“La sustancia, la
estructura humana, apenas cambian”
Margarita Yourcenar
“… Arriano sabe
que lo que verdaderamente cuenta
es lo que no
figurará en las biografías oficiales, lo que no
se inscribe en las
tumbas…por eso los
acontecimientos nacionales están ligados
a los
personajes y
a las pobres ramplonas vidas
de los humildes
tramadas
con las de los grandes”
Margarita Yourcenar
Yolanda de Tenorio
Dice la autora de Memorias de Adriano que se dio cuenta muy pronto de que escribía la vida de un gran hombre. Por lo tanto debía tener más respeto por la verdad, más cuidado, y en cuanto a ella, más silencio. Que se decidió a escribir en primera persona para evitar cualquier intermediario, incluso ella, “porque Adriano podía hablar de su vida con más firmeza y más sutileza”.
Yo,
como todo el mundo, según Adriano, tengo
tres medios para evaluar la existencia
humana: el estudio de mi misma el
más difícil y peligroso; la
observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos, o hacernos creer que los
tienen; y los libros
con los errores particulares
de perspectiva que nacen entre sus líneas. Con tal premisa
trataré de perfilar las
mujeres que cruzan
el pensamiento de Adriano. A quienes Yourcenar no
quiso elegir como eje de su relato,
porque consideró que su vida era muy limitada
o demasiado secreta.
Empiezo a introducirme en la obra, desde lo que me entrega
la descripción de unos
personajes, lo que piensan, lo que hacen. Centraré la atención
en las mujeres reflejadas en
“el otro” Reconstruiré
su imagen en el imperio,
a través de la mirada
de Adriano, las seguiré
por el laberinto del
Senado, en la vida de los emperadores,
en la cotidianidad, porque
jamás escuchamos una palabra
pronunciada por ellas,
solo hay un vago rumor, un murmullo casi
inaudible.
Elio Afer
Adriano, era un ser anodino, abrumado de virtudes, cuya vida
transcurrió en administraciones sin gloria. Carecía de ambición y de
alegría. A su lado encontramos
la primera figura femenina que es la madre de Adriano, una española desdibujada en la memoria de su hijo. Solo recuerda sus
piececitos calzados con estrechas
sandalias y el balanceo de las
caderas de las danzarinas de la región.
Viuda desde muy joven, lleva una existencia austera y llena de melancolía, era una matrona
irreprochable. Adriano, muchos años después, ad-portas de la
muerte, recuerda un busto
de ella tallado en cera, en el muro
de los antepasados. De la mano de ella
encontramos a Paulina, su hija,
grave, silenciosa y retraída
quien se casa, siendo muy joven, con
un viejo.
Después encontramos
a Plotina, la esposa del emperador
Trajano, mesurada y
prudente, de gustos literarios que
ejerce una fuerte influencia sobre
el emperador. Ella lo presiona para que permita
que Adriano escriba sus
discursos. A pesar de
que Plotina se inclinaba
a la doctrina epicúrea, según la cual el placer es
el fin supremo del hombre y todo
esfuerzo debe tender a
conseguirlo, era casta,
generosa y desconfiada.
Hace años
se conoce Adriano con la
emperatriz. Son
casi de la misma edad. Ella lleva una
existencia tan forzada como la de él
y más desprovista de porvenir. Va vestida de ropajes blancos, los más simples imaginables y por sus silencios y palabras mesuradas, apenas susurrantes,
se sostiene el imperio. Poco a poco
se hace imprescindible en la vida de Adriano, sobre todo
en los días difíciles. Plotina
era sabia. Su entendimiento con
Adriano no requería reticencias ni explicaciones, bastaban los hechos. Ella ni vacilaba,
ni se decidía prematuramente
y una mirada le bastaba
para descubrir los enemigos del imperio.
