NATHALIA ELIZABETH RUIZ
Quiero compartir una experiencia única que me ocurrió trabajando en la Unidad de cuidados intensivos de un
hospital en Toribio-Cauca, uno de
los pueblos más violentos en la historia colombiana.
Hace dos años atendí a una joven de 24 años de edad, estatura media y piel muy blanca y tersa. Se notaba que nunca había utilizado maquillaje. Su perfil me recordó a las mujeres del medio oriente. Su cabello era largo, ondulado y de color castaño oscuro. Era delgada, pesaba más o menos 50 kilos. Se notaba que no era de la región. Me pregunté, ¿por qué una mujer así se encontraba en el Hospital? ¿Qué hacía en un pueblo donde la pobreza, la guerra y la muerte campeaban? También me llamó la atención su nombre, Farah, alegría en árabe. Farah se encontraba seis meses atrás prestando su servicio social en Toribío. Ella decidió de forma muy valiente aceptar ser la directora del Centro Médico. Estaba a dos días de finalizar su pasantía y regresar a su país tras siete años en Colombia, estudiando medicina. Me pregunté una vez más ¿Alguien le advirtió sobre el peligro que podría resultar aquella estancia en Toribío? Seguramente sí, pero tal vez su deseo de servir era más grande que cualquier cosa en el mundo. Farah se encontraba entre la vida y la muerte. Las enfermeras del hospital se enteraron que la joven salió de la pensión al puesto de salud a eso de las siete de la mañana, impregnada de alegría como todos los días, la misma que representa su nombre. Sabía que había cumplido con su deber y estaba a punto de irse a otro lugar del planeta donde también la necesitaban. De repente, se vio en medio de un fuego cruzado por grupos armados. Un proyectil entró por su mandíbula izquierda y salió por su sexta vertebra. En cuestión de segundos ya estaba inmóvil e inconsciente y en poco tiempo conectada a cuantos aparatos la mantuvieran con vida. Todo apuntaba a que la médula espinal de Farah habría sufrido un gran daño.
Cada minuto que pasaba
Farah se deterioraba. Yo acababa de
llegar de Brasil de realizar una especialización de tres años en medicina crítica y cuidados
intensivos. Estaba dispuesto a probar
mis conocimientos para salvar a mi joven paciente. Me identificaba con ella,
sin que me hablara, sin conocer su familia, sabía que nuestra vocación de
servir nos unía. Pero no logré lo que esperaba, Farah estaba sumergida en un profundo coma y sus órganos apenas se
mantenían. Entonces decidí lanzar mi última carta, “la pócima secreta”. Durante mi permanencia en las selvas del Brasil
estuve con un curandero de quien escuché muchas historias de sanación, me recordaban
a las de mi abuela y a las de José
Gregorio Hernández.
En una de mis
vacaciones decidí buscarlo. Quería saber
mucho más sobre ese hombre, me intrigaba
la fuerza y la fe con la que los pacientes hablaban de sus poderes. Me interné en
aquellas selvas y después de caminar
casi dos kilómetros llegué a la casa del maestro YAHAMURE, un
hombre poliglota, hablaba 36 idiomas, lo que me permitía presumir que había
estado en muchos lugares del mundo, se veía muy
humilde, tenía alrededor de ochenta
años, percibía en él un aura de bondad y serenidad que lograba contagiarme. Después
de una conversación de más de cuatro horas en las que seguramente analizó cada una
de mis frases y cada movimiento, concluyó diciéndome “eres merecedor de mi
pócima secreta: el MAYAHURE, que significa regreso a la vida. Cuando escribí el
nombre de la pócima, inmediatamente me di cuenta que tenía las mismas letras de su nombre lo que me asustó un poco. “Sabrás en qué momento utilizarlo” Me dijo. “Sólo debes
tener en cuenta que en la persona que lo utilices se deben cumplir 3 condiciones: Ser fiel a sus principios, amar a los
animales y a la naturaleza y servir por
convicción. Quien reciba la pócima
secreta podrá regresar a la vida cuantas veces lo necesite”.
Mirando con resignación
a Farah y siendo consciente de lo poco que podía hacer, recordé las
palabras del maestro YAHAMURE. Busqué
la pócima secreta en mi casa.
En el camino de regreso
al hospital rogaba que Farah amara los
animales, que fuese fiel a sus
principios porque la vocación de servir
sí que estaba comprobada. No
tenía a quien preguntarle cómo era su vida, su tía con quien vivía en la capital apenas venía
en camino.
Llegué al Hospital y como Farah no podía tomar la pócima,
entonces decidí inyectarla en los líquidos que le estaban administrando. Eran
cristalinos y de repente las mangueras y el frasco tomaron
un color azul oscuro. Tuve segundos de pánico. Mientras la sustancia recorría su interior me cuestioné, ¿Qué estoy haciendo? ¿Podría estar adelantando su muerte? Miré al paciente de la cama contigua, un hombre de más o menos sesenta
años quien fijó su mirada en mí,
tratando de descifrar mi
sudoración y mi nerviosismo. Procuré mantener actitud de cara de póker. Sentí que el hombre
me había descubierto. Que en
segundos presionaría el botón de llamado y llegaría una enfermera y me delataría.
Eran casi las siete de la noche y mi turno había finalizado, debía descansar. Esa noche no pude conciliar el sueño y las dos horas
que logré dormir, en mis pesadillas me veía en un juicio rodeado de mucha gente acusándome de homicidio. Al día
siguiente, las enfermeras me recibieron
con la buena noticia de que Farah ya
respiraba por sí sola, y había recobrado su
conciencia. No dejaban de repetir una y otra vez que era un milagro.
Hoy, Farah trabaja con un grupo de jóvenes médicos,
atendiendo a migrantes sirios en medio
del fuego cruzado. Es una de las principales activistas de WAZA (World association
of zoos and aquariums). Una vez lo
supe comprendí mucho más el porqué de las condiciones.
Después de Farah, he utilizado el recurso con tres
pacientes, pero con resultados fallidos. Lo que me llevo a comprender que mi as
bajo la manga no me garantizará en el juego con la muerte volver a vencerla.
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