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lunes, 12 de agosto de 2019

Crónica de un pacto






Alejandro Muñoz Gutiérrez


Ancisar Cuello Blanco, un escritor mítico de cierta edad que camina las calles frías y mojadas de Bogotá durante las tardes, en medio de un invierno que ya lleva tres años sobre la capital. Todavía  observa el ocaso y el alba entre la llovizna gris y las nubes manchadas por entre las que se filtra con dificultad la luz del mismo débil sol que aparece en el apocalipsis de una hermosa instantánea.
Lo abordé como cronista, después de un año de búsqueda, para saber su historia, la de un novelista que se deshace estando en lo mejor de su carrera, seis novelas publicadas, todas premiadas y traducidas. Lo encuentro con el semblante encogido por el viento, la borrasca apenas nos deja hablar, acompaño sus pasos y su mirada pesada se cierra en mí. Lo invito a un trago y entonces me conduce a la trastienda de la Librería Hernández.  
                
—Quien quiera que usted sea, no le conviene conocer mi historia, mire cómo ando, apenas tengo donde caerme muerto.
Le ofrezco un cigarrillo, lo acepta y saca de su gabardina un mechero de oro, al clic sale una llamarada robusta, da una  larga y profunda inhalada y expulsando el humo por entre los labios apretados, murmura.
— ¡Hagámosle, qué hijueputa! 
   ¿Es verdad lo del pacto Ancisar?
Hice la pregunta con la seguridad de que cambiaría de parecer y me mandaría al carajo. En un silencio eterno me dejó ver cómo me observaba con expresión irónicamente contrariada. Arrojó el cigarrillo, abrió la puerta de la trastienda para ver, quién ha llegado y de modo natural dice:
—¡Pero claro que fue cierto, pelao!
Sale a la librería, camino detrás por entre estantes infinitos de libros que Ancisar va rozando con los dedos. Me cuenta de una imagen que lo persigue todavía, la del escritor que ya no puede escribir, la ridiculez del oficio. No sabés cuánto me embarga. Tenía dedos amarillos de fumador y unas largas uñas de guitarrista. Seguíamos caminando mientras contaba su historia y los estantes no terminaban. Al final del pasillo apareció una ventana cubierta de vapor a través del cual se trasluce un gris venenoso y sucio como el cielo bogotano.
   ¡Qué  fiasco tan grande el mío, no joda! Un escritor que no escribe. Y podría no ser lo peor.
Se detiene junto a la ventana y saca de la gabardina  la cajetilla, me ofrece, prende con el mismo mechero de oro y dice que el encuentro ha terminado. Nos despedimos y él desaparece entre las filas de estantes, tal como si hubiera sido una aparición. Me dejó un sabor paranoide y yo sin saber cómo salir del laberinto de la Hernández. Lo último que dijo fue, véame mañana aquí.

Caminé largo rato por la carrera séptima de vuelta al hostal donde pernoctaba  con la sensación de no haberle creído, había en él algo de personaje, si fue cierto lo del pacto, ¡sería increíble, es increíble! Me pareció que se sobreactuaba. Apenas recosté la cabeza caí en un profundo sueño.
Me levanto ansioso, voy a volverlo a ver. Llego a la librería media hora antes, tengo el tiempo para curiosear los libros. Me distraigo viendo una sección innombrable de libros de ocultismo  y presiento que alguien a quien no he visto, ni veo, se hace junto a mí. Solo entonces la observo como una aparición completamente real. Me tiende la mano, se la siento tibia y acogedora, y dice que viene por Ancisar.   El acento es el de una voz extranjera. Es rubia auténtica y dijo que se llamaba Memphis, una editora interesada en los inéditos de  Ancisar.  Mirá, el asunto es que Ancisar está crítico, tan solo, tan sin alguien, que he tenido que hacerme cargo, ayer después de que salió de aquí, de hablar con vos, tuvo un colapso pulmonar. Se abrió su temporada de enfisema, su ensayo de muerte, no sabés lo que es.  Lo he internado. No te preocupés por lo tuyo, quedemos en contacto y yo te cuento, para que hablés con él. Me encantó, tenía una belleza rarísima, una mezcla de nórdica con latina, fría y dulce, me agitó el corazón ese ser tan extraño.

