Alejandro Muñoz Gutiérrez
Ancisar Cuello Blanco, un escritor mítico de cierta edad que camina las
calles frías y mojadas de Bogotá durante las tardes, en medio de un invierno que
ya lleva tres años sobre la capital. Todavía observa el ocaso y el alba entre la llovizna gris
y las nubes manchadas por entre las que se filtra con dificultad la luz del
mismo débil sol que aparece en el apocalipsis de una hermosa instantánea.
Lo abordé como cronista, después de un año de búsqueda, para saber su
historia, la de un novelista que se deshace estando en lo mejor de su carrera,
seis novelas publicadas, todas premiadas y traducidas. Lo encuentro con el
semblante encogido por el viento, la borrasca apenas nos deja hablar, acompaño
sus pasos y su mirada pesada se cierra en mí. Lo invito a un trago y entonces
me conduce a la trastienda de la Librería Hernández.
—Quien quiera que usted sea, no le conviene conocer mi historia, mire cómo
ando, apenas tengo donde caerme muerto.
Le ofrezco un cigarrillo, lo acepta y saca de su gabardina un mechero de
oro, al clic sale una llamarada robusta, da una larga y profunda inhalada y expulsando el humo
por entre los labios apretados, murmura.
— ¡Hagámosle, qué hijueputa!
—
¿Es verdad lo del pacto Ancisar?
Hice la pregunta con la seguridad de que cambiaría de parecer y me
mandaría al carajo. En un silencio eterno me dejó ver cómo me observaba con
expresión irónicamente contrariada. Arrojó el cigarrillo, abrió la puerta de la
trastienda para ver, quién ha llegado y de modo natural dice:
—¡Pero claro que fue cierto, pelao!
Sale a la librería, camino detrás por entre estantes infinitos de libros
que Ancisar va rozando con los dedos. Me cuenta de una imagen que lo persigue todavía,
la del escritor que ya no puede escribir, la ridiculez del oficio. No sabés
cuánto me embarga. Tenía dedos amarillos de fumador y unas largas uñas de
guitarrista. Seguíamos caminando mientras contaba su historia y los estantes no
terminaban. Al final del pasillo apareció una ventana cubierta de vapor a
través del cual se trasluce un gris venenoso y sucio como el cielo bogotano.
—
¡Qué fiasco tan
grande el mío, no joda! Un escritor que no escribe. Y podría no ser lo peor.
Se detiene junto a la ventana y saca de la gabardina la cajetilla, me ofrece, prende con el mismo
mechero de oro y dice que el encuentro ha terminado. Nos despedimos y él
desaparece entre las filas de estantes, tal como si hubiera sido una aparición.
Me dejó un sabor paranoide y yo sin saber cómo salir del laberinto de la
Hernández. Lo último que dijo fue, véame mañana aquí.
Caminé largo rato por la carrera séptima de vuelta al hostal donde
pernoctaba con la sensación de no
haberle creído, había en él algo de personaje, si fue cierto lo del pacto, ¡sería
increíble, es increíble! Me pareció que se sobreactuaba. Apenas recosté la
cabeza caí en un profundo sueño.
Me levanto ansioso, voy a volverlo a ver. Llego a la librería media hora
antes, tengo el tiempo para curiosear los libros. Me distraigo viendo una
sección innombrable de libros de ocultismo
y presiento que alguien a quien no he visto, ni veo, se hace junto a mí.
Solo entonces la observo como una aparición completamente real. Me tiende la
mano, se la siento tibia y acogedora, y dice que viene por Ancisar. El acento es el de una voz extranjera. Es
rubia auténtica y dijo que se llamaba Memphis, una editora interesada en los
inéditos de Ancisar. Mirá, el asunto es que Ancisar está crítico,
tan solo, tan sin alguien, que he tenido que hacerme cargo, ayer después de que
salió de aquí, de hablar con vos, tuvo un colapso pulmonar. Se abrió su temporada
de enfisema, su ensayo de muerte, no sabés lo que es. Lo he internado. No te preocupés por lo tuyo,
quedemos en contacto y yo te cuento, para que hablés con él. Me encantó, tenía
una belleza rarísima, una mezcla de nórdica con latina, fría y dulce, me agitó
el corazón ese ser tan extraño.
