Eduardo Toro
Cuando me anunciaron que el caballo estaba listo para partir, apuraba una tasa de aguapanela caliente. Eran, creo, las cuatro de la mañana y el canto del currucutú presagiaba un día de lluvias y tormentas. Iba rumbo a la vereda de Las Ánimas, a ocho escabrosas leguas de Yaburí. Se repetía la escena de los adioses y de los abrazos de siete años atrás, cuando partí hacia la capital, con el propósito de formarme como médico. La lluvia apuraba, los arroyos parecían ríos, el camino real se convirtió en horribles lodazales que se tragaban el caballo hasta la panza. A la orilla de arroyos y quebradas debí apear largas horas esperando el paso de las riadas. Protegido por el encauchado, retiré el freno al caballo para que se alimentara, en tanto, yo, consumía parte del fiambre y limpiaba con una rama de sietecueros el barro de los ijares de la bestia. El camino era intransitable y la falta de visibilidad un obstáculo que añadía dificultad para avanzar.
La noche se me vino encima y ni siquiera alcanzaba a ver las orejas del caballo. La riada de la quebrada de La Soledad silenció su rugido, dejando una estela de soledad y silencio, atravesé su lecho confiando solo en el instinto animal de mi caballo. Continuaba la lluvia, acompañada de una gran tormenta eléctrica; la luz que ocasionaban los rayos y relámpagos, se repetía en los charcos del camino formados por las lluvias sobre el mordisqueo de los cascos de las muladas. De pronto una luz rasgó el firmamento y me puso frente a la fonda caminera que sería mi refugio.
Di tres golpes con el pesado aldabón, que se me antojó al tacto como una cabeza de león. Todo en el interior de la fonda era silencio. Volví a tocar, esta vez con más fuerza y una voz de mujer dijo: pronto. La mujer, iluminada por la luz escasa del candelabro que levantó hasta mis hombros como averiguando mi identidad, dijo con voz acogedora: “Bienvenido, siga usted, yo soy Germania Gentil, hace frio”, y me ofreció una taza de café caliente con ron y canela.
A la luz de la vela, el rostro de la joven mujer se iluminaba. Me identifiqué, conté las peripecias del camino y le hablé de mi destino final que era la región minera de Las Ánimas, lugar infectado por el paludismo y muchas otras enfermedades tropicales, en donde debía servir a la comunidad en mi año rural como médico. Mientras hablaba, los ojos cafés de Germania se iluminaron y clavó su mirada ambarina, sobre mi rostro cansado y vencido por el sueño. La fonda es refugio de viandantes -me dijo amable- usted no puede continuar la marcha, Las Animas todavía están a cuatro leguas y el temporal no amaina, se puede quedar sobre aquellas enjalmas -agregó- señalando el rincón del cuarto lleno de trebejos.
Con los agonizantes destellos de la luz del candelabro, acompañé a la mujer hasta su cuarto y fue más blando y tibio su lecho que la soledad de las enjalmas; más reconfortantes sus abrazos; más calurosos sus besos y más sorpresivo el regalo de su apasionada entrega.
Desperté muy temprano y, aun llovía sobre las escabrosidades del camino, Germania no estaba a mi lado y la vela del candelabro había sido consumida por la oscuridad. Recorrí todos los rincones de la fonda y solo encontré abandono, trastos olvidados y unas enjalmas rotas que servían de refugio a las ratas.
Decidí partir sin despedirme de mi protectora; volví a enfrentarme a las difíciles condiciones climáticas, pero acompañado por el recuerdo de aquellos ojos cafés que me señalaban el paso con su mirada ambarina. De vuelta le daré las gracias -me dije- y apuré la faena hasta llegar, muy entrada la noche, a los campamentos de las minas de Las Animas.
Cumplidos los diez meses de servicio rural, emprendí mi regreso a Yaburí con la ilusión fija de pasar por la fonda caminera y encontrarme con la bella Germania Gentil, para abandonar mi destino al calor de sus brazos y fundirme en el brillo de sus ojos de miel.
Mediaba el día y el sol calentaba un poco cuando llegué a la fonda de Germania; mi corazón y mi caballo galopaban felices. Bajé del caballo y lo amarré bajo la sombra de un árbol. En el quicio de la puerta de la fonda estaba sentado un hombre de mediana edad y de mirada gris. ¿A quién busca el forastero? Reconocí el aldabón con cabeza de león. A la mujer de la fonda -respondí a secas e ilusionado- Aquí no vive nadie desde hace muchos años. Busco a Germania Gentil. -repliqué insistente-El hombre fijó su mirada gris sobre mis ojos y dijo: ella era mi hermana y murió fulminada por un rayo hace veinte años.
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