José Antonio Cortés
Un terremoto de magnitud incierta destruyó el pueblo casi por
completo el 31 de Enero de 1906. La mayoría de las casas quedaron averiadas. El
mar castigó con un tsunami la eterna soberbia del hombre y la necedad de las
casas paradas en horcones sobre la tierra exclusiva de las mareas. Las olas
gigantescas “devolvieron” el río y el agua lo inundó todo; muchos se ahogaron
junto con sus animales. Cuando la tierra y las aguas se aplacaron y nadie lo
esperaba, ocurrió el milagro. De entre las ruinas de la Iglesia salió el Bendito ─aporreado y embarrado─ llevando
en sus brazos la imagen estropeada de
la Virgen patrona del pueblo. Nadie pudo
explicarse cómo el Bendito ─que para entonces ya empezaba a tener fama
de milagroso─ había salido ileso.
Era un pueblo
caluroso de selva tropical húmeda, enclavado en la costa de manglares del mar
pacífico, justo en la terrumbrosa desembocadura
de un río poblada por pescadores y mineros
renacientes de los negros
manumisos de las minas de oro, que vivían de la pesca artesanal o de buscar oro
con bateas en las orillas y aluviones
de los ríos.
La Maruja, una negra de gran porte, caderas
prominentes y caminar gustoso vendía agua y pescado en los pocos buques que atracaban en el pueblo.
Era atenta y servicial en especial con los gringos
─como llamaban a todos los extranjeros que no hablaban español─ que habían
llegado en busca del oro que aún se daba silvestre por los ríos y selvas de la región. Lo que enfurecía y envenenaba a su marido, un
pescador negro de la zona.
La Maruja quedó embarazada, lo que
contrarió sus planes de irse con un gringo.
La noche del nacimiento hubo un eclipse de luna y un aguacero torrencial con pavorosos
truenos y relámpagos como nunca se había visto. El recién nacido causó
admiración en el pueblo, porque teniendo facciones de negro, su piel era blanca
como la leche, sus ojos rosados y el cabello ensortijado y del color de la
cabuya. Se formó una romería, nadie se quiso quedar sin verlo. El papá, bruto e
iletrado, no lo quiso reconocer porque creyó que era hijo de uno de los
marineros del barco nórdico, al que la Maruja
subía todos los días a vender agua. Se pelearon y el pescador se fue río arriba
en su canoa y nunca más volvió, a ella, le
tocó criar sola a su hijo.
El niño creció
silvestre mientras su mamá trabajaba. Un cura que venía a dar misa no quiso
bautizarlo porque ─según dijo─ además de ser anómalo, no tenía papá. En la
escuela era lento hasta en los juegos y no veía bien por lo que con gran
esfuerzo sólo aprendió a leer y a medio escribir.
Un día en la escuela
mientras jugaba en el recreo, cayó un rayo sobre un gigantesco árbol en el que estaba
encaramado; lo desgajó por completo arrancándolo de raíz, pero al niño no le
ocurrió nada. Cuando apenas gateaba se cayó de una barbacoa a gran altura y
solo tuvo un leve rasguño. También, un día se botó al río ─en la parte más
honda y corrientosa─ y salió solo sin que nadie lo ayudara. Después lo picó una
rabo de ají ─la más venenosa de la
región─, y él, como si nada. Ocurrió lo mismo cuando lo atacó un enjambre de abejas
africanas. Cuando cayeron en cuenta de todas las cosas raras que le habían
ocurrido, el niño se hizo famoso, por ser un “negro blanco” y porque escapaba de la muerte sin saberse cómo ni por
qué.
Cierta vez que la Maruja le contaba un sueño a una vecina,
el niño, metido en la conversación, lo interpretó de tal manera que las dejó
boquiabiertas. Su madre recordándoles a todos lo que pasó la noche de su
nacimiento, orgullosa difundió sus hazañas, vociferando por todo el pueblo que el niño desde que nació estaba bendecido. Entonces
ya todos venían a contarle sus sueños, a que les adivinara la suerte, el número de la lotería y hasta que les predijera
los amores inciertos. Fue cuando empezaron a llamarle el Bendito. Su mamá lo llamaba Olegario, pero ya desde muy pequeño ─por
su boca de labios gruesos y abultados
─le decían Bemba, aunque en el pueblo, todos terminaron llamándolo Bembé, el Bendito.
Pero al Bembé que en
inteligencia le faltaba lo que le sobraba de pitoniso, se le ocurrió jugar con
la dinamita que usaban los pescadores y mineros en su trabajo. Todos los días a
las seis de la mañana explotaba un taco de dinamita que le regalaban, a cambio
de que les interpretara un sueño o les predijera la suerte. Y aunque le
enseñaron a manipularla, él, que no era muy rápido de acción; ya se había
volado dos dedos de una mano y casi la mitad de la otra. Todos ─incluida su
madre─ lo dejaban hacerlo, pues confiaban en que por ser el Bendito nunca le pasaría nada.
Los milagros del Bendito fueron conocidos en la región; como
el del pescador que con sólo invocarlo capturó al pez más grande que se hubiera
pescado jamás en el rió. La señora que sufría de ataques severos de una enfermedad
llamada histeroputicia, con sólo una sobandija del Bendito se curó. La joven que habiendo tenido dos maridos, cuando
se volvió a casar ─gracias a las plegarias al Bendito─ fue hallada virgen por el tercer marido. Volvió a ver el
pescador ciego que al volver del trabajo encontró a su mujer en la cama con su
mejor amigo. Dos veces el Bendito vio
el número de la lotería en el caparazón de una tortuga y en la barriga de un sapo. Y siguió así, haciendo
milagros y explotando sus tacos de dinamita, siempre a la misma hora.
