Eduardo Toro Gutiérrez
Hoy es viernes 27 de Junio, día de descanso para las selecciones mundialistas y de reflexión
para nosotros los fervorosos televidentes. Viernes para compartir un familiar. Almuerzo preparado con amor por Zenovita y con la ayuda de mi hijo Samuel Eduardo:
fríjoles cargamanto, carne molida, chorizo, chicharrón de papada, tajadas de plátano
maduro, arroz blanco, arepa y aguacate; coronando en cada bandeja brillará el sol
de un huevo frito; de sobremesa mazamorra
con troncos de panela macho.
Al convite familiar de hoy se autoinvitaron Natalia, Jacobo y
Tula que sumados a sobrinos, hermanos y los anfitriones formamos un grupo de catorce
comensales, más la ración del forastero que no debe faltar en la mesa de los
paisas y el acopio para los desayunos con calentado de frijoles. Se utilizó la
olla grande a presión, se agregaron dos libras de carne para moler, dos libras
más de papada, tres plátanos maduros y
los aguacates rendirán para todos, pues
ya no queda tiempo para salir a conseguirlos.
Me puse en orden muy temprano, me vestí de pantalón negro y
camisa blanca, me miré al espejo, me
costó un poco ordenar el cabello y advertí estaba a punto de visitar al
peluquero. Las demás partes que se
reflejaron en el espejo, que no es de cuerpo entero, pasaron el rigor de la
inspección. En realidad, para estar a trece días de mi cumpleaños número
ochenta, me veía muy bien, muy jovial y apuesto, hice un gesto de aceptación al
espejo y le puse la fresa al pastel aplicando rocío de Tabaco Rubio sobre la
nuca y el revés de los codos.
A las nueve de la mañana llamé al Mono, mi peluquero desde hace
treinta años, quien ha vivido como
propio el proceso de mi calvicie y está familiarizado
con el capricho de mis platinados rizos. Eran las nueve de la mañana y le pedí
el favor de atenderme de inmediato. Me ofreció turno para las diez.
Me senté al computador y me puse a leer por tercera vez el
cuento Pacto de Sangre de Mario Benedetti que, con cuidadosa gentileza, me
envió mi compañero y buen amigo de Taller Álvaro Mejía, recomendando que
después de su lectura lo comentáramos en el Taller del martes siguiente. El
cuento, no se los voy a contar, pero así resumidito trata de la vejez, de la
soledad, de la sordera, del mal genio, de la impotencia, del amor y el desamor,
de la factura que nos pasa la vida, y en fin, del viejo Octavio que a sus 83
años vive en absoluto mutismo con el alma atollada de mierda y todas esas cosas y los achaques que nos llegan,
cuando alcanzamos la edad furtiva, misteriosa y rara, cuando, según dicen los
expertos, nos convertimos en unos muebles viejos e inútiles que solo servimos
para tres cosas: peer, roncar y estorbar.
La lectura del cuento, sobre el pacto de sangre entre abuelo
y nieto, me bajó de tono, ya no me creía
tan pispo ni me sentía tan vital, el tabaco rubio me olía a perfume
barato. Me empezaron a doler los años, donde más duelen los desalmados, en las
articulaciones y en el ego. A mi edad no es sano leer textos que te acercan a
una realidad que espanta.
A las nueve y media salí hacia el cajero automático más cercano, de paso a la peluquería. Pensé
que debía guardar compostura, cuidando que los pasos fueran seguros y firmes para no raspar hielo. Recordé algunos
versos del Renacuajo Paseador e intenté ser tieso y majo. Saludé con voz recia
a la vecina que estaba recogiendo las hojas secas desprendidas de los árboles y
observé como barría el tapete de flores color lila desgajadas de los guayacanes.
Buenos días don Eduardo, va muy elegante –dijo la vecina con algo de zalamería-
Me sentí halagado y saqué pecho.
La caminata me venía bien, deseaba encontrarme con muchos
conocidos. En la medida que avanzaba me sentía más vital, más dueño de mí
mismo, más autónomo, ¡qué cuento del bendito cuento del abuelo Octavio y su
Pacto de Sangre! La calle cuarenta y cuatro, cien metros antes de desembocar a
la avenida tercera, era un mercado de banderas, camisetas amarillas, trompetas,
pitos y espuma. Toda la mercancía regada sobre el prado parecía un floreciente
cultivo de caléndulas. Caminé más altivo
al lado del rio de sentimientos amarillos, con el orgullo patrio estrujándome
el corazón.
Saludé con voz fuerte y amable a los conocidos y no conocidos
que encontré en el trayecto. ¿Qué pensarán de mí? –me preguntaba- deben sentir
envidia –me respondía- Veinte metros antes de llegar al cajero, mi ego había
alcanzado la altura de las nubes. Apuré
el paso sin perder el ritmo. Los andenes del Banco Davivienda de la calle
cuarenta y cuatro con avenida tercera, como todas las calles y andenes de la
ciudad, están en estado de deplorable abandono. Si Santos hubiese prometido
arreglarlos yo habría votado por él, así me señalaran como el animal que tropezó dos veces con la misma
piedra.
