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viernes, 3 de enero de 2014

El bar Beethoven

      Eliseo Cuadrado del Río                                                                                

                        Sonó la tercera llamada. Las luces del teatro empezaron a languidecer. El Director entró al proscenio por la puerta lateral izquierda con un ritmo, en brazos y piernas, parecido al de una marcha militar, seguido por los miembros de la orquesta con sus instrumentos en mano. El público se puso de pie y empezó a aplaudir sorprendido por el cambio. Se escuchaba además el continuo murmullo procedente de la gente que aplaudía y se miraba interrogante.
El Director subió al podio y miró al concertino para dar el la en el piano que  nadie oyó. Los músicos se sentaron y colocaron los instrumentos en posición de espera. El concertino continuó dando un la cada segundo, hasta cuando la orquesta pudo escucharlo al cesar el murmullo. 
   
         El Director se volvió al público. Las luces terminaron de apagarse coincidiendo con las últimas toses.  Se iluminó el Palco de honor. Cuando el silencio ocupó los espacios vacíos del teatro apareció Lila de traje largo blanco cubierto de lentejuelas. El aplauso se prolongó por varios minutos mientras se escuchaban urras y bravos. Lila se sentó sin mirar hacia atrás mientras alguien le corrió  una silla.   
         Lila Cuellar de Ortega era la homenajeada con un concierto de la Orquesta Sinfónica del Valle, por su altruismo al mantener abierto durante muchos años, un bar de música clásica en la esquina negra de Cali, de los años sesenta, en la calle 13 con carrera doce. Tenía un rótulo “Bar Beethoven”, estaba situado  en medio de casas de lenocinio,  juegos de sapo,  billares,  empanadas calentadas en vitrina de bombillo y de rellenas sobre las que danzaban con gracia  moscas obesas. De los establecimientos vecinos salían a todo volumen  vallenatos, rancheras, porros, cumbias y música para despechados. Cuando se cerraban puertas y ventanas del “bar”, el desastre del Calvario  desaparecía de los tímpanos, escuchándose  adentro, desde  música de Bach en adelante.
En el andén de enfrente mujeres en minifalda permanecían sentadas con las rodillas separadas para que los posibles clientes  vieran y se convencieran que no eran hermafroditas. Constituían el principio del exhibicionismo científico sin cucos.
          El primer violín se puso de pie y afinó a la orquesta una vez más. Miró al Director quien asintió con la cabeza, agitó la batuta y empezaron  a sonar los primeros compases del cuarto concierto para violín y orquesta de Paganini. El favorito de Lila quien se puso  a aplaudir.
           Después durante dos horas siguió la programación que ella le había hecho llegar al Director con suficiente anticipación. El descanso fue de treinta minutos transcurridos en el bar del teatro donde el público sediento agotó rápidamente todos los líquidos con o sin alcohol. Al final del Concierto Lila salió primero y  la dejaron pasar por su última calle de honor.
Había numerosas victorias esperando al público frente al Teatro Municipal para transportar a los invitados de Lila de vuelta a la casa de la trece con doce. Pero en el camino muchos fueron desertando tan pronto adivinaron hacia donde se dirigía la caravana. Solo llegaron tres Victorias. La multitud que los vitoreaba estaba compuesta por todas las putas, mariguaneros, cocainómanos, niños, muchachos y hombres de la calle, descalzos, con dentadura incompleta, sucios, gritando “betoven” hasta que Lila y la restante comitiva entró al negocio.