“…La tradición popular siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los puntos
de contacto de lo secreto y lo
sagrado…
la experiencia sexual se
asemeja además a
los misterios en que
la primera aproximación produce
en el iniciado el efecto de un
rito, más o menos aterrador…”. A pesar de que el
emperador se opuso obstinadamente, Plotina
organiza el matrimonio entre
Sabina, una niña de once
años, y Adriano de veintiocho.
Me
apropio del primer
medio que tengo “desde mi “
para junto con Sabina
aterrarme del ritual de iniciación en el que
una niña no sabe, su cuerpo no puede responder, su naturaleza
no está preparada, ni
aquí ni en
la Roma del siglo
II, para afrontar esa realidad, porque como lo dice
tan sabiamente Adriano “la
violación legal es
tan repugnante como cualquiera otra”. Plotina era consciente de lo que
hacía y tenía
motivos para precipitar la
unión. Ella era el poder
detrás del trono. Hizo que
Adriano escribiera los
discursos del emperador,
arregló el matrimonio con Sabina,
sabía que era urgente que su esposo nombrara un
heredero, porque una guerra civil
- casi inminente - equivaldría a una lucha a
muerte. El oído más aguzado apenas
hubiera podido reconocer
entre ellos los signos de un acuerdo secreto. A
pesar de la profunda comunión entre los dos, ella jamás se quejó de
Trajano, ni lo elogió, ni
lo denigró. Pasaban la
noche entera hablando, nada
la fatigaba, permanecía
imperturbable.
Quizás si Adriano
no hubiera sido homosexual, se
habría enamorado de
Plotina. En ella encontraba la calma
y el sosiego. Ella lo conocía más
que nadie, la dejaba entrar hasta su
fondo y lo que ocultaba ante otros
a ella lo exponía abiertamente.
Jamás tuvieron contacto sus cuerpos
pero sus espíritus eran
afines.
El Emperador rehusaba
nombrar un heredero por lo que se vislumbraban grandes
complicaciones. Impulsada por el
sentido común, Plotina, y teniendo como faro
el interés público y la amistad, tomó la decisión previsiva, elevó a
Atiano, común amigo de ella y de Adriano,
a la dignidad de prefecto del pretorio,
quedando así la guardia imperial
a sus órdenes. De su
parte tenía también
a Matidia, mujer sencilla, cera moldeable en sus manos,
madre de Sabina.
Asistimos así a la
muerte de Trajano. Un pequeño grupo de personas llega hasta el crimen
por salvar el Estado. Todo lo que desde hacía diez años fuera
febrilmente soñado, combinado, discutido o callado, se reduce ahora
a un mensaje de dos líneas, trazado en griego por una mano firme y en menuda
escritura de mujer.
Muerto el emperador, sus enemigos acusaron a Plotina de haberlo obligado a
escribir para legarle el poder a
Adriano. Se habló de un lecho con
colgaduras, la incierta lumbre de una
lámpara, el médico Crito, dictando
las últimas voluntades de Trajano, con una voz que imitaba la del muerto. Se
hizo notar que Fedimas, el oficial de
órdenes que odiaba a Adriano y cuyo silencio no habría podido comprar, murió de fiebre al otro día del
deceso de Trajano. Pero ya
estaba impuesto el nuevo
emperador.
La emperatriz distante, demacrada pero serena, se mantuvo
imperturbable y el mismo día que el cadáver de su esposo fue
cremado junto al mar, ella se embarcó
rumbo a Roma. Había logrado su objetivo
sin reatos de conciencia.
Sabina apenas terminaba de criarse en la casa de
Trajano, a la sombra de la
Emperatriz. En tanto
¿Qué hace Adriano? Va y viene.
Anda en sus aventuras.
Harto del matrimonio pasa de
una cama a otra, de amante en amante, pero a él lo
estragan las mujeres. Dice que
sus amantes parecían empecinarse en pensar
tan solo como mujeres, y
que el espíritu que espera
es apenas todavía un perfume.
