Eliseo Cuadrado del Río
Sonó
la tercera llamada. Las luces del teatro empezaron a languidecer. El Director
entró al proscenio por la puerta lateral izquierda con un ritmo, en brazos y
piernas, parecido al de una marcha militar, seguido por los miembros de la
orquesta con sus instrumentos en mano. El público se puso de pie y empezó a aplaudir
sorprendido por el cambio. Se escuchaba además el continuo murmullo procedente
de la gente que aplaudía y se miraba interrogante.
El Director subió
al podio y miró al concertino para dar el la en el piano que nadie oyó. Los músicos se sentaron y colocaron
los instrumentos en posición de espera. El concertino continuó dando un la cada
segundo, hasta cuando la orquesta pudo escucharlo al cesar el murmullo.
El
Director se volvió al público. Las luces terminaron de apagarse coincidiendo
con las últimas toses. Se iluminó el
Palco de honor. Cuando el silencio ocupó los espacios vacíos del teatro
apareció Lila de traje largo blanco cubierto de lentejuelas. El aplauso se
prolongó por varios minutos mientras se escuchaban urras y bravos. Lila se
sentó sin mirar hacia atrás mientras alguien le corrió una silla.
Lila
Cuellar de Ortega era la homenajeada con un concierto de la Orquesta Sinfónica
del Valle, por su altruismo al mantener abierto durante muchos años, un bar de música
clásica en la esquina negra de Cali, de los años sesenta, en la calle 13 con carrera doce. Tenía un rótulo “Bar Beethoven”, estaba situado en medio de casas de lenocinio, juegos de sapo, billares,
empanadas calentadas en vitrina de bombillo y de rellenas sobre las que danzaban con gracia moscas obesas. De los establecimientos vecinos salían a todo volumen vallenatos, rancheras, porros, cumbias y música
para despechados. Cuando se cerraban puertas y ventanas del “bar”, el desastre
del Calvario desaparecía de los
tímpanos, escuchándose adentro, desde música de Bach en adelante.
En el andén de
enfrente mujeres en minifalda permanecían sentadas con las rodillas separadas para
que los posibles clientes vieran y se
convencieran que no eran hermafroditas. Constituían el principio del exhibicionismo
científico sin cucos.
El primer violín se puso de pie y afinó a la
orquesta una vez más. Miró al Director quien asintió con la cabeza, agitó la
batuta y empezaron a sonar los primeros
compases del cuarto concierto para violín y orquesta de Paganini. El favorito
de Lila quien se puso a aplaudir.
Después durante dos horas siguió la
programación que ella le había hecho llegar al Director con suficiente
anticipación. El descanso fue de treinta minutos transcurridos en el bar del
teatro donde el público sediento agotó rápidamente todos los líquidos con o sin
alcohol. Al final del Concierto Lila salió primero y la dejaron pasar por su última calle de honor.
Había numerosas
victorias esperando al público frente al Teatro Municipal para transportar a
los invitados de Lila de vuelta a la casa de la trece con doce. Pero en el
camino muchos fueron desertando tan pronto adivinaron hacia donde se dirigía la
caravana. Solo llegaron tres Victorias. La multitud que los vitoreaba estaba compuesta
por todas las putas, mariguaneros, cocainómanos, niños, muchachos y hombres de
la calle, descalzos, con dentadura incompleta, sucios, gritando “betoven” hasta
que Lila y la restante comitiva entró al negocio.
Parecía que habían
sobrevivido a algo inefable esa noche en el teatro. Necesitaban mucho alcohol
en cualquiera de sus presentaciones. Y Lila fue espléndida con la clientela que
la había acompañado durante tantos años.
Era costumbre
empezar la sesión musical con “La catedral sumergida” de Debussy. Pero esa
noche no se pudo. El bar estaba repleto y la lista de las peticiones llegaba
hasta las seis de la mañana, después de un rápido cálculo.
Juliancito se
quedaba a cargo del negocio cuando Lila no estaba y hasta esa noche se portó
bien. Lila lo había adoptado hacía mucho tiempo a pesar del concepto adverso de
todos. No se sabe cuando le cambió el nombre. Decía que era sobrino, pero
después de la tragedia supieron la verdad. Todo el país supo la verdad.
Las mesas y la
silletería eran metálicas sin más
facilidades, y cualquier líquido derramado era secado con presteza por la dueña.
No había empleados que ayudaran.
Las paredes estaban
recubiertas en su totalidad por vitrinas que llegaban al techo, llenas de
discos de vinilo de treinta y tres revoluciones todos en posición vertical sostenidos
por la ranura correspondiente dentro del estante. Ella aseguraba que eran más o
menos cinco mil pero podrían ser diez mil o el doble. Lo asombroso del arreglo
era que Lila se sabía de memoria el nombre de cada disco y su locación de
manera que otra persona no tenía acceso a la información.
Su piel canela no
sudaba a pesar del clima tropical, la falta de ventilación y su actividad
continua. Sin lugar a dudas su constitución era
obesa y tanto el abdomen como sus glúteos lo confirmaban. Su estatura
podía calcularse en un metro con sesenta lo que la obligaba a
mantener bancos de madera de trecho en trecho que le facilitaran alcanzar
los discos de más arriba.