Fui directo al aeropuerto y tomé el primer vuelo a Cali. La nave tenía muchos puestos libres, nos informaron que podíamos seleccionar silla, me hice en las últimas, cerca de la estación de azafatas, junto a la
ventana. Un minuto después Ancisar con gabardina a lo Bogart, gafas y sombrero, se sentó junto a mí y
murmurando, sin mirarme, dijo: no digás nada, voy adelante, actuá con calma,
nos están siguiendo, pero dejame todo a mí, que no nos vean más juntos. Una vez
llegués, andate al terminal del tren
rápido y te comprás un tiquet a Buenaventura. Te subís al vagón Colombia y ahí
te encuentro. Y se fue de súbito a hacerse
adelante.
Desde el tren observamos los corteros boleando
pacora, en senderos infinitos de una plantación cuyas hojas son cuchillas. La
caña la apilan a un costado para que los
vagones tirados por tractores eléctricos vengan a levantarla.
Viajábamos en un súper tren, la línea de alta velocidad al puerto, 275
kilómetros por hora en promedio, completamente eléctrico. En cinco minutos
estuvimos en Yumbo, donde la nieve caía
suave mezclándose con las fumarolas grises de las fábricas, un smog denso e irritante se pegó al tren. Fue
mejor que no se hubiera detenido, la contaminación era tan alta que había
erosionado el clima.
Trepamos por entre el gran cañón del Dagua. El tren hace una parada en
la estación de Loboguerrero. Cuando llegamos la incierta luz de la luna oblicua
alarga las sombras. Ancisar dice que va
a contar la historia aunque al hacerlo parece
otro el que contara. Bajan y suben pasajeros y miles de buses se desplazan por el viaducto
iluminado de neón que avanza por entre túneles
de arquitectura futurista. Ancisar, que había hecho una pausa, continuó, pensar
que estos túneles eran montaña maciza, roca viva. La historia no comienza aquí,
pero no se entendería, sin lo que sucedió aquí en Loboguerrero. Lo pasé con un
trago de aguardiente de la cantimplora de Ancisar, su único equipaje. Es lo que
traigo cuando vengo a la costa. “…llevaba cuatro meses infiltrado en la
construcción de los túneles, la comunidad se divertía con las chirimías y se iba
de fiesta a Zaragoza. Me había disfrazado de topógrafo. Las obras duraron 34
años en terminarse. Iba tras la imagen de un ser que camina la carretera, solo
camina, nunca llega, habíamos bebido mucho viche, fui con ellos a la verbena de
tambores, pero en un momento, ebrio, me aparté y fui a la carretera y a poco de
andar lo vi, avanzaba a saltos y por
momentos en cuatro patas, otras veces como si fuera competidor de marcha
ligera, con solo un trapo viejo que le cubría las noblezas, un halo dorado lo
envolvía, igual que a los santos en las pinturas, como si así fuera desde el principio
de los tiempos”. Otro trago, pelao. “Lo seguí por el camino de hierba que desciende
a la quebrada del Perico, había ido por la imagen y ahora la seguía, algo muy importante
en la historia. Fui detrás de él en el curso de la corriente entre las rocas,
en un zigzag endiablado, saltaba de orilla a orilla, lo vi peinar las aguas en
un deslizamiento de terciopelo como el de una libélula. Llegamos a los rápidos
y ya no pude seguirlo, intenté salir pero la corriente no me dio tiempo,
precipitándome a un rio que no sé dónde desemboca, de alguna manera logré
aferrarme a la orilla y acomodarme en los socavones, tomar aire, descansar, me
sentía contrariado, asustado, entonces me encuevé hasta perder el conocimiento,
no sé por cuanto tiempo. Cuando abro los ojos
me veo enterrado, con la sola cabeza afuera, pensé en el escorpión de un
film. Escucho el sonido de una retroexcavadora que se acerca, no hay luz, estoy
