Javier Millán
La humanidad siempre ha convivido con lastres que han impedido su
normal desarrollo; pero el más grande y dañino de todos son las iglesias. El
hombre ha tenido que soportar a lo largo de su penosa existencia el fanatismo y
la intolerancia religiosa. Las libertades y los derechos
humanos, entre ellos el amor, el fundamental, han sido estigmatizados y
restringidos a normas crueles y severas, según los dictados de unas religiones
hipócritas y apabullantes que se han abrogado poderes divinos con los cuales
reprimen y asustan a gentes ignorantes y de buena fe.
Les hablan de un ser bueno, bondadoso, omnipotente, omnipresente;
que los cuida y los protege, que los premia y los castiga. De tal manera
las iglesias explotan la angustia y el dolor de los hombres,
se apoderan de sus cuerpos y sus almas y los manejan a su antojo.
Es posible que en los albores de la existencia humana las
intenciones de las religiones hayan sido sanas y hayan, con sus
interpretaciones y recomendaciones, podido calmar, por momentos, los temores
del hombre, producidos por los incomprensibles fenómenos naturales. Pero hoy,
cuando estos tienen una explicación científica, cuando las religiones no están
en capacidad de sustentar sus afirmaciones y se disputan, como aves de
rapiña, la representación en la tierra de un dios o ser superior, no queda duda
de que sus intereses son ruines y bailan a un compás diferente al que
predican. No tienen pues ninguna autoridad moral ni de otra índole para imponer
dogmas y proclamarse cínicamente como delegadas de ese tal dios.
La humanidad no puede permitir que se sigan gestando
iglesias que como parásitos sociales, en vez de ayudarla a
culminar sus ideales, la paralice con amenazas apocalípticas y con
historias arcaicas que mueven a risa. El hombre está en su derecho a caminar
libremente por la vida en la búsqueda incesante de su perfección; interponérsele
es una canallada que viola la ley natural evolutiva para
sumirlo en la desesperanza que es la fuente de todos sus males.
Los seres humanos no deben creer ciegamente en apriorismos ni en
falsos intermediarios divinos para su salvación. Su verdadera salvación depende
solo de ellos mismos y la lograrán cuando abran sus ojos a la realidad y
expulsen de su corazón y su cerebro la rutina y los prejuicios que durante
siglos los han mantenido en el oscurantismo. Librarse de los fantasmas
religiosos no será fácil, las sociedades tendrán que pagar un precio muy
alto por ello, pero vale la pena y más cuando se trata de algo tan trascendental
y definitivo.
Si empezamos ya a reflexionar seriamente y sin miedo sobre la
vida pasada y el presente, con sentido crítico y cuestionador,
descubriremos un universo libre de rancias creencias, dogmatismos y
supersticiones. Solo entonces dejaremos de ser dóciles rebaños de ovejas
conducidas por inescrupulosos pastores, para convertirnos en águilas visionarias, capaces de
volar por fin, confiadas, felices y libres de seculares ataduras hacia nuestros
propios ideales de perfección.
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