Sería la una de la madrugada de un mes cualquiera en 1995. Yo dormía plácidamente, envuelta en un olor a selva y humedad en medio de una total obscuridad cuya única luz era el reflejo de la luna, lugar entrañable grabado en mi memoria. En pleno aguacero llegó la ambulancia a recogerme en el Puesto Militar, el conductor solo dijo:
—La neeciitan méica.
Al llegar al pequeño hospital todo era caos, tan solo
dos lámparas iluminaban el escenario lo suficientemente dramático: un balde
lleno de sangre, una mujer negra con los labios blancos por la hemorragia, dos de sus venas recibían
líquido cristalino a la velocidad posible para completar lo faltante como el
agua anhelada en una tierra árida. Su
cuerpo, sin fuerzas extendido en una camilla de partos. La única enfermera
corría buscando un no sé qué, en
cualquier parte.
—¿Qué pasó?—pregunté.