José Antonio Cortés
Cuando la mamá pudo abrir la puerta del cuarto la encontró tirada, inconsciente, con espuma blanca en la boca y la respiración lenta y pedregosa. La zarandeó pero no respondió. Encontró un frasco de píldoras vacío en la cama. Las mismas
que venía tomando para la depresión que le causó la ruptura con el trompetista.
Ella no entendía cómo un tipo gordo,
calvo y bajito, que tocaba la trompeta en una orquesta de salsa, había hundido a su hija en el fracaso. Sentía frustración por no poder sacarla de esa melancolía sin fondo. La
llegada del servicio médico de urgencias interrumpió su conmiseración.
Mariana y el trompetista, se conocieron en el festival Petronio Álvarez, donde la gente oyendo
tambores, marimbas y chirimías, baila y se emborrachan a punta de biche y arrechón. Ella, alegre y bullanguera, atraía todas las miradas. Y fue
quizás el vaivén de sus caderas, la forma espontánea de gozar la fiesta, el biche, el arrechón
o todo eso junto, lo que llamó su
atención. Esa noche bailaron, charlaron y se hicieron amantes. Jaime ─El calvo
trompetista─ avezado en la seducción y
experto en faenas amatorias, no tardó mucho en tenerla prendada y dócil. Ella,
no obstante; tenía sus ratos malucos.
— ¿Qué te pasa? — preguntaba él azarado.
—
¡Nada!
— ¿Cómo que nada, entonces porqué estas así?
—
Porque hoy tengo la histeroputicia alborotada. Mejor dicho, ¡Estoy histeropútica! —Dijo crispando las
manos y abriendo exageradamente los ojos.
— ¿Histeroqueé? —Preguntó intrigado— ¡Nunca he oído esa
palabra, ni en Google se encuentra eso!
— Para que lo sepa mijito— dijo
recalcando las palabras— es cuando una mujer está histérica y además emputecida,
o sea, medio puta y medio histérica, ¡Y no sabe por qué! ¡También lo llaman la
malparidez! ¡Y no me preguntés más! —Dijo empujando las palabras
con las manos y volteó la espalda.
En la oficina, donde trabajaba, era
cotidiana la expresión cuando alguna estaba de mal humor y no quería que nadie
la molestara: « ¡Que hoy no me joda nadie, estoy histeropútica!».
Después
de un tiempo, empezaron las desavenencias porque Jaime además de bohemio,
resultó libertino. Los celos enfermizos de ella hicieron el resto. Entonces reñían
casi a diario. Una seguidilla fatigante
de cantaletas y reclamos hizo que el trompetista pareciera autista. Entonces empezó
a tener ensayo casi todos los días y si no tenía ensayo tenía presentaciones. Y
así, se fue ausentando cada vez más hasta que un buen día, nunca más volvió.
Ella lo esperó en vano. Inicialmente
fue el desconcierto, después lo odió sin tregua y con furia incontenible. Poco
a poco se hundió en una densa capa de tristeza y remordimiento. Devolviendo el casete
de la relación, rumiando cada recuerdo, se repetía una y otra vez la pregunta: « ¿En qué fallé? ». En las noches más aciagas,
mirando Las fotos en que estaban juntos, lloraba en silencio; con una aflicción
sin pausa que abrasaba hasta sus entrañas.
Ya en la madrugada, lograba dormirse con Jaime, como último pensamiento. Y así,
siempre bajo el yugo del recuerdo punzante de su calvo adorado; todas sus noches
eran un infinito juego de espejos. Los vanos intentos por olvidarlo y rehacer
su vida se perdían en un marasmo sin límites. Entonces se enconchó
y se alejó de todo.
El
día antes del suicidio, las compañeras de la oficina, queriendo sacarla del desánimo, la llevaron casi a la fuerza, a una taberna a tomar cerveza y a oír
música. Cuando se estaba poniendo animosa y contenta ─ante la sorpresa de todas─
se le quebró la voz, se le anegaron sus ojos y lloró con un llanto tan
incontenible que sus amigas asustadas no atinaron qué hacer. Trataron de calmarla
pero no paraba, por el contrario, iba en crescendo. Y empeoró cuando a su desbocado
plañir le agregó una queja lastimera:
— ¡Ay!, ¡Jaime, mi calvo bello!