en el playón de cascajo de la garganta oscura de un rio que me trajo desde los socavones
donde se remueven los sedimentos. La máquina se acerca, una mole oscura levanta
su brazo depredador, sigue, hace temblar
la tierra, las orugas trituran cualquier cosa sobre las que pasan, no parece
que nada vaya a detenerla, viene directo a mí y va tomar mi cabeza y la va a
chutar con su garra metálica, muy alto”. No me preguntés cómo salí de esa…
aparecí en la casa de los bateadores, ellos me introdujeron en una tina llena
de agua y me dejaron ahí por un par de horas, al cabo de las cuales vaciaron el
agua y cuando escurrió toda, quedó el sedimento de polvo que se había adherido
a mi cuerpo. Lo recogieron y me lo entregaron, casi un kilo, y dijeron, es
suyo, lléveselo, no lo queremos aquí. No me jodás Ancisar, vos hablás mucha
mierda. Sos un embaucador, un novelista. No terminás de salir de la narración en
que has convertido tu vida, nada en ella es creíble, nada es consistente,
entendeme, y él sin inmutarse abrió la cantimplora y sirvió otros dos tragos,
pasó el suyo con sed y volvió a servirse. Y comenzó otro monólogo a propósito
de las fiestas de Zaragoza, cuando todavía eran fiestas.
Y mucho más tarde, cuando cayó en cuenta que el aguardiente se nos iba a
terminar, contó que había salido otra vez a la carretera y había conseguido
subirse a un autobús al puerto. ¿Y qué coños hiciste con el oro Ancisar? Pensaba
pagar las deudas que me estaban mordiendo los dedos y dejar algo para cubrirme
un año, y terminar la novela. Pero llegué al puerto, iba sediento, adolorido y
con ganas de un trago y un cariño, después de un mes de rumba, no quedaba nada
del oro, así que me tiré a la calle, me ensucié, me metí a la hoya y duré un
par de meses entre mataderos y basureros, hasta que Memphis me rescató. Me llevó al centro médico, me alimentó y me
instaló en el hotel Estación, a donde llegué bañado y limpio. Te vas a sentar y
no te vas a levantar hasta que no terminés la novela, me dijo. Se fue tres o
cuatro días después y no regresó hasta cuando tres meses después me comuniqué
con ella para decirle que había terminado. Reescribí toda la primera parte
hecha un par de años atrás y revisé mil veces la segunda y la tercera.
Regresamos a Bogotá y fuimos al
correo a enviar el original al editor en New Orleans con quien ella había
negociado los derechos de, traducción y publicación para los Estados Unidos.
Cuando el paquete llegó a las oficinas de Picayun y el editor abrió el
sobre que contenía el original mecanografiado, encontró que la novela que le
habíamos enviado, no era mi novela, era una novela extensa dibujada por niños
pequeños, con tachones, enmendaduras e insultos. Jamás volví a escribir. ¿Ahora
entendés, por qué tenía que contarte lo del río? ¿Entendés por qué los
bateadores no querían el oro? Nos estamos acercando al puerto, Ancisar se agita,
se levanta, dice que el aguardiente se acabó, suda, abre la puerta de la litera
y mira en ambas direcciones. Su repentino desespero me fastidia, me acerco y le pregunto qué
carajos le está pasando, pero no puede explicar nada, me da la apariencia de un
animal asustado por algo que anticipa.
Se separa abruptamente de mis brazos y desencajado dice: la parte de la
historia que falta no te va a gustar, porque tiene que ver con vos. Después de
un silencio, mientras llegamos a la plataforma, Ancisar vuelve a lamentarse que
se nos haya acabado el aguardiente y antes de que el tren se detenga, se acerca
y con rapidez felina muerde mi oreja y salta del vagón.
—¡Ya vienen por mí, voy a pagar mi deuda, mucho cuidado con lo que vas a
escribir de mí!
