Cuando
era niña no me gustaba mi nombre.
Creo
que a mi mamá tampoco, pues insistía en que me lo debían decir completo: “Te llamas Carmen Elisa, no Carmen. Diles a
tus compañeros que te digan los dos nombres aunque se demoren”. Yo hacía caso,
pero a mis compañeros les daba risa. ¿Qué pasa si te decimos solo Carmen?
¿No vienes a jugar o qué? Entendí rápidamente que era una tontería; de
todos modos yo quería jugar con ellos sin importar cómo me llamaran.
A pesar de la pragmática decisión, lo pasaba mal cuando oía decir a mis
vecinitos: “Hoy vamos a almorzar donde la abuela Carmen”. De inmediato imaginaba a doña Carmen, canosa,
lenta, medio jorobada y con las manos llenas
de venas azules sobresaliendo en su piel de pergamino.
-Vaya si es un nombre antiguo-, pensaba. ¿Por
qué me lo pusieron justo a mí?
A
mi papá le encantaba extenderse en explicaciones sobre la acertada selección de
mi nombre. “Se lo puse en honor a la reina del deportivo Cali” decía con gran pompa.
“Es que me parece verla saliendo a la cancha del Pascual, dando la vuelta
olímpica con la falda del vestido almidonada y su sombrilla verde. Todos nos
levantábamos a aplaudirla y ella movía su mano enguantada sonriendo y mirando a
la tribuna. Esa Carmen Elisa era una
maravilla y todos los hinchas suspirábamos por ella. Le decíamos La muñeca Arango”. Y a pesar de la
repetitiva evocación de mi papá, pensaba
que yo de muñeca tenía muy poco, sobre todo cuando llegó la adolescencia, tuve
que usar gafas y me salieron granos en la nariz. Y ni hablar de los dientes,
amarrados detrás de los alambres que trataban de alinearlos, tarea que no se
logró sino hasta que pasé de los cuarenta.
Lo
otro que me disgustaba mucho es que mi papá esgrimía la elección de mi nombre
como un triunfo sobre mi mamá. Uno más, como si ella no hubiese hecho otra cosa
que acatar toda la vida su santa voluntad. ¡Lo había obedecido hasta en eso!
Menos mal que la reina del Deportivo Cali no se llamaba Oneida o Eufemia, pues
me habría tenido que aguantar un nombre aún más feo. Esta reflexión me consolaba por su autoritaria decisión.
En
el colegio había una chica de mi clase que se llamaba Carmen Zita. Ni Carmenza
ni Carmen, era Carmen espacio Zita. Y llevaba su nombre con mucho orgullo
porque según ella, era muy original. La profesora de historia le dijo un día:
“Carmenza, lea su resumen” Y Carmen Zita poniéndose de pié, le refutó con mucha
dignidad: “Me llamo Carmen Zita, no Carmenza”. La hermana Guadalupe hizo un
gesto de desprecio, apoyó las dos manos sobre el pupitre y le respondió mirándola
muy seria: “Carmen Zita no es un nombre, es un diminutivo. Usted se llama
Carmenza Lema, y lea la tarea que no
tenemos tiempo para perder”. A todas nos pareció un atropello, y por supuesto le
seguimos diciendo Carmen Zita con más admiración que antes, pues se había
enfrentado al ogro odioso que era la hermana Guadalupe. Esa fue la primera vez
que pensé que no estaba tan mal llamarse Carmen, si al fin de cuentas sonaba
casi tan bonito como Carmen Zita.
Un
día cuando tenía 18 años y ya estaba en la Universidad, llegué a mi casa rendida
después de todo un semestre de estudio y me recibió mi hermano cantando: “Carmen,
se me perdió la cadenita” ¿Otra vez? ¿Se te perdió o te la robaron? Mi hermano,
sin poder aguantar la risa, me respondió: ¿No la has oído? Es una canción
y está de moda. Yo no había tenido tiempo de oír los éxitos de la feria, por estar
estudiando álgebra lineal y química orgánica. Durante las vacaciones pude cantar
mi nombre mientras bailaba, paladeando la musicalidad de sus dos sílabas.
