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domingo, 15 de febrero de 2015

Juntos pero no revueltos


                                                                   Eduardo Toro

Agonizaba el otoño y ya el invierno  se insinuaba con ventiscas  de nieve y frio. Las hojas de arce, doradas y rojizas, que tapizaban los campos  del internado judío, eran recogidas por los alumnos Jorge y José, los más allegados de ultimo grado a los profesores Isaac y Salomón. Isaac interrumpió la faena y llamó la atención de los jóvenes: “He dispuesto que esta noche partamos de excursión a Varsovia. Pasen la voz a sus compañeros de aula.” Fijó la hora de partida y recomendó puntualidad.  


Cuando llegaron a Varsovia, después de una jornada de tres fatigantes horas, los alumnos preguntaron a los profesores cuál sería el sitio de su albergue. Salomón respondió que desde hacía mucho tiempo deseaba dar un paseo nocturno por las calles de la gran ciudad. Ordenó al auriga detener el carruaje y se bajaron en una esquina que, entre luces y sombras, dejaba ver la sordidez amenazante de la noche y las ruinosas huellas de la guerra. Caminaron por las calles humedecidas por las  primeras briznas de nieve; se detuvieron y miraron las cristaleras de las tiendas; se toparon frente a frente con la miseria y el hambre; con perros sin dueño, gatos famélicos y  ejércitos de ratas invasoras; con seres extraños que deambulaban sin norte; con mujeres de  bocas pintadas y tacones gastados, que se ofrecían a cambio de nada; con travestis estrafalarios, insinuantes unos y melancólicos otros; con marineros noctámbulos coreando aventuras de lejanas regiones; con borrachos extraviados, morfinómanos aturdidos y malandrines al acecho;  con manos ansiosas que se alargaban pedigüeñas. Contemplaron puentes majestuosos que derrochaban toda  la luz que le quedó faltando al universo.  Allí estaban todos, allí cabían todos, todas la razas, todas las costumbres y todos los acentos  mezclados  bajo el cielo brumoso y platinado de Varsovia.
–Esta taberna tiene buen aspecto  y parece segura – dijo Isaac a Salomón— deseo entrar, luce acogedora y  nos viene bien un poco de abrigo. 
Profesores y  alumnos ocuparon una gran mesa y ordenaron algo de beber y  porciones suficientes de pan caliente con miel. En un rincón, muy cerca de ellos, dos  judíos bebían y conversaban con  alicorado entusiasmo; vestían ropa propia del oficio de cargadores de muelle y su discusión se centraba en el cumplimiento del pacto de caballeros que habían sellado desde hacía algún tiempo.
–¿Estudiaste la parábola acordada? –preguntó el primer cargador al segundo–no iba yo a perder mí tiempo averiguando y desentrañando metáforas sobre el tema de Dios que tengo bien claro, a pesar de que soy  consecuente con mis creencias, no me voy a meter en caminos tan hondos– dijo mientras apuraba un vaso de vino.
–El mundo es para todos—agregó el primer cargador mirándolo a los ojos sorprendidos y también bebió, exclamando– ¡en este mundo estamos juntos pero no revueltos!
Y chocaron sus vasos en  fraternal gesto de respeto mutuo.
Isaac y Salomón observaron los rostros sorprendidos  de sus alumnos que escuchaban  atentos la conversación de los cargadores. Es hora de marcharnos –dijo Salomón– y se levantaron. Las notas de una deliciosa polca arrancadas al fuelle de  un viejo acordeón acompañaron la retirada. Caminaron en silencio bajo un manto de estrellas titilantes y  vieron como la luz de la luna se dormía en el rio y en las torres del muelle despertaba  un ding dong.
El regreso fue lento. Los cuatro alazanes que tiraban el carruaje braceaban en medio de una alameda de arces esqueléticos, tras los cuales brillaba la luna pálida y melancólica que moría con el otoño.  Todos dormitaban al arrullo del acompasado golpe de herraduras sobre el piso tapizado de hojas secas y cuando el frio del amanecer taladraba   los huesos.
–Oigan todos –gritó Isaac, sorprendiendo a los viajeros, mientras acariciaba su barba con la mano izquierda–sabrán que solo fuimos a Varsovia a escuchar cómo dos cargadores del muelle, dirimían con pasión las discrepancias sobre sus creencias. Quise que recibieran de ellos la sabia enseñanza del valor de la tolerancia y   respeto y la convicción de que podremos convivir en paz bajo un mismo cielo, solo cuando alcancemos el nivel de igualdad que todos nos merecemos y  anhelamos.  

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