Alexandra Franco
Mientras termino de peinarte, te
contaré cómo nosotras todas mujeres, somos quienes adornamos los lugares
preciados en nuestro planeta, entregando amor incondicional y vida,
enfrentando ultrajes, abusos, maltratos
y no quiero acordarme de más temores para continuar. Todo, solo, por
resistirnos a la corrupción, amiga de los astutos y denigrada por los
inteligentes de la especie humana. Mi madre o mejor tu bisabuela Caridad, murió
cuando nací en una finca, cerca al desierto de la Tatacoa.
Terruño abandonado por amenazas
anónimas que fragmentaron y desplazaron
la parentela entera que decidió llamarme Cualidad. De lo poco que hablé
con papá, sé que a inicio de los setenta escogió a Cali como nuevo albergue por
los Juegos Panamericanos, el clima y las mujeres. Vivimos cerca al río Cauca en
tugurios hechos en tres horas con mingas organizadas por gente del pacífico
desde Nariño hasta el Chocó.
Dicen que se montaban mínimo treinta
por noche. Cuando se terminó el espectáculo se acabó la fiesta y los encuentros
culturales se espantaron. Papá, a quien apodaban “cusumbo”, sin consultar, solo
con sus dos niños, decidió armar un cambuche fuera de la vida urbana costosa y
egoísta. Justamente yo llegué a este paradisíaco lugar. Era solo una bebé y he
olvidado detalles de mi infancia. No sé si para bien o para mal, hasta ahora me
lo pregunto. Sé de la tierra, de los vientos, las aguas, del fuego y de los
bellos testimonios de animales e insectos que me acompañaron en mis juegos
infantiles solitarios.
Tengo memoria acústica y es
precisamente cómo a inicios de los ochenta, viviendo en el monte de los
Farallones, entre mariposas, aves, frutas y flores exóticas, correteando colibríes,
chuchas y venados, en un mundo soñado, sucedió lo que a nadie le he contado y
muchos tergiversan.
Tales experiencias maravillosas se
interrumpieron a mis trece años cuando el silencio del bosque cambió por el
estruendo acelerado de camionetas cuatro por cuatro, fuegos artificiales
injustificados, equipos de sonido con rancheras o grupos en vivo de mariachis. Gritos,
silbidos y vulgaridades espantaban hasta las más pequeñas criaturas. Con esa
bulla arribó tu abuelo, un responsable irresponsable, quien aturdió la zona a
punta de labia.
Le vi por primera vez afuera de la
iglesia del corregimiento un domingo de ramos, donde departía con varias
personas bajo la sombra de un carbonero gigante. Con un dedo llamó a mi padre.
Era apuesto, viejo para mi edad, mono ojiazul, charlatán, paisa, mujeriego,
ambicioso, y quizás con lo peor de los males del hombre que nunca satisfacen:
la codicia. Me miró, sonrió y escuchó cuando tu bisabuelo me mandó para la casa
sola mientras ellos terminaban con los nuevos inmigrantes una canasta de
cerveza entre chistes, tejo, refranes y negocios.
Esa noche el sereno se presentó en
forma humana y arrebato de un golpe mi inocencia. Una y otra vez la imagen de
esa mirada maliciosa de aquel señor conocido como Número, no me desamparó.
Confundida sin conocer qué pasaba, ni qué había pasado, la menstruación no vino,
los ojos vidriosos y la constante salivación acompañada de arqueos con vómito,
me presionaron para ir con mi inocencia y poca habla a la brigada de salud que
se realizaba cada mes, confirmaron con
un examen que estaba embarazada. Médicos, sicólogos, odontólogos y otros no
dudaron en señalar a mi padre y a mi único hermano como causantes de mi nuevo
estado. Los pocos campesinos que nos conocían se unieron al señalamiento,
siendo desterrados por un grito intimidatorio, sin derecho a escucha, ni
defensa. Sin despedidas, ni adioses, me volé y caminé por un bosque. Al cabo de
unas semanas, retorné al hogar frío, sin
leña y sin voces que me acogía y expulsaba.