En
1984 llegó a Cali la película Carmen
de Carlos Saura. Ver a Laura del Sol
bailando apasionadamente con
Antonio Gades, sacudiendo su indomable pelo negro y haciendo sin compasión sus
desplantes al género masculino, afirmó
la reconciliación que había iniciado con mi nombre. ¿Cómo así que una Carmen podía tener actitudes tan
desafiantes? Pues bien, no cualquiera se llama Carmen, lo que hay que hacer es
estar a la altura de semejante nombre.
Tiempo después y ya casada, fui con mi marido
a vivir a Madrid. Tomé un curso de literatura española y era la única
sudamericana en la clase. Cuando la profesora se presentó nos dijo “Hola, mi
nombre es Carmen” y luego nos invitó a presentarnos. Los otros alumnos ya se
conocían de cursos anteriores pero yo era la nueva. Pues bien, había tres Cármenes
en el salón. Sentí un alivio muy grande,
pronunciar mi nombre fue como compartir un código secreto. Yo hacía parte de la
cofradía de las “Cármenes”, y en mi
condición de extranjera mi nombre se convertía en el pasaporte a la aceptación.
En media hora me integré con el grupo, y empezó una de las mejores experiencias
de mi estadía en la madre patria.
No
me volví a presentar como Carmen Elisa, aprendí que en España los nombres
compuestos son nombres de culebrón. Y además, me había empezado a sentir muy a
gusto diciendo solamente, “Hola, soy Carmen”.
Luego
nos fuimos a vivir a Inglaterra, a un pequeño pueblo llamado Beeston. Mi marido
empezó una pasantía en la Universidad de Nottingham y yo como cónyuge
acompañante, podía ir a clases de inglés gratuitas. Como siempre, había que
presentarse ante las otras estudiantes. Había mujeres de todas partes del mundo: japonesas, pakistaníes, holandesas, noruegas
y francesas. Una de las prácticas incluía ir a un pub a soltar la lengua. Lo
que pasó allí fue que cada que me presentaba…”my name is Carmen”, recibía como
respuesta, “ah, Carmen, like the
opera”. Vaya, mi nombre en la categoría de música culta, nada mal para mi
autoestima.
Volvimos
a Colombia y encontré que los nombres antiguos se habían puesto de moda. A las
niñas les estaban poniendo nombres como “Antonia”, “Manuela”, “Gabriela”, pero
aún nadie se arriesgaba a llamar a su hija “Carmen”. Es un nombre de viejita
decían. Pero noté que había más de una Carmen con buena cara, buenas curvas y
buena audiencia. ¿Qué tal “Carmen Electra”? Ni siquiera se llama Carmen, su
verdadero nombre es Tara, pero el cantante Prince la persuadió de cambiar un
nombre tan sin gracia por uno contundente como ¡Carmen!
Mis
amigos cercanos me llaman de muchas maneras. Una de esas formas es Carmentea.
Esta me gusta mucho, y cómo no va a sonar lindo un nombre que lleva dentro la musicalidad del arpa y se cuela entre versos como: “Cantar del
llano, cantar de brisa del río, Ay Carmentea tu corazón será mío…”. Otros me
dicen “Carmensilla”. Su encanto radica en el cariño que encierra aunque le falta sonoridad y la verdad, no es muy estético. Carmen É es adorable, insinúa que tengo otro nombre y como todo lo
que no se muestra del todo, crea cierto misterio; y por último, el más reciente, Carmenere, que me llegó con aroma
de vino. Hace alusión a una exquisita uva de la región de Burdeos, extinguida
en Europa pero redescubierta en Chile en 1994, en una hacienda
que asombrosamente se llamaba ¡Viña Carmen!
Hoy,
después de muchos años de convivir con mi nombre - marca de identidad -, la
envoltura de mi personalidad, pienso seriamente en darle a mi papá las gracias
por haberme escogido un nombre con tanta fuerza que me obligó a ser digna de
llevarlo.
Me
gusta, es mi principal accesorio. Aunque sigo sin aguantar que me digan “Doña
Carmen”.
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