Una miopía
avanzada la obligaba a usar gafas especiales pero la dignidad femenina le
impedía acercarse demasiado al material impreso. Su gran sentido del humor le
permitía burlarse de si misma en cualquier aspecto. Su inteligencia era
sobrecogedora y nada le impedía poner en aprieto a cualquier famoso que la
visitara.
Se sentía
orgullosamente autodidacta y nadie supo cómo aprendió tanta teoría musical sin
haber tomado un curso de solfeo. Era una contralto natural que tarareaba alguna
aria operática de vez en cuando.
El
sonido no era bueno pero el alcohol se encargaba de mejorar los efluvios que
salían de cada parlante. Además esta irrepetible anfitriona prometía que ya
estaban en camino las mejores bocinas construidas en Suecia, que nunca
llegaron.
Entre los
asistentes asiduos había un cirujano plástico y dos anestesiólogos que en algún momento estuvieron de acuerdo en
reducirle el abdomen y los glúteos. La propuesta que fue rechazada con vehemencia
se escuchó
de inmediato. Justo cuando terminó de sonar el tutti final de la pieza musical. La carga verbal de los galenos
y la dueña quedó en evidencia dentro del fantasma del silencio. Los
parroquianos intuyeron que Lila estaba en peligro y quien primero llegó al
sitio de los acontecimientos fue su marido que se mantenía al margen de las actividades de su mujer en
la primera habitación hacia el fondo del establecimiento.
Abdul
Ortega era un moreno claro que la sobrepasaba en veinte centímetros considerado uno de los desafíos a enfrentar en
el matrimonio, afirmaba ella. Enterado de la situación dejó escapar la
carcajada de la noche enmarcada por sus
dientes blancos mientras
tranquilizaba a Lila con una pasada de mano desde su cabeza hasta la región
lumbar.
Se sentaron.
Abdul trajo una botella de whisky y le preguntó a Lila por Juliancito.
Se demoró en
contestar mientras contemplaba su vaso. Cuando lo hizo estaba llorando. Los que
estaban en la mesa se consternaron y Abdul disimuló cuanto pudo. Trajo hielo,
agua fría y soda.
La conversación
demoró en reanudarse con un tema diferente y solo entonces se supo que el padre
del niño adoptivo era el único que ignoraba su adicción.
Juliancito se
había vuelto drogadicto después de encoñarse con Sandra, golpeaba con gusto a la madre
cuando le negaba dinero; empezó a vender los discos al “Bar Titta Ruffo”, su única
competencia. Cuando tal cosa sucedía, le avisaban a Lila, quien iba a rescatar los vinilos.
No se volvió a hablar del tema de la cirugía plástica y los médicos no
volvieron por algún tiempo.
Cuando regresaron
tenían un plan: hacerle una pregunta que no pudiera contestar. Lila los recibió
alborozada al ver que traían un gran ramo de flores. Un frasco de su perfume
favorito y un collar semejante a los de su colección.
Se sentaron. Lila
hizo lo propio como siempre; les sirvió y
emitió la frase de rutina ¿Qué desean
escuchar? Se rieron con malicia. Ella insistió. Le dijeron con franqueza
prepárate que no vas a saber la respuesta.
Era la primera
vez que la ponían en semejante apuro teórico. Pregunten, contestó altiva.
-Queremos
escuchar a Militza Korjus. Dijeron triunfantes.
-¿Antes o después
de recuperar la voz? Respondió con la mitad de la batalla ganada.
-¿Cuando sucedió
semejante tragedia? Preguntó el coro de cazadores cazados.
- Al final de la segunda guerra mundial.
Remató Lila, y de inmediato les trajo los dos long plays. Aquí es soprano y acá
es contralto. Después de la guerra.
Aprovecharon
que Lila les dio la espalda para tomarse cada uno un trago doble.
Cuando
volvió trajo una noticia: Les voy a hacer una concesión:
-Acepto
la cirugía plástica. Los tres galenos tartamudearon y pidieron permiso para
deliberar de pie en un rincón apartado del bar.
Consultaron sus
agendas, llamaron a la Clínica ,
pidieron el turno y le preguntaron a la paciente si el miércoles estaba
disponible. Asintió. Primero le quitaron grasa del abdomen y decidieron dejar
la cirugía de los glúteos para después.
La relación con
Abdulcito empeoró tanto que Lila decidió cerrar por un tiempo el negocio pues
era inevitable que la clientela se enterara de los enfrentamientos.
A las tres de la
mañana del funesto día. Abdul oyó la discusión de siempre. Se levantó cuando
escuchó caer un cuerpo al suelo. Nunca
pensó ver a Lila ensangrentada, y al pie de ella con el puñal en su mano, a
Abdulcito en posición de asestar otra puñalada. Contaba con voz entrecortada
mucho tiempo después. Unos policías detuvieron al muchacho adoptado que no era sobrino, sin
prestar resistencia.
Los discos fueron
desapareciendo en su totalidad por los motivos más estrambóticos. El Periódico
“El Tiempo” anunció el magnicidio en primera plana el 24 de octubre de
1991 “ADIÓS SIN MÚSICA A DOÑA LILA
CUELLAR”
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