                                                                                                                                  
Parecía que habían sobrevivido a algo inefable esa noche en el teatro. Necesitaban mucho alcohol en cualquiera de sus presentaciones. Y Lila fue espléndida con la clientela que la había acompañado durante tantos años.
Era costumbre empezar la sesión musical con “La catedral sumergida” de Debussy. Pero esa noche no se pudo. El bar estaba repleto y la lista de las peticiones llegaba hasta las seis de la mañana, después de un rápido cálculo.  
Juliancito se quedaba a cargo del negocio cuando Lila no estaba y hasta esa noche se portó bien. Lila lo había adoptado hacía mucho tiempo a pesar del concepto adverso de todos. No se sabe cuando le cambió el nombre. Decía que era sobrino, pero después de la tragedia supieron la verdad. Todo el país supo la verdad.
Las mesas y la silletería eran metálicas sin más facilidades, y cualquier líquido derramado era secado con presteza por la dueña. No había empleados que ayudaran.
Las paredes estaban recubiertas en su totalidad por vitrinas que llegaban al techo, llenas de discos de vinilo de treinta y tres revoluciones todos en posición vertical sostenidos por la ranura correspondiente dentro del estante. Ella aseguraba que eran más o menos cinco mil pero podrían ser diez mil o el doble. Lo asombroso del arreglo era que Lila se sabía de memoria el nombre de cada disco y su locación de manera que otra persona no tenía acceso a la información.
Su piel canela no sudaba a pesar del clima tropical, la falta de ventilación y su actividad continua. Sin lugar a dudas su constitución era  obesa y tanto el abdomen como sus glúteos lo confirmaban. Su estatura podía  calcularse en  un metro con sesenta lo que la obligaba a mantener bancos de madera de trecho en trecho que le facilitaran  alcanzar  los discos de más arriba.
Una miopía avanzada la obligaba a usar gafas especiales pero la dignidad femenina le impedía acercarse demasiado al material impreso. Su gran sentido del humor le permitía burlarse de si misma en cualquier aspecto. Su inteligencia era sobrecogedora y nada le impedía poner en aprieto a cualquier famoso que la visitara.
Se sentía orgullosamente autodidacta y nadie supo cómo aprendió tanta teoría musical sin haber tomado un curso de solfeo. Era una contralto natural que tarareaba alguna aria operática de vez en cuando.
    El sonido no era bueno pero el alcohol se encargaba de mejorar los efluvios que salían de cada parlante. Además esta irrepetible anfitriona prometía que ya estaban en camino las mejores bocinas construidas en Suecia, que nunca llegaron.
Entre los asistentes asiduos había un cirujano plástico y dos anestesiólogos  que en algún momento estuvieron de acuerdo en reducirle el abdomen y los glúteos. La propuesta que fue rechazada con vehemencia se escuchó                                                                                                               de inmediato. Justo cuando terminó de sonar el tutti final de la  pieza musical. La carga verbal de los galenos y la dueña quedó en evidencia dentro del fantasma del silencio. Los parroquianos intuyeron que Lila estaba en peligro y quien primero llegó al sitio de los acontecimientos fue su marido que se mantenía  al margen de las actividades de su mujer en la primera habitación hacia el fondo del establecimiento.
         Abdul Ortega era un moreno claro que la sobrepasaba en  veinte centímetros  considerado uno de los desafíos a enfrentar en el matrimonio, afirmaba ella. Enterado de la situación dejó escapar la carcajada de la noche enmarcada por sus                                                                                                  
dientes blancos mientras tranquilizaba a Lila con una pasada de mano desde su cabeza hasta la región lumbar.
                                                                    

Se sentaron. Abdul trajo una botella de whisky y le preguntó a Lila por Juliancito.
Se demoró en contestar mientras contemplaba su vaso. Cuando lo hizo estaba llorando. Los que estaban en la mesa se consternaron y Abdul disimuló cuanto pudo. Trajo hielo, agua fría y soda.
La conversación demoró en reanudarse con un tema diferente y solo entonces se supo que el padre del niño adoptivo era el único que ignoraba su adicción.
Juliancito se había vuelto drogadicto después de encoñarse con Sandra, golpeaba con gusto a la madre cuando le negaba dinero; empezó a vender los discos al “Bar Titta Ruffo”, su única competencia. Cuando tal cosa sucedía, le avisaban a Lila, quien iba a rescatar los vinilos. No se volvió a hablar del tema de la cirugía plástica y los médicos no volvieron por algún tiempo.
Cuando regresaron tenían un plan: hacerle una pregunta que no pudiera contestar. Lila los recibió alborozada al ver que traían un gran ramo de flores. Un frasco de su perfume favorito y un collar semejante a los de su colección.
Se sentaron. Lila hizo lo propio como siempre; les sirvió  y emitió la frase de  rutina ¿Qué desean escuchar? Se rieron con malicia. Ella insistió. Le dijeron con franqueza prepárate que no vas a saber la respuesta.
Era la primera vez que la ponían en semejante apuro teórico. Pregunten, contestó altiva. 
-Queremos escuchar a Militza Korjus. Dijeron triunfantes.
-¿Antes o después de recuperar la voz? Respondió con la mitad de la batalla ganada.
-¿Cuando sucedió semejante tragedia? Preguntó el coro de cazadores cazados.
          - Al final de la segunda guerra mundial. Remató Lila, y de inmediato les trajo los dos long plays. Aquí es soprano y acá es contralto. Después de la guerra.
         Aprovecharon que Lila les dio la espalda para tomarse cada uno un trago doble.
         Cuando volvió trajo una noticia: Les voy a hacer una concesión:
         -Acepto la cirugía plástica. Los tres galenos tartamudearon y pidieron permiso para deliberar de pie en un rincón apartado del bar.
Consultaron sus agendas, llamaron a la Clínica, pidieron el turno y le preguntaron a la paciente si el miércoles estaba disponible. Asintió. Primero le quitaron grasa del abdomen y decidieron dejar la cirugía de los glúteos para después.
La relación con Abdulcito empeoró tanto que Lila decidió cerrar por un tiempo el negocio pues era inevitable que la clientela se enterara de los enfrentamientos.
A las tres de la mañana del funesto día. Abdul oyó la discusión de siempre. Se levantó cuando escuchó caer un cuerpo al suelo. Nunca pensó ver a Lila ensangrentada, y al pie de ella con el puñal en su mano, a Abdulcito en posición de asestar otra puñalada. Contaba con voz entrecortada mucho tiempo después. Unos policías detuvieron  al muchacho adoptado que no era sobrino, sin prestar resistencia.
Los discos fueron desapareciendo en su totalidad por los motivos más estrambóticos. El Periódico “El Tiempo” anunció el magnicidio en primera plana el 24 de octubre de 1991  “ADIÓS SIN MÚSICA A DOÑA LILA CUELLAR”
     
        
                                                                 
                                                       



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