Jorge Enrique Villegas M.
Las voces de quienes jugaban en el parque, el movimiento de las ramas y
la claridad del día lo distrajeron. Por eso no vio ni escuchó al auto que lo
tiró contra la cuneta. Gustó el sabor de la sangre y percibió distante los
cobres y tamboras de la música que ponían en la radio de la tienda cerca de
donde estaba: “…Plantación adentro
camará, es donde se sabe la verda…”. Con movimientos torpes se aflojó la
bufanda que lo ahogaba. Se arrastró y recostó junto al único árbol de guayabo
que quedaba por ese lado del parque. Se pasó una mano por la boca y limpió la
sangre que no pudo evitar. Creyó ver en ráfagas, escuchó en resonancia y sintió
un entumecimiento que lo alejaba de todo. Así comenzó la entrada a lo inefable. Cerró
los ojos. “…Y lo enterraron sin llorá…”
Caminaba con una perra sin pedigree,
abandonada dentro de una caja junto al camino obligado para llegar a la parada
de buses. La alzó, la miró a los ojos y la bautizó: la llamó Akira. Desde
entonces no tuvo necesidad de despertador. Akira aprendió a conocer el momento
en que debía hacerlo. Tranquila entraba en la habitación y buscaba la mano o el
pié o lo que estuviera descubierto y lo lamía. Si no había movimiento, procedía
a cabecear la humanidad del durmiente. Le urgía cumplir sus necesidades cada
doce o catorce horas. También eran los momentos de encuentro con los de su
especie: juegos compartidos, carreras y ladridos amigables.
La erizaba, frenaba y ladraba con
ferocidad en presencia de ropavejeros y recicladores con sus bultos en carretas
o en la espalda. La miraba y pensaba sobre el por qué del modo como se
comportaba. “Tienes memoria de elefante”—expresaba— y tiraba de la correa para
ir por otra vía. Se dejaba guiar aunque a veces parecía que era ella quien lo
orientaba. Intuía el camino que debían seguir. Si se detenía, lo miraba, emitía
uno o dos ladridos y él probaba la ruta por la resistencia o suavidad que
sentía en la correa del arnés. “Ah, por este lado”—decía—y proseguían. En una
ocasión quiso ir por un atajo y Akira, obstinada, se detuvo. Cambiaron de
dirección y siguieron la marcha. Luego se enteró que un grupo de personas fue
asaltado por el camino que había querido andar. Hubo momentos en los que el
animal, de buen ánimo, lo miraba, movía la cola y caminaba o trotaba y cuándo
él la dejaba, corría. Tenía presente la mañana en que por observarla tropezó
con una piedra y encontró en el suelo dinero. Unos cuantos billetes que durante
varios días le permitió no preocuparse por comida. Y la ocasión en la que Akira
se negó a cruzar la calle e instantes después chocaban dos vehículos. Por
hechos así aprendió a confiar en ella. Aunque, para ser precisos, Akira estaba
pendiente de él.
El día que cumplió años se despertó inquieto. Había soñado pero no recordaba
con claridad qué. Mientras colocaba el
arnés a Akira, recordó: Matilda corría
alegre. Ágil subía los escalones en la casa de la abuela donde ella vivía. Allí la alcanzó, la
abrazó y la besó. Se ruborizaron. Suave lo apartó y, en silencio, entró a una
habitación…
No volvió a ver a Matilda desde cuando la
familia se trasladó a la capital en busca de fortuna. Entendió el hecho pero le
dolió que lo hubiera callado. Desde cuando partió, comenzó a vivir sin vivir,
sin ánimo para soportar el dolor que lo laceraba y le arrancaba lágrimas. La
veía alegre en las fotos que guardaba y recordaba la intensidad de la mirada
cuando le tomaba la cara y la entrega anhelante al amarse. En las noches
repasaba una y otra vez las notas que ella pedía que leyera antes de dormir
porque “en todo, en todo quiero estar contigo”—le había dicho— y la letra de
las canciones que aprendieron juntos volvía a entonarlas y terminaba llorando
con el sabor amargo de la melancolía que se apoderaba de su ánimo. “Matilda,
dulce corazón mío, me tienes en un infierno. Apiádate, sálvame, vivifícame, no
más tortura. Dime dónde estás, escribe algo”, rogaba en un ir y venir por calles sin rumbo.
Sin ganas de nada, desesperado, decidió
seguirla. En una mochila guardó ropa y dinero. “Alguien dará razón de ella”, pensó. Cuando llegó al terminal de buses de la capital, preguntó a los vigilantes,
maleteros, administradores de las empresa de buses y a pordioseros. Las
respuestas fueron contradictorias. “Matilda—la llamaba—oriéntame” y así,
descorazonado, triste y con barba de varios días, llegó al barrio. Aprendió a
conocerlo, supo de casas de inquilinato, parques, puesto de policía, días de
mercado, la iglesia y el centro de salud. “Si la familia mora cerca, la
encuentro”. Mañana y tarde se le vio de aquí para allá, junto con una perra negra como el carbón. Conoció los recovecos
del barrio. Supo de parejas infieles,
expendios de narcóticos, refugio de ladrones, comederos gratis y otros no tanto y de Matilda.
¡Por fin! La vio cerca a la escuela. Llevaba de la mano un niño y en el vientre
otro. Observó la delicadeza con la que trataba al niño y el beso al despedirlo.
“Akira, hasta hoy la he buscado. Tiene nido. Regresemos”—dijo—mientras sus ojos
se llenaban de lágrimas.
Todo sucedió luego de haber
estado en la “Tienda de Rosa” y antes de comenzar la venta de verduras , frutas
y flores que, con tiempo preciso, se volvía restaurante hasta mediada la tarde.
Había pedido pan de maíz y café. Mientras desayunaba, Akira olisqueaba los
rincones de la tienda. “¡Largo de aquí! ¡La basura!”, gritó alguien en la
trastienda y salió Akira con la cola entre las patas. La tranquilizó tocándole
la cabeza y volvieron a la rutina de caminar por las calles del barrio. Le extrañó
que Akira tuviera la mirada triste. “Tienes que comer y cagar. Hace tres días que
no lo haces. Tienes la panza hinchada y no es bueno”, le hablaba. Akira con ojos agotados gemía. En la noche vomitó. A la mañana siguiente no hubo
despertador. La encontró fría como el suelo donde estaba.
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