Jesús Rico
Velasco
El 10 de
abril de 1985 a la una y diez de la madrugada fue asesinado el padre Daniel Hubert Gillard, sacerdote
belga, por una patrulla militar y miembros del DAS en el barrio el Vergel de la ciudad de Cali. Se dirigía hacia la parroquia del Señor de los Milagros
en un jeep campero Nissan de color rojo. Sus acompañantes, Nohemí
Arévalo, contadora de Caritas y Rigoberto Cortés, resultaron heridos. El padre
Daniel recibió cinco disparos en la cabeza a pesar de lo cual continuó vivo, permaneció en
estado de coma hasta el 26 de octubre
cuando murió al ser desconectado de
forma intencional por orden militar. Hasta hoy cuando ya
han pasado 38 años de olvido, su muerte sigue en la impunidad. Su recuerdo queda en la memoria de aquellos
que por circunstancias de la vida nos cruzamos en su camino.
Un día cualquiera del año 1976 en el barrio Aguablanca, el Dr. Jaime Rodríguez jefe del
Departamento de Medicina Social de la Universidad del Valle me lo presentó durante una visita que hicimos al programa de
atención primaria que se hacía con visitas domiciliaras realizadas por promotoras
de salud en el barrio Antonio Nariño.
Un sentimiento muy especial trinó en mi corazón al ver la juventud y gran talante del padre Daniel. Le conté la imperiosa necesidad de manejar un poco el idioma francés para
concursar en un trabajo con la Universidad de Tulane para trabajar
en el antiguo Congo Belga en Africa. Le pareció demasiado ambiciosa la
idea de pretender un manejo del idioma francés
en seis semanas pero haría el intento a través de una
metodología por “inmersión”
garantizar niveles básicos de comunicación.
Acordamos como sitio
de reunión un espacio en el tercer piso del Departamento de Medicina
Social. Comenzábamos temprano en las
horas de la mañana con la idea de interactuar de manera simple cada día y
acudíamos a algunos sitios para desayunar y almorzar. Conversaciones cotidianas siempre en francés combinadas con ejercicios de
pronunciación en directo, temas de
lectura en cuadernillos facilitados por
el padre: la mule du papa, les etoiles,
le petit prince. Otros me los
regaló con ejercicios de preguntas y respuestas coloquiales. El
padre me llevó con lucidez por un proceso de enseñanza acelerado durante seis
semanas a partir del mes de febrero de 1976 antes de viajar a Nueva Orleans.
El padre Daniel era
de origen belga nacido en Gingelom Limburgo en junio 6 de 1936. A sus 30 años llegó a Colombia para quedarse. Un hombre de mediana estatura,
acuerpado y tez colorada. Disfrutaba la
risa con mucha gracia. Usaba pantalones de faena color caqui y con frecuencia camisas deportivas color azul con sandalias como uniforme de cura de la comunidad Asuncionista
como párroco de la iglesia del Santo Evangelio en el barrio Antonio Nariño. Buscaba llegar con su palabra y concientizar a los pobres
de los tugurios de invasión en el Distrito de Aguablanca. Su trabajo se enfocaba en la actividad parroquial y misionera
en obras en los asentamientos :
construcción de alcantarillados, suministro de agua potable, escuelas y
servicios de salud. Una dedicación
especial al desarrollo de juventudes y fomento de vocaciones sacerdotales. No
se arrugaba frente a cualquier actividad,
trabajaba con alegría, se interesaba por la gente y las cosas del diario
vivir. Le preocupaba la insuficiencia
alimentaria en los hogares y la consecución de los materiales necesarios para
avanzar en la construcción de las viviendas que en algunas partes en los
barrios periféricos eran verdaderos tugurios.
Durante dos meses nos
vimos tres veces por semana para practicar
francés, conversar un poco sobre las experiencias vividas en Chile durante la dictadura de Pinochet, y
el proyecto de promoción de la nutrición humana que ayudaría a
organizar en la ciudad de Kinshasa. Un hombre con una calidad humana extraordinaria,
un profesor comprometido con el progreso
de su alumno. La metodología por
“inmersión” estaba dando resultados, lograba sostener una conversación de un nivel básico
suficiente para defenderme. Mientras
almorzábamos en restaurantes cercanos a
la universidad conversábamos simulando situaciones cotidianas en servicios, por
ejemplo:
« Bonjour messieurs, je voudrai prendre
un petit déjeuner. Je voudrai avoir aussi une tasse de café au lait, des œufs au
plat, et du pain.
Je m’appelle Antonio. Je suis Professor
à l’école de santé publique.
Je suis ravi de vous connaître messieurs.
Je suis colombien.
Père Danielle est mon Professor de français.
»
Un hombre que se dio
por las personas de su comunidad, que intentó recorrer el camino trazado y
enseñado por Jesucristo a través de acciones
comunitarias y obras sociales murió de manera cruel en manos de indolentes. Su
recuerdo perdura quizás en algunos pocos que lo conocimos pero es uno más de los
olvidados en nuestra sociedad que cubre el dolor de los recuerdos en el manejo
sucio de la prescripción de los contratos entre los humanos. La ley desaparece
los cuerpos y su existencia pierde contacto con la realidad de los responsables
de su asesinato en el barrio de Aguablanca de aquel día siniestro de 1985. Los
responsables se quedaron escondidos debajo de las cobijas de una cruel
impunidad. Los nombres de los muertos
como el padre Daniel quedarán escritos para siempre en los libros del cielo y
en el recuerdo grabado en mi corazón.
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