Después de tres días de búsqueda
encontraron a Fumiko. Estaba recostada, cubierta por las hojas amarillas de un
gingko, a un lado del viejo y derruido templo de Buda, cerca al monte Bandai. Quienes
la hallaron dijeron que “parecía dormida”. “Este caso es bastante
extraño”–comentaron los investigadores.
—La conocí en la estación del tren en
Aizu. Yo iba para Koriyama cuando la vi. Me sorprendió el rostro límpido, la
manera suave y delicada al caminar, la sencillez del traje que lucía y el
brillo del cabello. Tenía una figura agradable. Recuerdo que miraba seguido el
pequeño reloj de pulsera que llevaba y denotaba preocupación.
—Perdone–me dijo–, ¿el tren ya debía
estar aquí, verdad?
—Sí–respondí–lleva retardado un minuto.
No es mucho…Ya se aproxima, ¿lo escucha?
—Cierto. Me preocupa llegar
tarde.
—¿A dónde va?
—Al hospital de Koriyama. Tengo una
entrevista. Aspiro vincularme como
enfermera.
—¿Como enfermera?
—Sí.
—Yo trabajo allá. Despreocúpese. Llegará
a tiempo.
Conversamos mucho y me enteré sobre su
preparación. Ella no supo–me encargué de que fuera así–que yo formaba parte del
comité de selección. Me pareció muy competente. Llegado el momento de la
entrevista, me disculpé ante mis compañeros. Quise que hicieran sus propias
deducciones. Una hora después regresé y habían llegado a la misma conclusión. Estábamos
ante una candidata idónea. Al final del proceso, fue seleccionada. Con nosotros
estuvo cinco años. Lamenté su traslado al hospital de Aizu. Le quedaba más
cerca de donde vivía y se ahorraba dos horas de viaje al día. Ojalá se sepa qué
fue lo que le pasó.
—La conocí en el hospital, acá en Aizu.
Llegué luego de un accidente de trabajo. Me operaron y desde el día siguiente empecé
el proceso de recuperación y terapias. Ella se llamaba Fumiko. Era una
enfermera muy amable. Uno la veía atenta a la evolución de los pacientes, brindando los cuidados que requerían con humanidad. En la medida en que mejoraba, recorríamos los jardines del lugar. Me enseñó a reconocer los matices de colores
en las flores y sentir su aroma. Descubrió para mi otro mundo. Mencionó–lo
recuerdo bien–que el arco iris estaba también en el bosque, en los senderos,
las plantas y corrientes de agua. Decía que era cuestión de serenar el espíritu
y dejar entrar la magia que hay en lo que nos rodea. Era muy especial. Los compañeros
del hospital que cuidaba, mejoraban rápido. Desearía saber qué le pasó.
—Es lógico que quiera saber qué fue lo
que sucedió. Legalmente era mi esposa.
—¿Entonces…?
—Es que no tengo nada que decir. Pensé
que me darían alguna noticia.
—¿No observó algo anormal en la manera de
comportarse? ¿Sabe si se veía con alguien?
—Si lo hubiera sabido…¿Tienen algún
indicio?
—Entienda que investigamos para saber qué
pasó. Debemos preguntar.
—Ya está bien. Por favor salgan de mi
casa…
Al comenzar la semana, Hinata vio a las
últimas grullas remontar el cielo del norte y los bosques vestirse de bruma. “Hará mucho
frío”–pensó–. La ciudad en silencio recibía las lluvias del comienzo del otoño.
Una bandada de cuervos buscaba comida en el terreno yermo de la parcela que
había vendido. El aviso colocado por los nuevos dueños rezaba que construirían
bloques de apartamentos. Sintió desazón. El verde que tanto le gustaba se
escurría poco a poco a lugares más alejados y las aves con él, junto con las
flores y sembrados. Recordó los hermosos cultivos de arroz, las espigas en su
punto y los atardeceres únicos, llenos de color, que lo hacían soñar. “Qué
rápido pasa todo”–afirmó mientras oteaba el horizonte–. Tenía presente la
promesa hecha a Fumiko y lamentó que fuese así como empezaba una nueva vida.
