Adriana Yepes
San
Andrés de mi alma, inunda mis recuerdos de color, brisa y nostalgia. La Isla huele a humedad salobre y a mar, desde la
pista de aterrizaje.
Sí, a ese San Andrés evoco, al que llevo tatuado en mis
recuerdos. Al mismo en el cual rezábamos en la gruta de la virgen del Colegio
Sagrada Familia, para que nos fuera bien en los exámenes, aunque nunca le
pedíamos por nuestra Isla mágica y colorida porque la creímos eternamente sana
y tibia, inagotable en todo su esplendor y mágica belleza. ¡Cuán equivocados
estábamos!
Recuerdo cuando recorrí la isla en bicicleta no solo de paseo
si no también con el propósito de recaudar fondos para llevar a cabo la
construcción del nuevo hospital de concreto, que hoy no es más que el viejo
hospital; el mismo donde pasé tantas noches en vela y en el cual la gente se
enfermaba de vieja o se accidentaba en moto, nunca por violencia o desenfreno.
Escribo al que llevo aquí en mi alma, porque entre recuerdo y
recuerdo y al son de las palabras lo acaricio y envuelvo en el pequeño rincón
de mis afectos. La Isla donde tantas veces jugué escondite, me disfracé de
gitana o de princesa, y jugué a ser campeona de patinaje en el andén del frente
de mi casa, envuelta en olor a pan isleño de la panadería Marta, que amasaba de
coco y de nostalgias; quizás el mismo ingrediente del pan piña de La Bombonier
que brillaba por el azúcar que cubría su superficie, como está cubierta mi
niñez y mi pasado, sazonados de secretos isleños, los mismos que envuelven las
tardes de rondón, plantintát, janikiek , empanadas de cangrejo, pie de limón y
de coco de la Loma, bolitas de domplín
con nuez moscada.
El mismo San Andrés que me entregó mis mejores caracoles,
donde con inconfundible fe escuchaba el
mar en sus suaves curvaturas, porque lloraban de tristeza al ser extraídos del fondo del mar de los colores. Los mejores los
encontré en el muelle y en la Casa de la Cultura; también me regalaban
conchitas multicolores, que se convertían mágicamente en uñas y me permitían
sentirme grande al instante. Juegos tan
simples y dulces que envuelven de nostalgia los múltiples recuerdos de
mi niñez.
De igual forma, me
sentía cantante cuando los domingos interpretaba en el teatro Hollywood la inconfundible
canción “ Soy Rebelde”, la cual era emitida por Radio Morgan en vivo y en
directo, sin tener en cuenta mis desafinada voz.
Cierro mis ojos y aún tengo grabado en mi memoria los mejores
atardeceres en San Luis y South End, y la
espera con paciencia hasta el final de la tarde y el anochecer, por el simple
placer de ver cruzar la calle a infinidad de cangrejas hacia la playa para desovar
y volver a inundar de vida nuestra amada Isla.
Como no recordar el misterioso embrujo del agua de Rack Hole,
que quien la bebe se queda en la Isla por siempre y aunque no estoy allá contigo, tu
si estás dentro de mí y para siempre.
San Andrés de mi nostalgia que me regaló mi primer novio de
infancia, al que sin mayor complique cambié por un paraguas. El San Andrés de
mis afectos y mis recuerdos al que llevo
en mi alma, al que añoro. Crecimos blancos del interior del país, árabes y
negros, hablando patois y hoy denominado creole, sumado al español, que nos
unía sin distingos de colores porque amábamos el mismo lugar y lo sentíamos
nuestro; es el que recuerdo, lo viví y amaré por siempre aquí adentro, no el de
ahora que no me pertenece ni tiene dueño.
El San Andrés que encuentro hoy está lleno de problemas y sin
sabores, porque se han dedicado a saquear su belleza y sus recursos, dejando
dolor y descontento. El que hay ahora no es de nadie, mucho menos el de mis
afectos, es de mi nostalgia y añoranza, porque el San Andrés que amo se ha ido cada
vez más lejos sin retorno y sin rumbo fijo.
Espero algún día volver
a divisarte en la serenidad de tus colores y tu gente, mi gente, y detener la mirada y encontrarte en lo que eras.
Si pudiera devolver el tiempo, sin duda, te dejaría como eras en la época
en que nos conocimos y te me metiste al alma, mi San Andrés.
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