Ma. Eugenia Villa
Ellas han sido las cómplices que me acompañan en silencio, son maravillosas; siempre les logro acomodar el exceso de equipaje representado en las expectativas, las ilusiones, la felicidad; también les he podido agregar las desilusiones y hasta lágrimas que las convierten en una amarga y pesada carga durante el viaje.
Recuerdo la primera, porque además de los cuadernos la llené de ilusiones, de fantasía y expectativa por el lugar al que iba para aprender y jugar con otras niñas; era de cuero grabado con figuritas infantiles de colores y tenía una cargadera larga para llevarla colgada en el hombro.
Siguieron las que arreglábamos para ir de paseo en vacaciones; estas maletas solo guardaban lo que la mamá decidía era lo mejor para cada uno; yo siempre echaba de menos mil cositas que creía necesitar en todas partes, como el saquito que para ella era viejo y feo, pero que para mi seguía siendo el dulce abrigo que me regaló la abuela; también llegaron a faltar el espejito y la peinilla del muñequero o la última muñeca que había entrado a ser parte de mis fantasías. Vinieron después los maletines con implementos deportivos y otras que llevaba para los días de campo que disfrutaba con mis amigas.
Una que arreglé con gran detalle fue la que compré para mi viaje de bodas, que como mi primera maleta, se llenó también con amor, ilusiones, felicidad y expectativa. Y ni que decir de la que preparamos con tanto amor y ternura para ir al nacimiento de nuestra hija.
Después vinieron muchas otras: algunas armadas con entusiasmo por el reto que suponía el viaje, otras muy pesadas por la carga de estrés que contenían cuando viajaba para enfrentar problemas; o las que imaginaba invisibles porque quería pasar desapercibida cuando vivía el miedo del lugar visitado; todas éstas realmente compañeras y testigos de días con rutina propia, para ver personajes similares, para hablar de lo mismo con diferentes acentos; afortunadamente al regresar la mayoría de las veces las traía repletas de paisajes, maravillas escondidas, nuevos sonidos y lecciones aprendidas.
Y no faltaron unas maletas inolvidables a pesar de no ser de mi propiedad.
El 5 de julio de 1986, era el cumpleaños de nuestra hija y esperábamos con ansia terminar nuestras jornadas para encontrarnos y celebrar; ese día, debía responder a la empresa por un evento inédito, “todo” estaba previsto, lo tenía súper programado para cumplir y llegar temprano a casa; la ciudad se había preparado con mucho tiempo para ello y por supuesto mi empresa y yo como responsables de la logística, teníamos mas que ensayados los pasos y el recorrido para recoger el equipaje del Papa Juan Pablo II.
Todo salió a las mil maravillas menos mi llegada a tiempo para apagar las 12 velas; era tarde cuando entré y los encontré dormidos.
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