Nancy F Dominguez
No cabe duda del amor entre ellos. Ana
acaba de bañarlo y lo está peinando, le coloca un pañuelito azul en el
cuello, lo acuesta en sus brazos, lo arrulla y le dice: mi bebé.
Él le lame la cara.
Él le lame la cara.
Hace casi dos años lo
encontró tirado en uno de los corredores, su cara estaba ensangrentada, le
pareció que agonizaba. Lo arropó hasta que cogió calor y, mientras tanto, le pidió que no se muriera, ella se iba a encargar de él.
Al principio, nadie quería que Ana
se encartara con ese perro enfermo ¡Qué asco! Le decían sus hermanas cuando lo
llevaba a dormir al cuarto que compartían. El perro creció, no así el pelambre crespo y desteñido amontonado en la cara que le daba la apariencia de
un perro loco. A su hermano le parecía marica por lo que decidió llamarlo Filippo.
No se le pudo identificar la raza por ninguna parte; sin embargo, era tan
amoroso que se volvió parte de la familia. Un compañero de todos, aunque con
quien estableció el más estrecho vínculo fue con el padre.
Una mezcla de murmullos lejanos, carcajadas,
palabras incomprensibles y gritos de celebración, perros que ladran cuetones
que explotan, escucha el papá de Ana en la madrugada de la noche de navidad.
Está recostado en la baranda del corredor
envuelto en una desgastada bata de dormir que le cubre su abultada barriga que
le cae hasta las rodillas. Echa de menos al perro, le pareció extraño que no
estuviera esperándolo frente a su dormitorio. Recorrió los lugares donde se
escondía cuando escuchaba el estallido de los cuetones, lo llamó con un silbido
tenue y aflautado que reconocía. Pensó que en cualquier momento aparecería,
entonces vio a Berenice en una silla del corredor, llorando. Había ido al
dormitorio de sus hijas a levantar a Ana y descubrió que no había dormido, su
cama permanecía tendida. Sus hermanas sólo recordaban que Ana había empezado a
contarles un cuento pero ellas se durmieron. La buscaron por toda la casa. Todos
salieron alarmados, se dispersaron esperando encontrarla.
La familia había celebrado la
navidad como era la tradición. Las familias criaban sus propias aves para las
fechas especiales, engordaban gallos de casta que recibían una combinación de hierbas
sazonadoras y millo para realzar el sabor de la carne. Berenice y Ana escogieron
los dos mejores gallos.
A la hora de la cena, Berenice le
pidió a Ana que llevara los platos a la mesa para los siete miembros de la
familia en el orden que le indicó.
rezaron la novena y cantaron villancicos,
Berenice descubrió la mesa con los regalos se sentaron en su puesto y se dieron
a comer su anhelado gallo asado. En la cabecera el padre y a su lado derecho
Marino y Ana, los hijos mayores. Al lado izquierdo estaba Berenice y los otros
tres hijos.
-¿Viste que hoy mamá me mandó a poner los platos en la mesa?
Uno de los niños dijo gritando que
quería ver su regalo antes del postre.
-Qué pereza esos regalos… seguro es
un libro o una herramienta… odio esos regalos –le dijo Marino a Ana de manera
discreta y en voz baja.
-¿Te diste cuenta?
-¡Yo no le pongo cuidado a esas pendejadas! ¿Te sentís muy
orgullosa del trabajo de las cocineras?
Berenice puso a cada uno su regalo
en la mesa.
-Nada te gusta tontarrón, a ver…
contame qué es lo que te gusta de esta celebración ¡A ver qué!
-Pues nada… los hombres jamás nos metemos en el trabajo de las
cocineras porque somos los importantes en esta cena.
-¿Importantes? Será porque tragan
más… tragón.
-Mirá de qué están llenos los
platos de mi papá y el mío y mirá el tuyo y el de mi mamá.
-Pues sí, ambos tienen pechuga ¿Y
qué?
-Pues que pechugas, ustedes las
mujeres, jamás probarán es solo para nosotros los hombres que somos los
importantes en la familia ¿No te lo ha dicho mamá?
-Pues no, y yo no veo la importancia.
-Niñita majadera ¡no es así de
simple! Nosotros los hombres somos superiores y por eso nos dan la presa más
importante.
-¡Importantes y además superiores!
- Ana le mete la mano al plato de Marino y le arrebata la pechuga.
Berenice se levanta.
-¿Qué está pasando con ustedes?
Marino chillando le dice que Ana le
ha quitado la pechuga.
Berenice saca a Ana arrastrada del
comedor.
Algunos minutos después de pasado el mal rato, Ana regresa al
comedor. Se sienta y no come nada, tampoco participa en la destapada de los
regalos, permanece ausente y en silencio hasta que el papá da por terminada la
celebración.
Una vez las hermanas se han dormido Ana sentada en la cama, con el sueño que no le llega, sin haber comido nada, siente un motor se le acelera por dentro. Salió de la habitación con el antojo de comer pechuga.
Fue al galpón y agarró el último gallo de casta, lo llevó a la cocina y lo amarró de las patas.
Se alejó de la cocina con el hacha. Se encontró con una turbia neblina iluminada por luz de luna, observó a su alrededor y entró a la mata de guadua por detrás de la cocina. Serpenteó los puntiagudos brotes de guadua y fue despejando camino. Un sonido de pisadas anunció a Filippo, lo espantó. Allí mismo trozó los entramados de raíces y removió la tierra hasta hacer un hueco.
Regresó a la cocina, puso cerrojo, encendió
la hornilla, agua a hervir, afiló el cuchillo de carnicero, agarró el
gallo y de un tajo le cortó la cabeza, le quitó las plumas y lo arrojó a la
olla.
Filippo aruñaba con desespero la puerta, lo dejó entrar y le arrojó uno de los perniles. El perro ni siquiera lo miró, y no dejó de mirarla, de ladrarle. Ana lo cogió por las orejas, le levantó de un solo movimiento y le clavó el cuchillo de carnicero.
Filippo aruñaba con desespero la puerta, lo dejó entrar y le arrojó uno de los perniles. El perro ni siquiera lo miró, y no dejó de mirarla, de ladrarle. Ana lo cogió por las orejas, le levantó de un solo movimiento y le clavó el cuchillo de carnicero.
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