Cuando Adriano
va a Roma, disfruta con su
familia de los banquetes y las
largas conversaciones. Sabina, ya
mayor, se refugia
mal humorada en la campiña, aunque su ausencia no resta nada
a los placeres familiares.
A Adriano no le preocupa su ausencia, es la persona que menos le interesa. En
tanto, Plotina se entrega a
meditar y a leer. Como una
musa flotaba entre habitaciones
claras y en un
jardín que se volvía como un templo para la divinidad.
Claramente
decidido en materia de preferencias amorosas,
y “como todo placer
sentido con gusto parece casto “,
Adriano encontró en
Lucio Ceyonio un amor
para los seis meses de su estadía en Roma.
Los efebos - adolescentes -
eran su séquito de amantes.
Corre el tiempo
y vemos a
Sabina preparando grandes
banquetes en la mesa imperial, mientras al interior del imperio un mundo de mujeres es espiado por Adriano. De
pronto estallaba en cólera
o en risotadas, o murmullos íntimos. Ignoraba
todo de ellas; lo que le daban
a su vida
cabía entre dos puertas
entornadas. Adriano veía el estrecho círculo de las mujeres en su más duro sentido
práctico. Su cielo se torna
gris tan pronto
el amor deja de iluminarlo y
ciertas acritudes le sobrevienen,
cierta áspera lealtad le recuerda a
la fastidiosa Sabina, prematuramente
envejecida.
Si hacemos cuentas
Adriano tiene ahora 44 años. Se casó de 28
con Sabina, de 11.
Han pasado 16 años, de modo que Sabina tiene
27 años. Encontramos a una mujer grave y dura, elevada
a la dignidad de emperatriz. Su imagen ha sido tallada en las monedas romanas que dicen al
anverso: pudor o
tranquilidad. Adriano en medio de todo se siente
complacido. Habrían podido
divorciarse, pero él a ella
la incomoda muy poco, ni siquiera se
ven y él
piensa que ella no merece ese insulto
público. Además ha
encontrado el perfume que no halló
en ninguna de sus amantes, en un
muchachito de 14 años,
Antínoo, efebo que convirtió en su
amante durante seis
años. Solo una vez fue
amo absoluto, y lo fue por él.
Por él habría
dado su imperio, sus
ejércitos, su brillo, todo
por Antínoo.
Sabina aparentaba
no darse cuenta de
los amores de su
esposo. Como muchas mujeres poco sensibles al amor, no comprendía bien su
poder y su ignorancia excluía
los celos. ¿Hubiera logrado
atraer a su esposo con alguna artimaña? ¿Lo habría
seducido con sus armas? Adriano, como la mayoría de
hombres del imperio tenía por
amantes efebos entre
17 y 20
años. Teogenis era amante de
Cirno. Lucio requería para el complicado juego del amor,
fáciles esclavos. Para Arriano
el hombre más grande era
Aquiles, por su coraje
y su ardiente amor por su joven
compañero. El amante de Boreas
fue Lucio.
Invitada por Adriano,
Sabina va a Egipto. Estaba
apoyado en sus aspiraciones políticas por Suetonio. Su confidente del momento era Julia Balbila, quien escribía versos en griego bastante agradables. Se
alojaron en el Liceo y salían
poco. Sus mutuas consideraciones, las cortesías, las débiles
tentativas de entendimiento, habían cesado y entre ellos apenas ha quedado
al desnudo, la irritación, el
rencor y un
gran odio de ella.
Enferma Sabina,
se ha agriado
más, su carácter se ha tornado más áspero
y melancólico. En una entrevista con su esposo
tiene ocasión de proferir
violentas recriminaciones ante testigos. Se
felicitaba de morir sin hijos,
pues de haberlos tenido se hubieran parecido a él, y
ella les hubiera tenido la misma aversión. Si alguna vez quedó embarazada abortó pues no quería “dañar la raza humana”.