Cada año para las
fiestas de la Virgen, el Bendito conseguía
más tacos y hacía más sonoras las explosiones. Las fiestas de la virgen del 13
de Mayo de 1927, quedarán para siempre en la memoria de todos los habitantes del
pueblo, porque fue el día en que el Bembé
subió a los cielos. Y desde ese día no se celebraron más las fiestas de la Virgen,
sino las fiestas del Bendito.
El día anterior, el Bendito había pedido a los mineros y
pescadores que le dieran más tacos. Entonces con una actividad inusitada, que
extrañó a todo el pueblo, juntó una gran cantidad de tacos en la mitad de la
plaza y sorprendió a todo el pueblo con una increíble y ensordecedora explosión ─ la madrugada del día de la Virgen─, que sacudió hasta los
cimientos y se sintió en todas las casas. Cuando por fin se disipó el
humo, sólo quedó un gigantesco hueco, pero del Bendito nada. Y aunque nadie lo presenció, todos aseguran ─juran por
Dios y por su Santa Madre─ que vieron al Bembé
ascender a los cielos en cuerpo y alma.
El día
del terremoto los habitantes del pueblo contentos porque la imagen de la virgen
y el Bendito se habían salvado, con
velas encendidas oraron y elevaron ruegos y plegarias. Se encomendaron a la Virgen,
pero también al Bendito, quien a
partir de ese día entró a formar parte de su santoral. Con el tiempo la devoción
al Bendito fue creciendo cubierta
siempre por un manto místico de milagros y hechicería. Sus invocaciones
produjeron tal cantidad de milagros, que su poder de santo se regó por toda la
costa pacífica.
Al
siguiente año, levantaron en la mitad de la plaza ─donde quedó el hueco de la
explosión─ una estatua del Bendito,
ante la cual venían gentes de todas las veredas, ríos y pueblos cercanos a hincarse
y pedir milagros. El cura nunca creyó en los milagros, ni vio con buenos ojos la
devoción al Bendito y mucho menos la peregrinación. El alcalde, presionado por
el cura, hizo demoler la estatua.
Para
el segundo año ─con la estatua reconstruida─, armaron carpas y toldos a su
alrededor para impedir que el Alcalde nuevamente la destruyera. Encendieron
antorchas, trajeron una papayera. Repartieron Biche y tapa´e tusa ─licores artesanales─, y todos alegres y borrachos se
declararon devotos del Bendito y propusieron que en adelante fuera el único
patrón. La furia del cura no se hizo esperar. El domingo los excomulgó a todos
y declaró, en un sermón incendiario, que el pueblo se había hecho idólatra,
pagano, hereje y adorador del demonio; que bien merecía un castigo peor que el
de Sodoma y Gomorra. Presionó otra vez al Alcalde y hasta al gobernador para que
tomara cartas en el asunto.
Y
aunque al principio la gente sintió miedo de una retaliación divina; la música
de las papayeras, marimbas, chirimías, el Biche
y el tapa´e tusa, los envolvió en la
vehemencia fanática y el jolgorio. El Alcalde ante la turba alicorada hizo caso
omiso al cura, y como el Bendito
había curado a su mujer de la histeroputicia, se sumó a la parranda.
Y así cada año, por
la misma fecha, las fiestas del Bendito
se convirtieron en los carnavales más sonados y concurridos de la región. Había
concurso de cantaoras y papayeras, cohetes, comparsas, trago a raudales, carrozas
y disfraces que gozaban propios y
extraños. La efigie en yeso del Bendito,
adornada con antorchas, bombas y festones de colores, era paseada en andas por
las calles del pueblo en procesión de letanías. Uno de los disfraces más
representativos era el del Bendito.
Atraídos por las carnestolendas, llegaron visitantes de
todo el país. Había música, voladores, luces y fuegos pirotécnicos. Se gozaba,
bailaba y bebía sin parar por varios días. La lujuria y el amor fortuito
encontraron su máxima expresión en el carnaval. Prostitutas de todas las
regiones, ladrones de todos los pelambres y vendedores de cualquier cosa, se daban
cita en el carnaval. Un maremágnum que se le volvió al gobierno un problema social,
sanitario y policial.
Fue durante último
carnaval que el cura, horrorizado ante los gritos de la muchedumbre « ¡Abajo la
Iglesia, viva el Bendito!», puso en
movimiento a toda la Majestad de la Iglesia Católica. Obispos, Arzobispos, Cardenales y hasta el Nuncio de la Santa Sede,
solicitaron al propio Presidente de la república que de inmediato tomara cartas en el asunto.
El Presidente de la
república, desesperado por la joda del Nuncio apostólico y de todos los
prelados, después de llamar al alcalde, al gobernador
y al ministro de gobierno y gritarles, “maricones de mierda que no sirven pa´nada”,
hizo uso de las atribuciones y facultades legales que le confiere la carta
magna, ordenó el estado de sitio, acuartelamiento en primer grado y
movilización de diez batallones a la zona.
Dos horas más tarde,
el Papa, en persona, máximo jerarca y representante legal del Vaticano y en
nombre de la Santa Iglesia Católica, de toda la feligresía del mundo, llamó al
presidente de la República del Sagrado Corazón de Jesús, e invocando el concordato
firmado, lo conminó a que resolviera la demoníaca situación, so pena de romper
relaciones diplomáticas, y esto ─lo dice en tono amenazante─ usted lo sabe,
convertiría a su país en un paria mundial. Presionaré a que todos los países católicos
del mundo rompan relaciones con su país.
El Presidente
hastiado de tanta joda, toma el teléfono y ordena al Comandante General de las
Fuerzas Armadas, bombardear el pueblo y “acabar con todos esos hijueputas
idólatras, que nos están haciendo quedar como un culo ante su santidad”.
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