En las mañanas Hinata se encargaba de
abrir el almacén donde laboraba. Luego de hacerlo, desayunaba en una cafetería dos
cuadras más allá del almacén. Fue allí donde conoció a Fumiko. Hacía un pedido
de nato, tofu y té. Hinata observó el
suave y largo cuello y el brillo del cabello. Se sintió cautivado. Buscó dónde
hacerse para mirarla, fascinado, mientras ella desayunaba. Cuando Fumiko acabó,
salió del lugar, montó una bicicleta, lo miró y le sonrió. Hinata se sintió
animado. “Qué suerte. Tendré un buen día”–pensó–. Volvió contento a su rutina.
Desde aquella ocasión, cada vez que pasaba por la cafetería, confiaba en la
aparición de quien lo había atraído.
Al llegar la primavera enfermó. La alergia
al polen lo ponía mal. Le recomendaron que fuera a consulta al hospital. Se
sorprendió al verla, ella estaba de servicio. Se saludaron. Conversaron sobre
sus vidas y se agradecieron el momento. Quedaron de tomar un té en el lugar
donde se habían visto por primera vez.
Cumplida la invitación, Hinata decidió
esperarla en las noches y acompañarla hasta cerca del lugar donde vivía. Ella
le dijo que así estaba bien porque no quería más problemas con el marido. Cada
vez que se despedían, él le obsequiaba un detalle y recibía a cambio una
sonrisa y un beso en la mejilla. El amor llegó. Hubo escapadas y dolor cada vez que se despedían. Hinata la
trataba bien y con él se sentía mujer.
Fumiko no llegó a sentirse amada por su
marido. Advertía que las ganas de vivir,
cuando él la requería, se le apagaban. Una tarde de amor Hinata y Fumiko
decidieron rehacer sus vidas. Él le prometió llevarla al mar, lejos de donde
ahora vivían. Ella prometió seguirlo.
Aunque se había acostado, Hinata no pudo
dormir. Estaba preocupado y el resfriado lo acosaba. Los mocos le tapaban la
nariz. No encendió la lámpara. Prefirió acostumbrarse a las sombras de la noche.
Se levantó y caminó sin hacer ruido. Calentó un poco de agua y tomó algunas
medicinas. Miró las manecillas fosforescentes del reloj encima de la mesa. “En
poco más de dos horas romperá el alba”–pensó–. Estimó que el momento había
llegado. Se vistió y salió al camino. Guardó en una bolsa el dinero recibido
por la venta de la parcela. “Fumiko, te lo prometí”–murmuró–. Lo recibió el
aire gélido de la madrugada. Se orientó hacia el monte Bandai y emprendió la
marcha. Sabía que al caminar por los arrozales debía cuidarse de las
serpientes. Al saltar un montículo torció el pié derecho y cayó de bruces.
Perdió los anteojos y sintió un fuerte ardor en una de las manos. Supo que lo
había picado algún crótalo. Palpó la tierra y experimentó una nueva mordida. El
corazón se le aceleró y un sabor metálico le llegó a la boca. “No, no. ¡Por
esta vez no!”–suplicó–. Con esfuerzo se levantó y volvió a caer. Percibió el
olor suave y húmedo de la tierra. Pensó en Fumiko, cerró los ojos y lloró. “Lo
prometí”, murmuró.
—Me prometió llegar–afirmaba Fumiko–me
dijo que me llevaría junto al mar. Sé que vendrá y me dará calor. Qué noche más
fría y oscura...dijo que este era el mejor lugar para encontrarnos.
Sabe que me tiene, que lo amo y lo amo tanto que me duele todo–sin poder evitar
las lágrimas–vendrá, este frío me revienta–se frota las manos y los brazos
con intensidad–nos iremos al mar y nadie sabrá de nosotros…cómo me duele la
cabeza. Siento que el frío es más frío con el viento, como los cierzos de
invierno. ¡Hinata, llega pronto!...no demores más o moriré de frío...por fin.
Mira que has tardado…
—…
—Perdona. Tengo tanto frío.
Abrázame…¿Eres tu verdad? Estás tan helado como yo.
—Mamá–el niño señaló el cielo.
—¿Y ese par? Es raro. No es
tiempo para grullas…
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