Fui directo al aeropuerto y tomé el primer vuelo a Cali. La nave tenía  muchos puestos libres,  nos informaron que podíamos seleccionar  silla, me hice en las últimas,  cerca de la estación de azafatas, junto a la ventana. Un minuto después Ancisar con gabardina a lo Bogart,  gafas y sombrero, se sentó junto a mí y murmurando, sin mirarme, dijo: no digás nada, voy adelante, actuá con calma, nos están siguiendo, pero dejame todo a mí, que no nos vean más juntos. Una vez llegués, andate al terminal  del tren rápido y te comprás un tiquet a Buenaventura. Te subís al vagón Colombia y ahí te encuentro. Y se fue de súbito a hacerse  adelante.
         Desde el tren observamos los corteros boleando pacora, en senderos infinitos de una plantación cuyas hojas son cuchillas. La caña la  apilan a un costado para que los vagones tirados por tractores eléctricos vengan a levantarla.  
Viajábamos en un súper tren, la línea de alta velocidad al puerto, 275 kilómetros por hora en promedio, completamente eléctrico. En cinco minutos estuvimos en Yumbo,  donde la nieve caía suave mezclándose con las fumarolas grises de las fábricas,  un smog denso e irritante se pegó al tren. Fue mejor que no se hubiera detenido, la contaminación era tan alta que había erosionado el clima.
Trepamos por entre el gran cañón del Dagua. El tren hace una parada en la estación de Loboguerrero. Cuando llegamos la incierta luz de la luna oblicua alarga las sombras.  Ancisar dice que va a contar la historia  aunque al hacerlo parece otro el que contara. Bajan y suben pasajeros  y miles de buses se desplazan por el viaducto iluminado de neón  que avanza por entre túneles de arquitectura futurista. Ancisar, que había hecho una pausa, continuó, pensar que estos túneles eran montaña maciza, roca viva. La historia no comienza aquí, pero no se entendería, sin lo que sucedió aquí en Loboguerrero. Lo pasé con un trago de aguardiente de la cantimplora de Ancisar, su único equipaje. Es lo que traigo cuando vengo a la costa. “…llevaba cuatro meses infiltrado en la construcción de los túneles, la comunidad se divertía con las chirimías y se iba de fiesta a Zaragoza. Me había disfrazado de topógrafo. Las obras duraron 34 años en terminarse. Iba tras la imagen de un ser que camina la carretera, solo camina, nunca llega, habíamos bebido mucho viche, fui con ellos a la verbena de tambores, pero en un momento, ebrio, me aparté y fui a la carretera y a poco de andar lo vi, avanzaba a saltos  y por momentos en cuatro patas, otras veces como si fuera competidor de marcha ligera, con solo un trapo viejo que le cubría las noblezas, un halo dorado lo envolvía, igual que a los santos en las pinturas, como si así fuera desde el principio de los tiempos”. Otro trago, pelao. “Lo seguí por el camino de hierba que desciende a la quebrada del Perico, había ido por la imagen y ahora la seguía, algo muy importante en la historia. Fui detrás de él en el curso