmal. Caridad, pone
sus oraciones como escudo, se apretuja contra el rincón de la cama, se
arrepiente de todos sus pecados, se santigua con la mano empapada en agua
bendita y cierra los ojos con fuerza para no ver danzar a los fantasmas. Poseída
por el miedo promete, ante el cuadro de la Virgen de los Dolores, que llegada
la luz del día pedirá ayuda al padre Roberto, para que, de una vez por todas, espante
de su casa a los fantasmas que no la dejan dormir.
Caridad se levantó temprano y, sorprendida, observa que
cuadros y gobelinos han cambiado de sitio; los muebles no están en el lugar
acostumbrado; los adornos y algunas porcelanas han desaparecido. Su casa no es
el espacio apacible en el que vivió siempre al lado de su hermana Serafina. Cuando
terminaron los nueve días de rezos por el descanso eterno del alma de Serafina,
muerta de pronto y porque sí, los fantasmas tomaron posesión de la casa. Fue lo
que contó Caridad al padre Roberto, implorando interviniera con su santa sabiduría.
El padre Roberto estimó que Caridad, una de las más asiduas a
los oficios religiosos. cumplidora como la más comprometida de su feligresía
con los diezmos a la iglesia de Dios y limosnas para las ánimas benditas del purgatorio,
podría estar alucinando y se preguntó: ¿tal vez el rigor del luto que guarda por
Serafina le ha traído descontrol?: ¿se habrá descuidado con la alimentación,
ocasionándole debilitamiento mental y alucinaciones?; ¿será que la soledad y ese
amasijo de cosas dejaron el miedo detenido en su mirada? Era lo que el padre
Roberto intentaba descifrar y, mientras escuchaba atento las quejas de Caridad,
aceptaba sus pobres conocimientos y limitaciones relacionadas con el mundo
fantástico de los fantasmas.
El padre tranquilizó a Caridad prometiéndole que, en la
noche, después de los oficios de la Hora Santa, la visitaría para arrojar de su
casa a los fantasmas, o lo que fuera, que la tenían en las puertas del
manicomio. El mismo día, en las primeras horas de la noche, Caridad recibió al
padre Roberto con un reverente saludo, después lo invitó a la mesa para que
tomara un tibio chocolate de bola con clavos y canela, hecho por ella,
acompañado de quesito fresco con unos provocativos roscones de pandequeso.
Siguió después el ritual de expulsión de los fantasmas el cual comenzó en el
cuarto que habitó Serafina, también hizo riegos de agua bendita, pasó con la
metralla de Padrenuestros y Avemarías por el cuarto de huéspedes y el cuarto de
Caridad, sin dejar un solo rincón de la casa apartado del extraño ritual.
La mente es el rincón en donde nacen y mueren los fantasmas,
dijo el padre Roberto a Caridad, usando un tono paternal. Esta noche voy a
comprobar la eficacia de nuestro trabajo, estaré esperando por ellos en el
cuarto que usted tiene destinado para los huéspedes. Pasadas las doce de la
noche, en medio de una obscuridad helada, se sintieron ruidos crocantes que
parecían pisadas sobre hojas secas; el viento empezó a silbar con furia por
entre el ramaje de los cipreses; carcajadas fantasmagóricas se colaban por entre
los postigos y hendijas de las puertas; susurros y voces venían desde el
comedor y la cocina, como si un ejército de criaturas diabólicas estuviese
acordando un arrasador plan de ataque. El padre Roberto, paralizado por el
pánico, se arrinconó en la cama; los gritos pidiendo auxilio se quedaron
ahogados en su garganta; de pronto un relámpago iluminó el camino para llegar
hasta el cuarto de Caridad. El cura se precipitó sobre la casta mujer que
también temblaba de miedo arrinconada en su cama y abrazados se protegieron.
Abrazados amanecieron agradecidos con los fantasmas por haber
proporcionado las horas de un placer olvidado por el voto de veinte años
cumplidos de celibato. Desde entonces, todos los jueves, después de los oficios
de la Hora Santa, el Padre Roberto visita la casa de Caridad, toma chocolate caliente
con quesito fresco y roscones de pandequeso, después se instala en el cuarto de
huéspedes, espera ansioso el carnaval de las endemoniadas criaturas y amanece
complacido abrazado al ardiente pecho de la casta Caridad.
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