Decidieron
parar la rumba y llevarla a casa. Las recibió la mamá, que no pudo ocultar la congoja
al verla incapaz de zafarse de su pesadumbre. Les contó que todas las noches la
escuchaba suspirar y gemir en silencio, que su vida era un suplicio desde que Jaime
la dejó.
─¡La
tusa por ese calvo la va a matar! ¡No
sé qué le vio a ese tipo¡ ¡Gordo, bajito
y calvo! ¡No sé cómo hizo para enamorarla! —decía la mamá con exasperación.
En
la noche, encerrada en su cuarto, llora como todas las noches. La luz apagada,
las sombras danzando sobre las paredes; escucha una voz. Aguza el oído tratando de saber de dónde
proviene; pero no es de afuera, viene de ella. « ¿Qué te pasó Mariana? ¿Un
amor te dejó convertida en un retazo de tristeza? ¡Tienes su recuerdo incrustado
como una astilla en el alma! Derrumbada en tu cama no tienes ganas ni fuerzas
para seguir. ¿Acaso no te ves? ¡Pareces un zombi, Mariana! ¡Estas hueca y
marchita, ya nada te causa encanto ni alegría! ¡Te quieres matar, y te vas a
matar, Mariana! ¿Y tu madre, has pensado en ella?, ¡Se afligirá y llorará meses
enteros! Pero ya lo decidiste. Ahora lo llamas a gritos. ¡Jaime!, ¡Pero él no
te responde. Sollozas, te metes en la boca el primer puñado de cápsulas. ¡Tú ya
no vales nada; por eso es mejor acabar de una vez, Mariana! Sigues tragándote
las cápsulas, saben amargas, más amargas sin agua! ¡Sientes los párpados de plomo!
Ahora tienes sueño, un sueño sereno; placentero. Te abandonas, te dejas llevar,
te invade un sopor delicioso. Una luz diáfana se abre como una ventana y Jaime como
un ángel alado entra a tu sueño. Te
acaricia, lo besas con un placer sin pausa, te engolosinas jugando con su
imagen.
─¡Mariana, Mariana!─ gritará tu madre golpeando en tu puerta.
Pero tú ya no oyes nada.─ ¡Mariana, abre la puerta!─ insiste.
Cuando
abran, tú parecerás no estar en este mundo. Palparás el silencio, luego un
túnel, un tiempo sin tiempo. Verás tu cuerpo desde afuera. ¡Como si fueras otra
persona! Y a tu madre llorando. Oirás avanzar rauda la sirena en medio del
tráfico. Luego una luz azul de cielo, y una paz infinita».
Ya fuera de la clínica Mariana, persistió
enganchada en el recuerdo pernicioso de su amor perdido. A pesar del esfuerzo
de los médicos y de los fármacos, continúa con la misma depre.
— ¡No puede seguir consumiéndose como
un cabo´e vela! ¡Como muerta en vida! —Dijo la mamá— ¡Ya no más Mariana!
Fue cuando acudió
a los naturistas, homeópatas y yerbateros. Uno de ellos le dijo que el yagé,
sacaba los demonios, los malos espíritus y las malas energías que atormentan y envenenan el alma.
Esperanzada en que sería el remedio que necesitaba, averiguó todo lo que
pudo. Unos días antes de la toma, en el periódico encontró dos noticias que la espantaron
y que casi la hacen desistir de la idea:
«…un
grupo de personas, que durante la toma del yagé experimentaron alucinaciones y
sensaciones espeluznantes, quedaron trastornadas. Una mujer del grupo murió y
otra resultó violada».
Y
«…una niña indígena a la que le habían hecho
la extirpación del clítoris murió
desangrada, no llegó al hospital a tiempo. Se produjo una polémica nacional por
la costumbre en algunas tribus indígenas de extirparles el clítoris a las niñas
para que ─según sus creencias─ siempre
fueran castas y no tuvieran deseos sexuales desbordados…».