Corrió por toda la estación gritando cosas sin sentido, como retazos de
una narración enloquecida, la gente se retiró y lo miró con espanto, estaba tan
salido de sí, que daba miedo, y entre más aumentaba el tumulto, más delirante
parecía Ancisar. Se detuvo cerca a la
salida y vociferó: noche nutricia y magnética
noche de vientos astrales de grandes astros solitarios…yo Zoroastro, yo Zaratustra…
Me alejé del tumulto. Llegó la policía, Ancisar
gritaba: “Noche Callada que me Guiña… Noche Loca y Desnuda que me Busca...“. Hasta
que un solo bolillazo bien puesto, lo calló. Entre dos hombres lo tomaron de
piernas y brazos y se lo llevaron, gotas de sangre escurrían de su cabeza. Como
pude me escabullí de la estación.
Dos cuadras más allá Memphis salió de la nada. No parecía estar esperándome,
¡me esperaba!, se acercó con una sonrisa leonardina y me besó, luego dijo, ¡déjalo,
esta frito! Ya no podemos hacer nada por
él. Me llamó con el apodo que me dieron en la escuela primaria. Nos abrazamos y
alejándonos de la estación fuimos metiéndonos
en calles llenas de música, un festival donde celebraban la gracia de la
etnia, ríos de ron y viche surtían los gaznates, los cuerpos tocándose se tomaban
las calles mojadas del puerto. ¡Está reloco!
Del hospital debería salir para el siquiátrico, es una amenaza. ¿Has
hecho las notas? Sé que todo ha sido muy rápido, pero ahí ya está tu crónica, comienza a escribir, mi amor, a
ver si haciendo las cosas de manera pulcra y limpia puedes recuperar tu prestigio.
No quiero que te pase lo de Ancisar, habría sido el novelista de su generación,
pero se lo ganó la pernicia, se ensució y no pudo seguir, se lo tragó la
ociosidad. El encuentro, según dijiste, después de un año de estar buscándolo, fue
por azar ¿recordás? En la calle novena, en medio de una ventisca, gritándole lo
invitaste a un trago. Hay algo que necesito saber, qué pasó con el manuscrito.
Ancisar es mentiroso nato, por eso pudo
ser novelista, impostor, más tarde me
culpó, porque según dijo, yo en un momento, reemplacé la novela por los
garabatos que llegaron al editor. Lo dió por hecho. ¿Y si no fue así, cómo
llegaron los garabatos? Él mismo los puso, reemplazó su novela. Una semana más
tarde encontré el original en su habitación.
Memphis y yo entramos al Cosmos 21 y nos fuimos a la cama. Desde el
balcón se veían lindos icebergs que se deslizaban delicadamente por la
superficie quieta de la bahía. Oscuros copos de nieve danzaban en el aire.
Dijo que tenía que regresar a Bogotá, que creía en mí, me dejó una de sus
tarjetas de crédito y agregó, mañana cuando me vaya, comenzarás a escribir tu
crónica, no quiero que salgás de aquí hasta que
hayás terminado. Debés saber que ya la vendí.
Una vez se fue, hice lo más corrupto
que pude, me encerré a beber con dos mulatas mayúsculas. Y cuando nos
aburríamos nos hacíamos llevar por el puerto en un carro de alquiler.
Memphis vestida de verde y con el pelo más rubio regresó sin previo
aviso.
Dos días antes me había cambiado
de hotel, a uno donde pudiera escribir la historia de Ancisar Cuello Blanco. Le
había dejado una nota diciéndole dónde me encontraba. Así que cuando llegó me
encontró escribiendo. Abrazándonos con
fuerza sentí en la boca de Memphis arena y en ella enterrado un reloj de
cristal zafiro que terminó estando puesto en la parte más alta de una vitrina de
un anticuario cercano al malecón. Tengo
el consuelo de ver el mar, algunas veces al derecho y otras al revés. Alcanzo a
escuchar un radio mal sintonizado, cae la nieve, nubes rosadas van en dulce tropel.
Lo último que hace todas las noches antes de salir es voltear el reloj
de arena y apagar la radio. Luego prende el aviso, Memphis & Tofles, y deja
que caiga la reja.
Recrear el imaginario, el suspenso, la creatividad, las costumbres y vivencias de personajes míticos con capacidad de sentir y vivir.
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