Eduardo Toro G
Matías, un joven y apuesto hombre de negocios, se levantó aquella mañana del miércoles diez de marzo con la angustia dibujada en su rostro. Completaba dos semanas sin conciliar el sueño y, con el apetito perdido, escasamente pasaba dos o tres sorbos de agua. Su corazón palpitaba acelerado, estaba al borde de un colapso.
La última llamada extorsiva, de las veintitrés recibidas en las dos últimas semanas, sucedió en la noche del día anterior. A manera de ultimátum le advertía la voz amenazante de Víctor Molina, que al día siguiente, muy temprano, recibiría las señales precisas sobre la entrega de los doscientos millones de pesos exigidos. La precisión del lugar, hora y otras instrucciones que asegurarían al extorsionista el éxito de la operación.
El teléfono timbró justo a las seis de la mañana:
-Aló -respondió Matías, con voz vacilante-
-Escuche, imbécil, ponga toda su atención a lo que voy a decir.
-Oiga Víctor, ya es hora de que le baje el tonito al asunto, esta mañana me entregan el encargo y todo arreglado.
-Yo uso el tono que se me da la gana. A gallina que como usted solo cacarea no se les puede aflojar. Todos son una mierda.
-Le repito, con Margarita, solo tuve un corto romance y ella se alejó de mí cuando se relacionó con los “duros”.
-No me crea tan pendejo, ahora va a negar que fue usted quien la sapió
- Eso es lo que usted se ha inventado. Haga un esfuerzo imaginativo y verá todo con más claridad.
-No señor, esto es un ultimátum. Margarita, tiene plazo hasta esta noche para entregar los dos mil millones, de lo contrario ¡paila! hermano. Solo falta una cuota y es la suya.
-Ya, ya le dije que tengo el encargo, solo falta me diga como proceder y se acabó este problema, ¿estamos?
-Y cuidadito con dárselas de vivo, si nos avienta, nosotros los aventamos al hoyo, recuerde que usted y su familia están en la mira. Esta tarde a las dos váyase al restaurante “El Cucharón Dorado” en la avenida octava bis con diecinueve del barrio Granada. Busque en una mesa solitaria a una señora joven vestida de rojo. Hágale compañía y déjese invitar a un buen almuerzo. Deje al alcance de su mano el maletín con los doscientos millones en billetes de alta denominación. Acabado el almuerzo despídase gentilmente de la señora y retírese del lugar tranquilamente dejando el maletín en el sitio. Eso es todo, marica.
Margarita Molina, hermana de Víctor, agraciada modelo, había tenido un publicitado romance con Matías. La relación quedó trunca con los repetidos y sospechosos viajes de Margarita al exterior, oficiando como “mula” de una banda de narcotraficantes. En uno de sus viajes fue descubierta por las autoridades y puesta presa en el aeropuerto de Madrid, después de obligarla a expulsar casi dos kilos de heroína de alta pureza. Meses después fue deportada a Colombia y aquí fue sentenciada por los “patrones”: o respondía por los dos mil millones del valor de la mercancía perdida o la pagaba con su propia vida.
A las diez y treinta minutos salió del garaje en su automóvil. Finalmente Víctor había logrado intimidarlo. Estaba en trance de pánico y manejaba como un autómata. En el barrio El Centenario, hizo una parada de semáforo y vio cómo pasaba un cortejo fúnebre - pensó en la muerte y en lo cerca que la tenia-´ miró hacia el carro mortuorio y alcanzó a leer la cinta morada sobre la corona de rosas blancas: Margarita Molina.
. ¡La mataron! -se dijo- cuando me llamaron anoche ya la habían matado.
¡Son unos desalmados!
A las dos de la tarde entró al restaurante El Cucharón Dorado, y con paso seguro se dirigió a la mesa donde una agraciada mujer vestida de rojo, sorbía de una copa de vino. Saludó amable, tomó asiento y puso a su alcance el maletín. Tomó la carta y pidió una punta de anca y una cerveza.
Terminado el almuerzo, la mujer solicitó la cuenta. Matías, espléndido y galante, trató de cancelar, pero ella le dijo:
-Lo convenido es que yo pago.
Matías, sosegado, se inclinó y le dijo pausadamente:
-Gracias por el almuerzo. Dígale a Víctor que esta mañana acompañé hasta el cementerio el cadáver de Margarita; es una lástima que él no estuviera, que lamento que no la hubiera podido salvar… ¡Ah! y también dígale que de ahora en adelante puede seguir chantajeando a su puta madre.
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