« ─ ¡Qué tal que a una le corten el
clítoris! ¡Ay, No! —Debe ser muy horrible».
─pensó Mariana mientras un escalofrió le recorría el cuerpo.
Decidida, se fue a una finca en donde
iba a ser la toma. En una choza grande con piso de tierra y techo
de paja, el Taita o Brujo mayor ─ un indio mueco, semidesnudo,
de piel curtida y manos de labrador─; le explicó al grupo de siete personas —Mariana
la única mujer—, cómo iba a ser la cosa. En
seguida les dio a beber de una totuma un brebaje amargo, espeso y de color
negruzco. Pocos minutos después de beberlo,
Mariana empezó a sentir que su mente y su cuerpo se desdoblaban. Vio luces
centelleantes de colores muy nítidos. Todo daba vueltas a su alrededor. Su corazón
galopaba frenético produciendo un intenso golpetear de ariete en sus sienes. Tenía nauseas, sudaba copiosamente, la lengua
era pegajosa, no podía tragar la saliva. Veía todo con un halo azul. Vomitó una
babaza verde y amarga; siguió vomitando, creyó que expulsaba las entrañas. Sus
brazos y piernas parecían de trapo. Se dejó caer en el piso de tierra. Se
espeluznó cuando vio a diez indios en taparrabos —pintados con achiote y
ataviados con plumas y collares de colmillos— que la rodeaban. En el vértigo, los indios la
sujetaron de brazos y piernas, la desnudaron por completo, luego la ataron con
bejucos ─con las piernas separadas─ a una mesa de guadua. Vio unas lianas que
como culebras se enrollaban en sus
brazos y piernas. Después todos en fila ─frente a sus piernas abiertas─, el
Taita de primero, con los ojos enrojecidos, batiendo un manojo
de ramas entonaba cantos indígenas para sacarle y alejar los demonios. El Taita
acercándose a su entrepierna blandió una cuchilla.
─ ¡El clítoris, no! —Gritó con espanto. Pero
su voz sonó extraña parecía el chillido
de un pajarraco, el brujo no escuchó sus gritos, por el contrario, insistió en
que para sacar el demonio tenía que cortarle el clítoris.
─ ¡No! —volvió a chillar, frenética. Sus gritos ya no
se oían. El Taita seguió diciendo:
«…es necesario cortar, porque por el
clítoris entran a la mujer los demonios que producen el desenfreno sexual, la
histeroputicia y la traga maluca…».
El Taita se acercó más, puso las manos en su entrepierna; sintió
el corte de la cuchilla y un dolor agudo, indescriptible. Alcanzó a ver salir un
chorro de sangre. Y no pudo más, una sombra densa lo invadió todo. Todo su ser se apagó sin remedio. No supo más.
Primero nada, luego un largo túnel oscuro, al final una pequeña
luz blanca; inicialmente tenue, luego más intensa hasta hacerse cegadora.
Despertó tirada en un rincón de la choza, desgreñada,
sucia y vomitada. Todo le daba vueltas, tenía
náuseas. Sintió la cabeza estallar y un golpeteo doloroso en las sienes.
A su lado estaba el Taita, dijo algo que no entendió; ella lo miró con ojos de
espanto.
Preocupada, se tocó sus partes más íntimas,
no había dolor, todo estaba bien.
La envolvió entonces una sensación plácida
de libertad infinita y se encontró completamente
feliz, en paz con la vida
y consigo misma. Recordó que el
Taita le había dicho que el yagé limpiaba
el alma.
El recuerdo lancinante del trompetista ya no le produjo ese
ahogo visceral y angustiante que la había hundido en la depresión. No sintió el
deseo irrefrenable de salir a buscarlo. Por fin sintió el sosiego.
Libre de esos pensamientos
sórdidos, que la habían empujado a quitarse la vida, sintió en su rostro la
brisa de la vida, la alegría sublime de estar viva. Sus ojos tenían un nuevo brillo,
había sol en su alma y alegría en su corazón. Entonces como un rio crecido que
arrastra una ramita, con las ganas contenidas, con un impulso que le salió desde
muy adentro, gritó lo que nunca se habría imaginado decir:
—
¡Calvo hijueputa!!
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