Rosa Nieto
El tiempo se ha detenido en la destartalada caseta con un
borroso letrero de “Coca-Cola” situado en la calle principal de Charco Azul,
Distrito de Aguablanca en Cali. El calor es sofocante. Ernestina con
ojos cansados y grandes ojeras se
pasea impaciente mirando
hacia la lejanía, en busca de algo que le alegre sus días. Desea servir pronto los mismos frijoles con arroz y
terminar su trabajo. Vive con la certeza
de que un día seguirá al otro y que cualquier grito en la calle es una señal de
violencia.
Ella llegó a Cali huyendo de la muerte a finales de
los años noventa, desplazada de una zona rural olvidada de Tumaco, no resistió
más amenazas, tensión y hambre. “En ese pueblo no hay Estado. Hay
guerra” nos dijo a sus vecinos de Cali que solo conocemos parte de su historia.
“Esa noche celebrábamos el cumpleaños de un vecino. De pronto llegaron hombres armados, no se identificaron.
Querían limpiar la región. Se llevaron medio
pueblo. Pensamos que se los llevaban solo para hacerles preguntas. Al día
siguiente, cuando no escuchamos más disparos, buscamos sus huellas, pero fue imposible.
El río desbordado convirtió el pueblo en una ciénaga. Ninguno regresó”, es lo único
que Ernestina repite una y otra vez cuando le preguntamos sobre su pasado.
Llora en silencio. Le duele recordar esos
momentos.
Ernestina junto con algunos vecinos partieron del
pueblo sin resolver su duelo. Aquel episodio les robo algo irreparable. Les impidió
rendir los rituales de la muerte a sus amados. Sin
tiempo para empacar, dejaron abandonados familiares, amigos, animales y tierra. Caminaron sin descanso. Con
un solo deseo: alejarse cuanto antes, pues cada espacio que se abandona es
ocupado por otro grupo armado. Pasaron noches interminables sin cerrar los ojos,
dominados por el terror.
Llegan los comensales, en la mayoría recicladores y vendedores ambulantes. Ella
se mueve entre las improvisadas sillas, llena sus jarros con agua de panela, todos
quieren repetir y hablar al tiempo. En medio del barullo de algunos y el
cabeceo de otros que desean tomarse una siesta, escuchan el ronroneo de una moto que se
acerca. Silencio. Los cuerpos se vuelven
de piedra. Aquellos que deambulan buscando sombra para descansar quedan
inmóviles con sus jarros en la mano, como si participaran en una obra de teatro.
Dirigen sus ojos hacia una nube de polvo de la que sale un forastero. Pensaron
que cuando los fuereños pasan
solo dejan dolor. Se miran entre sí, el rostro del que llega no les es
familiar. Vuelven a aparecer en sus mentes imagines recientes que ahogan gritos de dolor cuando
grupos de hombres y mujeres en moto pasan por su barrio. La violencia habita entre
ellos con la misma naturalidad que lo hacen las moscas. Ella ha salido a lavar las
ollas en el cambuche de madera y
plástico de al lado y ensimismada canta para sí un estribillo.
La moto se detiene a pocos metros de la caseta. Se
baja un hombre joven, de rostro insolente, curtido por el polvo, en
su cabeza rapada tiene tatuada la palabra “sangre”. Sin mediar palabra y los ojos fijos en el
atemorizado grupo, hunde su mano en uno de los bolsillos de la chaqueta. Lentamente
saca un pedazo de papel que compara con los rostros espantados de quienes lo
observan. El forastero avanza entre los comensales apartándolos con brusquedad.
La gente le despeja el paso. Camina hacia el cambuche.
Duberney no le teme a la muerte. A los doce años fue
reclutado a la fuerza por un grupo armado ilegal del que huyó a los quince. Desde
entonces rueda por las calles de Cali. Vive en la drogacción y el rebusque en
el basurero de Navarro; entre nubes de moscas y
hedor insoportable se afana por conseguir cualquier cosa que sea
susceptible de ser vendida. Conoció las mañas de robar con exactitud y viajar con pegamento para zapatos para no sentir dolor.
Aprendió a ser invisible. A los catorce años ya había matado y asaltado. A
veces vende dulces y limpia parabrisas en los semáforos. Sus amigos lo
respetan. Él continuamente les recuerda: “Tener un arma es señal de hombría. Ustedes saben que voy en
serio.”
Ella de espaldas, en cuclillas, lava los trastos que
ordena cuidadosamente en un platón. Se
siente observada. Un escalofrío recorre su columna, se levanta despacio, deja
de tararear, se le cerró la voz. Titubea. No sabe dónde colocar sus manos
sudorosas, busca algo en los bolsillos
del delantal. Su corazón se acelera. Teme que se reviente. Desea correr pero
sus pies no responden. El
horror de la muerte de nuevo se apodera de ella. La persecución es un drama
permanente, miedo porque los que se fueron regresen, miedo porque vengan los
otros.
Un brazo tembloroso la toma por la cintura... la
abraza, mientras la voz ronca del forastero termina la canción de cuna que ella
ha dejado de cantar. Las manos salen del delantal y se dirigen a su cabello
desordenado con ademán de coquetería. Se suelta en lágrimas que
aterrizan en su boca. Mientras da vuelta, mira al forastero…busca los ojos de
él... siente que esa voz viene de su propio corazón… su canto ha recobrado
vida.
Esta historia me atrapó. Muestra la difícil y triste realidad que vive el país y en especial una zona de él. Esta muy bien manejado el espacio y el tiempo hasta el final.
ResponderEliminarCuenta una historia real que viven muchos colombianos hoy en dia. Muy interesante.
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