María del Socorro Rivera
Sentado
ante la mesa que servía de comedor, oratorio, y
despacho para los eventuales asesores jurídicos de los internos, Joaquín,
dolido y aun sin reponerse de la sentencia a diez años, por ocultamiento de
cadáver, cavilaba.
Tenía
treinta años, sería el gerente más joven de sucursal del poderoso del banco.
Había sido elegido por su desempeño profesional y sus cualidades de ser humano.
Qué ironía –pensó–, pues aquella tarde
del veinte de julio no acudió al uso de sus cualidades humanas por lo cual hoy
está en el penal.
Joaquín,
aquel día, llego al departamento de relaciones industriales, recién graduado,
con un folder de ilusiones en su maletín –regalo de su abuelo–, y la vio
sentada en la oficina de la secretaria con esos ojos que todo lo decían e
insinuaban. Si existe el click de atracción a primera vista, fue lo que sucedió
aquella mañana entre ellos.
María
Teresa le hizo entender el verdadero sentido de la atracción fatal. Recordó su
caminar cuando le ofreció café y lo volvió a mirar con sus grandes ojos grises.
Vino a su memoria, aquel primer encuentro en un barcito a media luz, de un
sector poco concurrido de la capital, en el que comenzó su romance. Recordó la
voz melodiosa y dulzona de su amante, cuando en medio del fragor de la pasión
le juro amor eterno. Las calles solitarias fueron testigo de su pasión
desbordada, de los momentos lujuriosos en el coche, sin importarles que fueran
pillados por un transeúnte desprevenido.
Los
amantes sintieron los momentos de miedo ante las mentiras a sus respectivas
familias, para salir a sus encuentros impulsados por el deseo.
El
amante experimento en sus noches de reclusión ese sentimiento de culpa,
compartido con la amada, por tantas mentiras que los llevaron a satisfacer el
deseo y la pasión incontrolable.
Joaquín
seguía recordando los encuentros furtivos en moteles de las afueras de la
ciudad, los inventados almuerzos de trabajo, solo por el gusto de satisfacer la
pasión desenfrenada por María Teresa. Las inventadas convenciones de fin de
semana, en las que disfrutaron de su amor, de sus charlas de política, cine
libros …..
Con
tristeza recordó aquel veinte de julio, tan añorado y planeado con su amante,
un estremecimiento le corrió por la espalda, al recordar que fue la última vez
que la vio sonreír.
El
miedo a las consecuencias logradas por su falta de racionalidad, cordura y
decencia, lo hizo llorar sin consuelo.
Eran
las cinco de la tarde cuando llegaron al pequeño hostal en las afueras de la
ciudad, por una carretera casi oculta, un lugar sembrado de hortensias y
veraneras, el sitio perfecto para el encuentro de los amantes. Se registraron
como cualquier pareja de enamorados.
Pasaron
al comedor, que a esa hora estaba vacío, las mesas con manteles de cuadros azul
y blancos. Tomaron una mesa escondida tras la barra, y allí dieron rienda
suelta a su deseo. Las miradas iban y venían, el roce de manos, la de Joaquín
en la entrepierna de María Teresa. María Teresa le correspondía con besos. Comieron
ligeramente y de prisa, para no perder el calor de la pasión.
Fueron
a la habitación donde recorrieron el camino de su amor, saciaron sus deseos, y más
tarde, sudorosos, se entregaron al sueño.
Joaquín
se despertó temblando de frio, cobijo a su amada, la sintió helada, encendió la
luz y se encontró con esos inmensos ojos grises e inexpresivos que lo miraban. La
sacudió, le dio cachetadas, la gritó, hizo maniobras de reanimación pero no
hubo respuesta. Enloquecido, recorrió la habitación tratando de encontrar solución,
se hallaba desesperado sin saber qué hacer a quién llamar. De pronto una idea, salir
con María Teresa del hostal como si nada hubiera sucedido. Inicio el ritual de
vestirla, como quien viste a una muñeca de trapo, tuvo cuidado al escoger la
ropa interior, que hicieran juego el panty y el brasier. Hurgando en su maleta,
encontró unas pastillas para el tratamiento cardiacos, tuvo rabia. ¿Cómo no le dijo? ¿Cómo no le advirtió que no podía
beber licor? ¿Por qué ocultó su enfermedad? Continuo con el ritual, su piel
suave y helada lo hizo estremecer, le puso el pantalón, la blusa, la chaqueta,
todo de manera cuidadosa, buscó con qué peinarla, y entonces el cuerpo
desfallecido se le asemejo al de las muñecas de su hija, qué imagen tan odiosa.
Empacó y la llevo cargada hasta el carro, como si estuviera dormida. La acomodó
la silla como si estuviera viva.
Fue
a la recepción pagó la cuenta con una sorpresiva tranquilidad y sangre fría.
Joaquín
recorrió la ciudad hasta llegar al lado opuesto. No sabía si debería llevarla
al hospital, dejarla abandonada en la puerta de su casa, o llamar a un familiar
y contarle la verdad.
A
lo lejos los potreros donde pasta el ganado. Ahí se detuvo y la dejó
abandonada, olvidando su buen juicio y su cualidad de ser humano. Y regresó a
su casa, con su mujer y sus hijos, como si nada hubiera pasado.
De
ahí en adelante, el remordimiento jamás lo volvió a dejar dormir, algo que minó
su vida, recordaba no haberle cerrado
los ojos al cadáver.
Y
todas las noches sus eternos ojos grises lo miran y lo seguirán mirando sin
expresión, sumido en su reclusión.
María del Socorro felicitaciones, el final es de terror, yo tampoco volvería a dormir.
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