La comadrona corre por la trocha que va a
la hacienda Ángel, casi al final divisa una vivienda fabricada con bareque y tejas
de barro, opacas por la lama de los años.
A María del Carmen le aumenta el
desasosiego, el líquido le moja las piernas, los dolores son insoportables, el bebé ha comenzado el viaje de su vida. La
comadrona entra al rancho de pobres. Ve la cabeza del bebé entre las piernas de
la madre. Se acerca, rompe la membrana, corta el cordón umbilical, lo baña, y lo revisa. Le aconseja que lo lleve
al doctor para lo de las vacunas, alimentación y cuidados generales.
Lo que la comadrona vio en el niño a la
luz de un candil en el rincón y los parpadeos de madrugada, se regó como una
noticia maligna en el pueblo, con la velocidad de un hilo de pólvora.
La noticia le llegó a la matrona de la
hacienda Ángel, mientras tomaba el té con unas amigas. Ocultó el trastorno de
la noticia. Despidió a sus amigas y corrió
a la biblioteca donde estaba su marido revisando cuentas. Abrió con violencia la
puerta de cedro, a Julio se le cortó la respiración.
– ¿Qué pasa?– preguntó él.
–¿Quiere saber lo que me pasa?
Un
manotazo de la mujer herida tumba las cosas del escritorio.
– Escuche muy bien. ¡Mi sirvienta tuvo
un hijo sin huellas digitales!
–¿Eso que tiene que ver contigo?
– En su familia han nacido varios niños así…
–Eso no prueba nada.
–¿No le parece desafortunada la
coincidencia?
–En todo caso no es mío.
–¿Entonces de quién?
–De uno de nuestros hijos.
–Pídale a Dios que así sea, porque si es
suyo...
Julio
al quedar solo le pidió al jardinero buscar
a sus hijos y decirles que los espera. Así que más tarde se reunieron en una fonda que vibra con la
música que escupe un aparato avejentado.
–Hijos –exclama Julio– tienen un hermano
más.
–¡Cómo! –grita el mayor alterado– si mi mamá
no estuvo…
–La madre es María del Carmen.
–¡O sea que repartiremos la herencia con
el hijo de la sirvienta! –gritó el menor.
–No sea bruto. Los he reunido, porque necesito
que uno de ustedes le diga a su mamá que ese niño es suyo. Al que lo haga le
regalo un automóvil nuevo.
–¿Solo un automóvil? –exclamó el mayor–,para
el menudo lío en que se ha metido, se necesita más que un carro. Yo no puedo ayudarle, soy casado.
–Yo asumo esa paternidad y usted a cambio
me da la casa que tiene en el pueblo –repuso Benjamín, el menor.
Una vez todos en la casa, Ester les dice
que el tema a tratar es delicado. Todos se sienten atemorizados.
–Su
padre se va de la hacienda. Tuvo un hijo con María del Carmen.
–¿Y
cómo lo sabe? preguntó el mayor.
–El
niño vino sin huellas digitales.
–Mamá,
llegó el momento de confesarle, el bebé es
mío–aclaró Benjamín.
–¿Eso
es cierto? –preguntó Ester.
–Sí.
–Ese
bastardo no es nuestro pariente–concluyó ella.
María
del Carmen en la notaría intenta registrar a su niño. Pero el notario le dice
que sin huellas no puede hacerlo.
–
Para la sociedad este bebé no existe.
Ella
corre donde le médico.
–Su
hijo sufre una enfermedad incurable. Nada podemos hacer por él, lo mejor es que
se muera antes de que su piel se pele y se infecte.
Julio
le envía algún dinero a María del Carmen. En el pueblo dicen que Dios la ha castigado
por sus devaneos. Julio se olvidó de ella y su hijo. Cuando el niño
efectivamente se agrava, ella manda a su madre a la hacienda para que hable con
el papá, pero Julio le contesta: “Ese
niño no es mío”.
En un amanecer triste se evaporó su vida. Su
mamá lo engalanó con el trajecito blanco que le regaló el jardinero de la
hacienda y lo acomodó en un cajón de madera burda. La fila de dolientes que
siguen el cortejo pasa por la plaza mayor donde Julio se encuentra, en el café,
tomando cerveza. Ve a las mujeres enlutadas caminando junto al ataúd, pasa un trago,
y sigue hablando de las próximas elecciones con sus amigos de tertulia.
Este relato logra captar la atención. La historia es delicada y encierra el simbolismo devastador: los hijos de los patrones con las empleadas, tan frecuente, parecen como si nacieran sin huellas dactilares, sencillamente, no existen.
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