De la familia no sé nada, es mejor
aparecer muerta que estar desaparecida. Siempre callada, cabizbaja y viviendo
en el cambuche que mi familia había organizado no me dejé morir, le pedí
trabajo a una señora encantadora, Pachamama, solitaria, propietaria de tres
montañas en los Farallones, guerrera, frentera
y muy confiada, quien me acogió, encargándose de mí para que no me enviaran a un hogar
sustituto o de adolescentes embarazadas
que deben dar sus hijos en adopción. Me puso oficios: encomiendas, recados,
responsabilidades y me respetó y me escuchó, era lo que necesitaba para no
estar pensando en tormentosas experiencias y
en el abandono, siento que me tenía
lástima.
El estilo de vida del mafioso Número se
encarnizó con el edénico predio, alquiló con pago por un año dos de las tres montañas
de Pachamama. En menos de dos meses las agujerearon, los ríos se convirtieron
en echaderos de químicos, la motosierra, las motos, el helicóptero se unieron a
la contaminación ambiental para arrebatar al
viento su armonía y verter el amarillo sobre el verde. La gente hablaba de oro,
respiraba oro, olía a oro, las sonrisas de dientes de oro innovaron la imagen
de los pocos campesinos que habitaban el corregimiento, la escuela se acabó,
los jóvenes querían dinero fácil sin estudiar, hubo robos, atracos, homicidios,
secuestros y desapariciones. Entretanto Número
permanecía semanas en las excavaciones para ser el primer y único colono
en encontrar la veta de oro inigualable del Pacífico. Con la tala masiva de
árboles centenarios cambiaron el clima, secaron quebradas y varios nacimientos
de agua. El paisaje cambió al de una desolación y sequía permanentes. El agua
solo la usaban para conseguir oro. Aves, animales, insectos abandonaron las dos montañas. La tercera que es está,
donde hoy rememoro para ti mis secretos, nunca se afectó.
Un día cuando se celebraba el día del
campesino y los nuevos ricos invitaban a endeudarse a inocentes bajo el asombro
de metales y timbales orquestados,
stripteas, shows, espectáculos y entretenimientos de consumo que reclutaban sin
esfuerzo a los adolescentes sin cariño,
Pachamama no aguantó y dispuesta a finalizar el contrato, agarró unas
onzas de oro para cancelar el contrato,
llegó a la cancha de fútbol a enfrentar a su aborrecido inquilino. La
gente departía, bebía y comía. Alguien preguntó por el micrófono el paradero de
Número y una carcajada comunal respondió en silencio.
Pachamama me miró sin observarme, presa de ira se le
acercó Huérfanor, y en el oído le comentó lo que todos ya sabían. Número estaba
en la fosa más profunda, impuso una
marcha que anticipaba la muerte. Siendo la baquiana con mayor experiencia en
los Farallones, seguí a mi madre gestante de tres meses sin levantar sospecha y
evitando que ella me notara. Entró enfurecida en la caverna mortal, no había
pasado un minuto de su ingreso, cuando escuché un alarido con un eco
subterráneo desgarrador. Entré intempestivamente, orientada por las antorchas
titilantes, olía a pelo quemado, combinado con ácidos, los aromas me impedían concentrarme; la visual, la
respiración y la garganta se agotaban cuando aprecié a Número, quien enloquecido derramó cianuro sobre el
cuerpo de Pachamama, que agarrando como águila las onzas, intentó escapar, le
di con una porra, con furia, dolor, rabia, alcanzándole su cráneo por el lado izquierdo, lo dejé inmóvil, me
percaté que estuviera inconsciente y cubrí con mi chaqueta su carne
efervescente.
Como pude, con fuerza y delicadeza,
cargué a Pachamama hasta el puesto de salud que estaba desolado. Entraba la
noche y Loaiza, el vigilante me ayudó con los primeros auxilios. Salió a pedir
ayuda, la médica rural, con unos tragos
encima, se atrevió a dar un parte médico: mujer de 45 años con
quemaduras de tercer grado por ácido en más de la mitad del cuerpo. Llamó con
urgencia a una ambulancia para trasladarla a la unidad de quemados del hospital
universitario. Llegó a la hora, la acompañé, durante el trayecto me susurraba
palabras que me hacían acercarme hacia su irreconocible rostro; me decía que le ayudara a desalojar la maldad
de su propiedad.
La acompañé toda la noche en la sala
de urgencias, ella en una camilla oxidada, protegida con un caucho
ensangrentado del herido o muerto
anterior, dormitaba esperando a que desocuparan una cama en la unidad. Por
fin antes del alba la remitieron a una sala con olor a químico de limpieza y la
postraron en un lecho decente, se encontraba aún dopada, reaccionó dos horas después
y apenas me vio, intentó agarrarme para que me aproximara a ella, entre dientes me preguntó qué estaba haciendo
allí, que por qué no le había hecho el mandado. Estaba en buenas manos, pero su
predio no.