Sabina muere en su residencia, en Palatino, rodeada
de una pequeña corte de amigos y
parientes y españoles. Adriano fue acusado
de haberla envenenado, aunque el rumor
no tuvo crédito. La influencia
que tenia Sabina en Roma, favorecía
la causa de
Serviano, que con su
muerte se derrumbó.
Mis conclusiones
Ante la ausencia de sus
maridos, ocupados persiguiendo
niños, las mujeres
construyen sus universos, algunas
tienen hijos , otras
abortan, hasta denuncian y llegan
a ser valientes. Una querellante se
atrevió un día a gritarle al emperador Adriano, que si no tenía
tiempo para escucharla, mucho
menos iba a tener tiempo para reinar. Colijo que las mujeres que acompañaron a los hombres
del siglo segundo, parte de una
cultura que me es tan ajena,
aceptaban sin enojo el
comportamiento bisexual de sus maridos.
Casadas a partir de los doce años, sometidas por la sociedad a su
papel reproductor, obligadas a ignorar las expediciones sexuales de
esposos en busca de efebos, no podían más que sentirse abandonadas. Mujeres sabias, con fuerza, capaces
de llegar a extremos, como
Plotina, protagonista de la novela, que se ve obligada a aceptar los amores
homosexuales de su hombre.
Cuando Lucio está
grave, vomitando sangre y los
médicos tratan de salvarlo, deja al descubierto los peores aspectos de su carácter
seco y ligero. Su mujer va
a visitarlo y la entrevista termina en amargura, como siempre, ella
no volvió.
La situación de
las mujeres en la Roma del siglo segundo
estaba determinada por extrañas condiciones de sometimiento y de
protección, eran débiles y
todopoderosas, demasiado despreciadas
y demasiado respetadas, en un ámbito en el que lo social se superponía
a lo
natural.
Sabina supo responder al
modelo que le dejó Plotina. Ahora apoya
políticos, conoce los
movimientos del imperio y
se rodea de literatas, con las
que entra al mundo de las letras. Con su muerte se derrumbaron las aspiraciones
de Serviano.
Quizás todas ellas,
cuando la realidad las obligaba a abrir los ojos, se volvían frías
e indiferentes. Muchas veces las
encontramos calificadas como graves, duras, melancólicas, frías. Podían
legar sus bienes, de hecho, Adriano heredó
los dominios africanos,
de Matidia, su suegra.
En medio de la
batahola de su vida Adriano piensa en sus
últimos días, que el matrimonio es un
rito y
como tal sagrado, precisamente
cuando los casos de bigamia se
multiplicaban. Escribe: “Me
esfuerzo por persuadir a
los veteranos de
que no hagan mal uso de
las nuevas leyes que los autorizan a casarse y que se limiten prudentemente a
UNA sola esposa”. En su
reinado se instauró a favor de
las mujeres, una creciente libertad para administrar sus fortunas, testar y
heredar. Insistió para que ninguna doncella fuera casada
sin su consentimiento. La violación
legal – dijo - es tan repugnante
como cualquiera otra. El matrimonio es la cuestión más importante de su
vida y justo es que la resuelvan
según su voluntad.
Siempre admiraré la capacidad de lucha de las
mujeres que nos antecedieron, su coraje, sagacidad,
presencia donde se las
necesitó, su compromiso con su entorno familiar, la capacidad de ayudarse, de
ser confidentes, de
entenderse con una mirada,
de sopesar las circunstancias, de
alentar, comprender y
decidir. Y, desde luego, su capacidad de
odiar y sentir rencor al límite. Me parece de un altísimo
valor que las mujeres imperiales, que encontramos en los intersticios de la historia de Adriano, sean tema de lectura,
estudio y reflexión, para las mujeres que las sobrevivieron, mujeres
dignas de admiración, que hemos tenido que aprender, durante cada
día, a reinventar la vida.
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