de la corriente entre las rocas, en un zigzag endiablado, saltaba de orilla a orilla, lo vi peinar las aguas en un deslizamiento de terciopelo como el de una libélula. Llegamos a los rápidos y ya no pude seguirlo, intenté salir pero la corriente no me dio tiempo, precipitándome a un rio que no sé dónde desemboca, de alguna manera logré aferrarme a la orilla y acomodarme en los socavones, tomar aire, descansar, me sentía contrariado, asustado, entonces me encuevé hasta perder el conocimiento, no sé por cuanto tiempo. Cuando abro los ojos  me veo enterrado, con la sola cabeza afuera, pensé en el escorpión de un film. Escucho el sonido de una retroexcavadora que se acerca, no hay luz, estoy en el playón de cascajo de la garganta oscura de un rio que me trajo desde los socavones donde se remueven los sedimentos. La máquina se acerca, una mole oscura levanta su brazo depredador,  sigue, hace temblar la tierra, las orugas trituran cualquier cosa sobre las que pasan, no parece que nada vaya a detenerla, viene directo a mí y va tomar mi cabeza y la va a chutar con su garra metálica, muy alto”. No me preguntés cómo salí de esa… aparecí en la casa de los bateadores, ellos me introdujeron en una tina llena de agua y me dejaron ahí por un par de horas, al cabo de las cuales vaciaron el agua y cuando escurrió toda, quedó el sedimento de polvo que se había adherido a mi cuerpo. Lo recogieron y me lo entregaron, casi un kilo, y dijeron, es suyo, lléveselo, no lo queremos aquí. No me jodás Ancisar, vos hablás mucha mierda. Sos un embaucador, un novelista. No terminás de salir de la narración en que has convertido tu vida, nada en ella es creíble, nada es consistente, entendeme, y él sin inmutarse abrió la cantimplora y sirvió otros dos tragos, pasó el suyo con sed y volvió a servirse. Y comenzó otro monólogo a propósito de las fiestas de Zaragoza, cuando todavía eran fiestas. 
Y mucho más tarde, cuando cayó en cuenta que el aguardiente se nos iba a terminar, contó que había salido otra vez a la carretera y había conseguido subirse a un autobús al puerto. ¿Y qué coños hiciste con el oro Ancisar? Pensaba pagar las deudas que me estaban mordiendo los dedos y dejar algo para cubrirme un año, y terminar la novela. Pero llegué al puerto, iba sediento, adolorido y con ganas de un trago y un cariño, después de un mes de rumba, no quedaba nada del oro, así que me tiré a la calle, me ensucié, me metí a la hoya y duré un par de meses entre mataderos y basureros, hasta que Memphis me rescató.  Me llevó al centro médico, me alimentó y me instaló en el hotel Estación, a donde llegué bañado y limpio. Te vas a sentar y no te vas a levantar hasta que no terminés la novela, me dijo. Se fue tres o cuatro días después y no regresó hasta cuando tres meses después me comuniqué con ella para decirle que había terminado. Reescribí toda la primera parte hecha un par de años atrás y revisé mil veces la segunda y la tercera.