En ayunas, sola, con muchas ideas y
una estrategia, volví al corregimiento, hablé con el corregidor, un joven
abogado quien prestó atención, tomó un
megáfono y convocó con urgencia a enguayabados y cristianos para informarles lo
acontecido y de los propósitos de Pachamama.
Muchos tomaron distancia, agarraron
sus pertenencias y emprendieron un éxodo masivo cuando las campanadas que
sonaron al medio día, abandonaron las montañas, sin estruendo, como salen los
cobardes.
Nunca volví a ver viva a Pachamama, su corazón
dejó de palpitar en el momento en que la campana descargó las doce. Antes de
morir recomendó ante un notario que yo, Cualidad, desde ese día, estaba
encomendada a ser la dueña y señora de las tres montañas. Ansiosa por contarle
lo inimaginable en tan solo unas horas y desconociendo sus últimos deseos, bajé
a la ciudad y esa misma tarde como ella lo había manifestado, la enterramos,
sin misa, ni flores, ni cánticos, la acompañé hasta la última pala de tierra
que cayó sobre su féretro. El enterrador y yo oramos un padrenuestro y tres
avemarías por su alma; esa fue mi despedida física. Debí esperar menos de cinco
años para que me legitimaran las montañas.
La felicidad y la tristeza van de la mano. Con
pasión, quien aún habitaba en mí, agarró un impulso de sabiduría y prudencia
para enfrentar el vivir.
A Número nadie le volvió a ver, nunca
se supo si salió o no de aquel hueco maligno que fue tapado con rocas, piedras
y palos. La escuela se reabrió, nombraron maestra de planta, una mujer
inquieta, generosa y ansiosa por compartir sus saberes.
Por esos días tuve a tu madre en el
centro de salud, la profesora me acompañó, se encargó de enseñarme el trato
adecuado para la bebé, a quien le dio el
nombre de Pasión, ni sabía qué significaba pero sonaba bien. Anticipé la
dieta para salir a trabajar, la maestra demostró mucho afecto por tu madre,
quien prefirió durante su niñez y juventud compartir con la profe más que
conmigo, o que con sus compañeros de clase. Poco hablé con tu madre por estar
pendiente de otros menesteres que distraían mi historia entristecida.
Hay días que me da remordimiento y me
digo: “hubiera no existe y a lo hecho pecho”. Hicimos varias acciones con toda
la comunidad, mingas productivas que generaron colectivos, tu madre siempre me
evitó y nunca quiso participar. Los campesinos intercambiaron semillas nativas
con indígenas y afros del otro lado de la montaña mayor, para recuperar el
bosque gestor de agua. Tuvimos que esperar cinco años, o más, para volver a
sentir las aves, las loras, los ciervos, los guatines, los micos, los osos, los
perros de monte o jaguares y para llegar a ser la única propietaria con papeles
de tierras que jamás anhelé.
A finales de los ochenta la alegría
retorno por completo. La solidaridad, el aprecio y el cariño convirtieron a
Pachamama en “hábitat” de paz, donde el diálogo y el consenso son las
herramientas que agradan y ambientan la cotidianidad. La maestra me enseñó a
aprender con Pasión a quien le brindo especial orientación, hasta que cumplió
los dieciséis años.
Cuando ambas en rumbos separados
decidieron abandonar a Pachamama y sus alrededores, eso fue ya para finales de
los noventa, y solo hoy quince años después, sé que está bien, que estudió biología
en Berkeley California, que vive en una de las islas de Hawai, en un hogar
verdadero y que no desea volver la mirada atrás, ni a su madre o a tu propia
abuela Cualidad. Mirada que tú confrontas para regalarme lo más preciado que la
vida me ha otorgado, tu presencia, símbolo de prolongación generacional
femenina.
He terminado de peinarte prístina
nieta, hoy tu hermosura engalana este paisaje, espero que te amañes para
continuar con el legado, te invito a recorrer paso a paso este pedazo de
cordillera durante tus vacaciones de verano.
Bonito y triste como la vida misma.
ResponderEliminarQuién pinto el cuadro por favor?
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