Nubia Roldán B.
La conocí al día siguiente de haber empezado a trabajar en el hospital y no precisamente porque estuviera hospitalizada en el pabellón cirugía, donde yo iba a laborar, sino porque acostumbraba, todos los martes, después de ir a misa y desayunar, sentarse en uno de los muros, que bordeaban una hermosa jardinera, donde uno se podía deleitar, observando cada uno de los ejemplares de una hermosa colección de rosas, que había en la entrada, de este pabellón, donde esperaba a que llegaran las pacientes programadas para las pruebas, pre quirúrgicas, haciéndoles predicciones acerca de lo peligrosas que eran, tanto la cirugía como algunos de los exámenes preliminares a esta, por ejemplo la broncoscopia.
Era una mujer de mediana estatura; piel color canela; robusta, a pesar de la enfermedad que padecía; su rostro, ovalado, con ojos oscuros, no tenía ningún rasgo interesante. Su pelo, crespo y largo, siempre iba recogido en la parte de atrás. Digo que aparecía en las afueras del pabellón cirugía los martes, porque ese era el único día de la semana en que se practicaban los exámenes preoperatorios, y allí esperaban las pacientes mientras las mandaban entrar a la sala donde se les hacían los exámenes. Hablaba sin descanso. Era una verdadera tatacoa. Tan pronto llegaba la primera paciente, mientras la llamaban de la sala, ella aprovechaba para llenarle la cabeza de ideas negativas, luego hacia lo mismo con la segunda, y seguía así hasta llegar a la última. Por más que la hermana jefe del pabellón, el médico encargado de su tratamiento y todo el que la oía, la regañaran, no hacia caso.
Tres meses después, me toco ir a la oficina del servicio social, y me la encontré allí hablando con Emilia, la profesional encargada de esta. Tan pronto se fue, Emilia me contó que esta señora la tenía medio loca, pidiéndole le consiguiera una beca en la universidad, porque su hijo que se graduaba como bachiller ese mismo año, tenía unas notas excelentes y quería estudiar Ingeniería de Minas y petróleos. En este momento el sueño del joven era prácticamente un imposible; la madre tuberculosa, hospitalizada, con muy pocas probabilidades de curación, y una situación económica, desastrosa. El padre los había abandonado, casi desde que su hijo nació. El joven, vivía y estudiaba en Bello, en la casa de una tía que le colaboraba dándole la comida y la dormida, en un barrio tan humilde como su colegio, en el cual, desde el primer año, se hizo acreedor de una beca que conservó durante todo el bachillerato, ocupando siempre el primer puesto. La señora que era bien hablantinosa, se llenaba de orgullo cuando hablaba de su hijo, que para ella era el más inteligente del mundo.
Llegó noviembre y con él la graduación del joven Hernán Darío, que por supuesto le complicó la vida a Emilia. En vista de la insistencia de la madre, que diario iba a la oficina unas veces a suplicarle y otras a exigirle, que hiciera algo, Emilia se presentó a una sesión del Honorable Concejo de Medellín, llevando consigo, las excelentes notas del joven, para pedirles, estudiaran la probabilidad de asignarle una beca, costeada por el municipio, en la única universidad donde se podía hacer esta carrera en Medellín, La Nacional. La respuesta fue un no, rotundo. A las notas no le dieron ninguna importancia, porque el nombre del colegio era totalmente desconocido, y daban por hecho que cualquier cosa que se intentara hacer con este muchacho era tiempo perdido. Emilia le comunicó la decisión del Honorable Concejo, a la señora madre, pero esta una vez más no se dio por vencida y le solicitó, le consiguiera una cita en la próxima sesión, para ella conseguir el permiso para salir del hospital, e ir personalmente a hablar con ellos. Emilia regresó al Honorable Concejo llevando la solicitud de Carmen Rosa por escrito. Ante tanta insistencia por un lado y el miedo a recibir una persona con una enfermedad tan contagiosa, por el otro, optaron por comprarle un formulario e inscribirlo para que presentara el examen de admisión, confiados en que con esto se iban a quitar el problema de encima, pues daban por hecho que el joven no pasaba a la universidad. Tan pronto Carmen Rosa se enteró de la decisión de los concejales, llena de júbilo se lo contó a toda la gente del hospital. Daba por hecho que su hijo se matricularía en la universidad. El día señalado por la universidad para presentar el examen, de admisión, Emilia se hizo cargo de acompañarlo, y esperar a que terminara para llevarlo de regreso al hospital. Como el joven, un muchacho moreno, delgado, de buena estatura, no contaba con una ropa decente para presentarse a la Universidad, un médico le regaló un pantalón y un saco, que su hijo ya no usaba. El conductor del carro encargado de movilizar a Emilia, le regaló unas zapatillas que le habían quedado un poco estrechas, y así sucesivamente todos fuimos poniendo nuestro granito de arena, para conseguirle lo que le hacia falta. Carmen Rosa no cabía en la ropa cuando despidió a su hijo y le echó no se cuantas bendiciones, viéndolo por primera vez, vestido de cachaco, con flamante corbata y zapatillas de cuero.