Regresamos  a Bogotá y fuimos al correo a enviar el original al editor en New Orleans con quien ella había negociado los derechos de, traducción y publicación para los Estados Unidos.
Cuando el paquete llegó a las oficinas de Picayun y el editor abrió el sobre que contenía el original mecanografiado, encontró que la novela que le habíamos enviado, no era mi novela, era una novela extensa dibujada por niños pequeños, con tachones, enmendaduras e insultos. Jamás volví a escribir. ¿Ahora entendés, por qué tenía que contarte lo del río? ¿Entendés por qué los bateadores no querían el oro? Nos estamos acercando al puerto, Ancisar se agita, se levanta, dice que el aguardiente se acabó, suda, abre la puerta de la litera y mira en ambas direcciones. Su repentino desespero  me fastidia, me acerco y le pregunto qué carajos le está pasando, pero no puede explicar nada, me da la apariencia de un animal asustado por algo que anticipa.
Se separa abruptamente de mis brazos y desencajado dice: la parte de la historia que falta no te va a gustar, porque tiene que ver con vos. Después de un silencio, mientras llegamos a la plataforma, Ancisar vuelve a lamentarse que se nos haya acabado el aguardiente y antes de que el tren se detenga, se acerca y con rapidez felina muerde mi oreja y salta del vagón.
—¡Ya vienen por mí, voy a pagar mi deuda, mucho cuidado con lo que vas a escribir de mí!
Corrió por toda la estación gritando cosas sin sentido, como retazos de una narración enloquecida, la gente se retiró y lo miró con espanto, estaba tan salido de sí, que daba miedo, y entre más aumentaba el tumulto, más delirante parecía Ancisar. Se detuvo cerca  a la salida y  vociferó: noche nutricia y magnética noche de vientos astrales de grandes astros solitarios…yo Zoroastro, yo Zaratustra…
         Me alejé del tumulto. Llegó la policía, Ancisar gritaba: “Noche Callada que me Guiña… Noche Loca y Desnuda que me Busca...“. Hasta que un solo bolillazo bien puesto, lo calló. Entre dos hombres lo tomaron de piernas y brazos y se lo llevaron, gotas de sangre escurrían de su cabeza. Como pude me escabullí de la estación.
Dos cuadras más allá Memphis salió de la nada. No parecía estar esperándome, ¡me esperaba!, se acercó con una sonrisa leonardina y me besó, luego dijo, ¡déjalo, esta frito!  Ya no podemos hacer nada por él. Me llamó con el apodo que me dieron en la escuela primaria. Nos abrazamos y alejándonos de la estación fuimos metiéndonos  en calles llenas de música, un festival donde celebraban la gracia de la etnia, ríos de ron y viche surtían los gaznates, los cuerpos tocándose se tomaban las calles mojadas del puerto. ¡Está reloco!  Del hospital debería salir para el siquiátrico, es una amenaza. ¿Has hecho las notas? Sé que todo ha sido muy rápido, pero ahí ya está  tu crónica, comienza a escribir, mi amor, a ver si haciendo las cosas de manera pulcra y limpia puedes recuperar tu prestigio. No quiero que te pase lo de Ancisar, habría sido el novelista de su generación, pero se lo ganó la pernicia, se ensució y no pudo seguir, se lo tragó la ociosidad. El encuentro, según dijiste, después de un año de estar buscándolo, fue por azar ¿recordás? En la calle novena, en medio de una ventisca, gritándole lo invitaste a un trago. Hay algo que necesito saber, qué pasó con el manuscrito. Ancisar es  mentiroso nato, por eso pudo ser novelista,  impostor, más tarde me culpó, porque según dijo, yo en un momento, reemplacé la novela por los garabatos que llegaron al editor. Lo dió por hecho. ¿Y si no fue así, cómo llegaron los garabatos? Él mismo los puso, reemplazó su novela. Una semana más tarde encontré el original en su habitación.
Memphis y yo entramos al Cosmos 21 y nos fuimos a la cama. Desde el balcón se veían lindos icebergs que se deslizaban delicadamente por la superficie quieta de la bahía. Oscuros copos de nieve danzaban en el aire.
Dijo que tenía que regresar a Bogotá, que creía en mí, me dejó una de sus tarjetas de crédito y agregó, mañana cuando me vaya, comenzarás a escribir tu crónica, no quiero que salgás de aquí hasta que  hayás terminado. Debés saber que ya la vendí.
Una vez se fue,  hice lo más corrupto que pude, me encerré a beber con dos mulatas mayúsculas. Y cuando nos aburríamos nos hacíamos llevar por el puerto en un carro de alquiler.
Memphis vestida de verde y con el pelo más rubio regresó sin previo aviso.
 Dos días antes me había cambiado de hotel, a uno donde pudiera escribir la historia de Ancisar Cuello Blanco. Le había dejado una nota diciéndole dónde me encontraba. Así que cuando llegó me encontró escribiendo.  Abrazándonos con fuerza sentí en la boca de Memphis arena y en ella enterrado un reloj de cristal zafiro que terminó estando puesto en la parte más alta de una vitrina de un anticuario cercano al malecón.  Tengo el consuelo de ver el mar, algunas veces al derecho y otras al revés. Alcanzo a escuchar un radio mal sintonizado, cae la nieve, nubes rosadas van en dulce tropel.
Lo último que hace todas las noches antes de salir es voltear el reloj de arena y apagar la radio. Luego prende el aviso, Memphis & Tofles,  y deja que caiga la reja.


1 comentario:

  1. Recrear el imaginario, el suspenso, la creatividad, las costumbres y vivencias de personajes míticos con capacidad de sentir y vivir.

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