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miércoles, 23 de septiembre de 2015

Veinte de julio

María del Socorro Rivera

        Sentado ante la mesa que servía de comedor, oratorio, y  despacho para los eventuales asesores jurídicos de los internos, Joaquín, dolido y aun sin reponerse de la sentencia a diez años, por ocultamiento de cadáver, cavilaba.



Tenía treinta años, sería el gerente más joven de sucursal del poderoso del banco. Había sido elegido por su desempeño profesional y sus cualidades de ser humano.  Qué ironía –pensó–, pues aquella tarde del veinte de julio no acudió al uso de sus cualidades humanas por lo cual hoy está en el penal.


Joaquín, aquel día, llego al departamento de relaciones industriales, recién graduado, con un folder de ilusiones en su maletín –regalo de su abuelo–, y la vio sentada en la oficina de la secretaria con esos ojos que todo lo decían e insinuaban. Si existe el click de atracción a primera vista, fue lo que sucedió aquella mañana entre ellos.
María Teresa le hizo entender el verdadero sentido de la atracción fatal. Recordó su caminar cuando le ofreció café y lo volvió a mirar con sus grandes ojos grises. Vino a su memoria, aquel primer encuentro en un barcito a media luz, de un sector poco concurrido de la capital, en el que comenzó su romance. Recordó la voz melodiosa y dulzona de su amante, cuando en medio del fragor de la pasión le juro amor eterno. Las calles solitarias fueron testigo de su pasión desbordada, de los momentos lujuriosos en el coche, sin importarles que fueran pillados por un transeúnte desprevenido.
Los amantes sintieron los momentos de miedo ante las mentiras a sus respectivas familias, para salir a sus encuentros impulsados por el deseo.
El amante experimento en sus noches de reclusión ese sentimiento de culpa, compartido con la amada, por tantas mentiras que los llevaron a satisfacer el deseo y la pasión incontrolable.
Joaquín seguía recordando los encuentros furtivos en moteles de las afueras de la ciudad, los inventados almuerzos de trabajo, solo por el gusto de satisfacer la pasión desenfrenada por María Teresa. Las inventadas convenciones de fin de semana, en las que disfrutaron de su amor, de sus charlas de política, cine libros …..
Con tristeza recordó aquel veinte de julio, tan añorado y planeado con su amante, un estremecimiento le corrió por la espalda, al recordar que fue la última vez que la vio sonreír.
El miedo a las consecuencias logradas por su falta de racionalidad, cordura y decencia, lo hizo llorar sin consuelo.
Eran las cinco de la tarde cuando llegaron al pequeño hostal en las afueras de la ciudad, por una carretera casi oculta, un lugar sembrado de hortensias y veraneras, el sitio perfecto para el encuentro de los amantes. Se registraron como cualquier pareja de enamorados.
Pasaron al comedor, que a esa hora estaba vacío, las mesas con manteles de cuadros azul y blancos. Tomaron una mesa escondida tras la barra, y allí dieron rienda suelta a su deseo. Las miradas iban y venían, el roce de manos, la de Joaquín en la entrepierna de María Teresa. María Teresa le correspondía con besos. Comieron ligeramente y de prisa, para no perder el calor de la pasión.
Fueron a la habitación donde recorrieron el camino de su amor, saciaron sus deseos, y más tarde, sudorosos, se entregaron al sueño.
Joaquín se despertó temblando de frio, cobijo a su amada, la sintió helada, encendió la luz y se encontró con esos inmensos ojos grises e inexpresivos que lo miraban. La sacudió, le dio cachetadas, la gritó, hizo maniobras de reanimación pero no hubo respuesta. Enloquecido, recorrió la habitación tratando de encontrar solución, se hallaba desesperado sin saber qué hacer a quién llamar. De pronto una idea, salir con María Teresa del hostal como si nada hubiera sucedido. Inicio el ritual de vestirla, como quien viste a una muñeca de trapo, tuvo cuidado al escoger la ropa interior, que hicieran juego el panty y el brasier. Hurgando en su maleta, encontró unas pastillas para el tratamiento cardiacos, tuvo rabia. ¿Cómo  no le dijo? ¿Cómo no le advirtió que no podía beber licor? ¿Por qué ocultó su enfermedad? Continuo con el ritual, su piel suave y helada lo hizo estremecer, le puso el pantalón, la blusa, la chaqueta, todo de manera cuidadosa, buscó con qué peinarla, y entonces el cuerpo desfallecido se le asemejo al de las muñecas de su hija, qué imagen tan odiosa. Empacó y la llevo cargada hasta el carro, como si estuviera dormida. La acomodó la silla como si estuviera viva.
Fue a la recepción pagó la cuenta con una sorpresiva tranquilidad y sangre fría.
Joaquín recorrió la ciudad hasta llegar al lado opuesto. No sabía si debería llevarla al hospital, dejarla abandonada en la puerta de su casa, o llamar a un familiar y contarle la verdad.
A lo lejos los potreros donde pasta el ganado. Ahí se detuvo y la dejó abandonada, olvidando su buen juicio y su cualidad de ser humano. Y regresó a su casa, con su mujer y sus hijos, como si nada hubiera pasado.
De ahí en adelante, el remordimiento jamás lo volvió a dejar dormir, algo que minó  su vida, recordaba no haberle cerrado los ojos al cadáver.
Y todas las noches sus eternos ojos grises lo miran y lo seguirán mirando sin expresión, sumido en su reclusión.






1 comentario:

  1. María del Socorro felicitaciones, el final es de terror, yo tampoco volvería a dormir.

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