Eduardo Toro G.
(Con receta culinaria incluida)
Devoción Hurtado, alias “la Chucha”, hizo durante toda su vida lo único que sabía hacer: robar gallinas en los solares vecinos. Con el producido de su muy noble oficio, levantó a sus dos hijos quienes, formados bajo tal ejemplo. refinaron la práctica de colarse en las horas de la noche en los gallineros ajenos, sin alertar a los perros ni alborotar a las aves. Nadie en el vecindario los llamaba por su nombre, simplemente los nombraban con el alias de “las comadrejas”.
Los propietarios de gallinas reforzaron los cercos de sus
solares; pusieron doble cerradura a los dormitorios de las aves y se hicieron a
una raza de perros grandes y bravos que tenían la virtud de dormir durante todo
el día y rondar sin descanso durante la noche. También apertrechaban sus
escopetas y se acostaban abrazados a ellas.
Un día domingo se levantó Ruperto Gavilán. alzó los brazos al
cielo dando gracias por encontrar todo en aparente y perfecto orden, los perros,
después de su faena nocturna. dormían tranquilos en el corredor; fue al
encierro de las gallinas y retiró los tres candados que lo protegían y empezó
el ritual del conteo de picos. Contó hasta veintitrés, faltaban dos, estaba tan
familiarizado con sus animales que pronto se dio cuenta de que faltaban
precisamente las más grandes y gordas: la saraviada piquiblanca y la cocotera
negra.
La astucia de “las comadrejas” había burlado todo el
entramado de seguridad que montó Don Ruperto para salvaguardar su gallinero.
Nunca se encontró rastro ni agujero alguno que evidenciara o diera pistas sobre
el extraño sistema del robo. Mucho tiempo después se conoció que “las
comadrejas” volvieron al viejo sistema de la pesca milagrosa, que consistía en
poner como señuelo un grano de maíz cocido en un anzuelo sardinero y lanzarlo
al patio de las gallinas por encima de las tapias. Fue así somo Don Ruperto
supo que la saraviada piquiblanca y la cocotera negra, no durmieron la última
noche en el gallinero.
El triunfo del
mal sobre el bien había que celebrarlo de alguna manera. Entonces “la chucha” y sus hijos invitaron a
sus amigos y compinches a un paseo de olla. A eso de las diez de la mañana ya estaban
instalados a orillas de un remanso del rio Cocorocó y se asignaron funciones.
Se armó un fogón de tres piedras grandes; se amontonó leña y se montó la olla
más grande con agua para pelar y lavar las gallinas: se despescuezaron y se
despresaron y, puestas en la olla con suficiente agua, se aliñaron con azafrán
de raíz, comino entero, cebolla larga picada, un manojo de cimarrón, sal y ají
picante al gusto, el cilantro picado se añadiría al punto de servirlo. El
plátano, ojalá viche, en picado de uña, o en trozos grandes si se prefiere;
mazorca bogotana troceada; la yuca chirosa quindiana y mucho cuidado con
echarle papa, porque se tiran el sancochito. Eran las instrucciones de Devoción
Hurtado, alias “La chucha” experta en sancochos de gallina robada.
Cuando se retiraba la olla un poco del fuego y se
agregaba el bendito cilantro picado soltando sus jugos y sus aromas tentadoras,
hizo presencia Don Ruperto Gavilán, escopeta en mano acompañado por su mujer y
por cuatro amigos más, también armados con escopetas, Don Ruperto gritó:
quietos todos, un mal movimiento y se nos disparan estos aparatos que son tan
cismáticos. Revolcó con la punta del pie el plumero y dijo: vea pues hasta
donde vinieron a parar la piquiblanca y la cocotera y no por su gusto.
Don Ruperto y su mujer ensartaron la olla en una vara larga y se la echaron al hombro, en una especie de turega y bien custodiados por sus amigos escopeteros. Desde el alto les gritó: mis queridos comadrejas, después les cuento si el sancocho quedó a buen punto de sal. Quién iba a pensar que el destino de estas pobres gallinas iba a ser éste, dijo Don Ruperto, apesadumbrado. Ole Ruperto, de destino no cambiaron, solo cambiaron de olla, fue la sabia reflexión de su mujer.
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