Unos días después Emilia recibió una comunicación del Concejo de Medellín, en que la que le informaban que de la Universidad, habían recibido una llamada, para decirles que el joven Hernán Darío, no solo había pasado el examen de admisión, sino que había sacado el puntaje más alto del grupo, por lo tanto a ellos no les quedaba otra alternativa que hacerle efectiva la beca que le habían prometido, beca que dadas las circunstancias, que rodeaban al joven, no se limitaría solo a pagarle la matrícula, se harían cargo, además, de todos gastos necesarios para llevar adelante su estudio. Todavía se me eriza la piel, cuando recuerdo el momento en que le dimos la noticia a Carmen Rosa. Creímos que iba a enloquecer de la dicha. Su infinito amor de madre, la fe en su hijo y su gran terquedad, habían logrado conseguir, desde un hospital para tísicos donde se hallaba recluida, que su hijo iniciara sus estudios profesionales, nada más ni nada menos que en la Universidad Nacional.
El joven dio inicio a sus estudios, ocupando siempre los primeros puestos. En la cuadra donde estaba ubicada la humilde casa de su tía, cuyo piso aún estaba en tierra, y las paredes en obra negra, los fines de semana y en época de exámenes, no faltaban cuatro o cinco carros particulares, de compañeros que se lo peleaban para estudiar con el. Cuando tenían salidas a prácticas, donde debían trasladarse en avión, el era el primero que encabezaba la lista, los mismos compañeros hacían vaca para comprarle el pasaje.
Tres años después, apareció en el comercio una nueva droga para el tratamiento de la tuberculosis que se convirtió en una nueva esperanza para aquellas personas que se habían vuelto resistentes a los tratamientos tradicionales. Con este nuevo tratamiento, Carmen Rosa, logró que sus baciloscopias fueran negativas, lo que le daba la posibilidad de una intervención quirúrgica, para erradicar en forma definitiva la enfermedad. Por un error en el procedimiento quirúrgico a Carmen Rosa le quedó una fístula (perforación que une la tráquea con la faringe) que permitía el paso de residuos de alimentos y otras secreciones a la tráquea, produciendo espasmos, asfixia y exceso de tos. ¡Algo increíble! Se había pasado por lo menos cuatro largos años de su vida, en el hospital, infundiéndole terror a todas las personas programadas para la broncoscopia y posterior cirugía, y le toca, precisamente a ella, una complicación que, durante los quince años que trabajé allí, solo se dio esta vez. Se hizo hasta lo imposible para corregir este error; la sometieron a nuevos procedimientos quirúrgicos. Pidieron la ayuda de cirujanos plásticos, de otras entidades hospitalarias, se intentó todo lo que estaba al alcance, pero todo fue inútil, la fístula seguía allí, con sus correspondientes complicaciones.
La vida de Carmen Rosa se convirtió en el peor de los suplicios; cada día que pasaba, la situación empeoraba más; debido a las grandes dificultades para su alimentación, empezó a debilitarse, perdiendo cada vez más peso. Su final no se hacia esperar, pero ella luchaba aferrándose a la vida, le ofrecía a Dios todo su sufrimiento a cambio de que la dejara sobrevivir, hasta ver su hijo hecho un profesional.
A Hernán Darío solo le faltaban, tres meses para terminar su carrera, cuando su madre, que había hecho hasta lo imposible, para mantenerse viva, perdió la batalla, y en medio de una gran lucidez, y en forma sorpresiva, dejó de existir. Hasta el último momento, le pidió a la Hermana Josefa, quién dirigía la sala donde ella se encontraba, le reforzara el alimento que le pasaban por la sonda, con la sustancia de palomo que su hijo le traía diariamente, antes de ir a la universidad.
Tres meses después, de nuevo Emilia, en compañía de su tía y algunas personas del hospital, lo acompañaron a recibir su título de Ingeniero de Minas y Petróleos, con tesis laureada, que le otorgó La Universidad Nacional, donde siempre ocupó el primer puesto. Esta vez iba vestido con un impecable traje gris, camisa blanca y una corbata negra, en homenaje a su madre muerta. A pesar del dolor que le invadía por la ausencia de su mamá, a quién hubiera querido tener a su lado en el momento de la entrega de su título, algo le quedaba muy claro: Sacaría adelante su brillante carrera, la cual le ofrecía el futuro promisorio, que ella, con tanto amor había soñado para él y, por el que con tanto ahínco, había luchado.
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