El donaire de mis pasos subía más y más mi ego. Me desplazaba
gallardo a “paso de reina” y,… de pronto, la vida castigó mi vanidad. Fue un
tropezón, golpes y pelones en las
choquezuelas y un fuerte porrazo en el estuche de las ideas. En fracción de segundos
pensé: me quebré el culo, carajo. Traté
de incorporarme rápido y lo logré antes que un caballero acudiera en mi ayuda. Le di las gracias con temblorosa
elegancia. Él preguntó- ¿le pasó algo
señor? –No. Es usted muy amable, quedé como estaba- Pero le está sangrando la
frente –insistió- No es nada grave, estaba sellando un pacto de sangre con la tierra.¡, respondí.
Entré a uno de los cubículos de los cajeros automáticos con
el ego a ras del betún. Me sacudí el
polvo del pantalón roto a la altura de las rodillas y me dije: Ya me cagué en
el pantaloncito nuevo con el que pensaba
me iban a enterrar. Le reclamé al cajero invisible por el descuido de mi Ángel
de la Guarda y me contestó con la voz
grave que tienen los cajeros cuando dicen con tanta amabilidad, “su saldo es
insuficiente”: recuerda que tu Ángel también está cuchito y ese subi-baja de tu
ego lo debió marear. Le ofrecí disculpas a mi Ángel. Metí la tarjeta de chip y ordené al cajero me
entregara una determinada suma de dinero. Mi camisa blanca tenía pequeñas
manchas de sangre. Recordé las palabras de mi abuelo materno: “los viejos nos
morimos del mal de la “C”: Un catarro, una cagada, o una caída.
No sé cómo llegué a la
peluquería del Mono, quien estaba trabajando la joven melena de uno de sus
clientes. Saludé y me respondió sin mirarme, hablaban de lo único que se habla
en nuestro país: de la mordida de Suarez, de los goles de James Rodríguez y de las inmensas posibilidades de nuestra
selección. Miré en el espejo mi desastroso estado, un hilo de sangre salía de
mi frente, el pelo en desorden y el ego por el suelo. Mono
me caí –dije en busca de compasión- Está sangrando, -dijo alarmado- está muy aporreado, voy a llamar a su casa
para que vengan por usted. No se
preocupe, présteme algodón y alcohol para limpiarme las heridas. No sabía que
el alcohol de las peluquerías ardiera hasta sacar lágrimas. –¿Cómo se cayó? Estaba tan elevado que “me caí de la nube más
alta” Cómodamente sentado en la silla y abandonado en las prodigiosas manos del
Mono le dije: hoy quiero una peluqueada mundialista, quiero que me haga el
corte de Cristiano Ronaldo. No porque quiera parecerme a él, sino porque quiero
quitarme unos cincuenta años de encima, a ver si de pronto mi ego vuelve a conquistar alturas, sin
peligro de rodar por el suelo como un
costalado de huesos. De momento no supe del milagro que el Mono hizo con el poco cabello que queda sobre el cofre de mis malos
pensamientos. Miré al espejo mi desastroso estado y observé que en la frente
manchada de sangre me florecía un señor chichón.
De vuelta a casa, solo quería no encontrarme con alguien
conocido ni desconocido. Mis pasos eran inseguros, las rodillas y el codo me
dolían y también la cabeza; no podía mantenerme erguido porque mis hombros no
obedecían órdenes. Quise pensar en mi utópico parecido con Cristiano Ronaldo, y
solo conseguí una imagen desdibujada de lo que debió ser su bisabuelo. Me toqué
la frente y me sentí como un unicornio aporreado. Mi casa parecía estar a
kilómetros. Caminar de vuelta por los campos alegres de camisetas amarillas,
era como caminar por sobre un vómito de bilis. No quería saber nada de la
selección, quería llegar a las puertas
de mi casa. Sólo la imagen del viejo Octavio del cuento de Benedetti
acompañó mí viacrucis.
Llegar a casa fue como
encontrar un oasis en pleno desierto. La mayoría de parientes estaba en el tertuliadero, hablando de la selección Colombia y de la
mordida de Suarez. Qué te pasó hermano?
–preguntó Pedro- Me caí de la nube más alta, hermano. – ¿Cómo?? Indagó Pedro- Cómo caí no importa, lo que
importa es la compostura, la elegancia y
la rapidez con que me levanté, a eso es
a lo que yo llamo dignidad.
No había terminado de decir dignidad, cuando me cayó encima
Zenovita, me quitó la camisa a velocidad de rayo, me tanteo por todas partes
como a un aguacate, buscando huesos rotos y que todo lo poco que me queda
estuviera en su lugar. Mostró su gran habilidad para quitarles los pantalones a
los hombres, y me dejó en calzoncillos; buscó fracturas y se dolió de las
inmensas mataduras de mis rodillas que a mí también me dolían en el alma y en
el ego.
Llegó el resto de invitados esperados y, ya con el combo
completo, mi caída, sin consecuencias graves, se volvió motivo de risas y manifestaciones
de amor hacia el viejo ochentón. Claro que vinieron las recomendaciones de
rigor: no uses cremas ni aguas en las heridas, aplícate tal cosa, no puedes
volver a salir solo, te tienes que fijar por donde caminas que estas benditas
calles están llevadas. La recomendación que me dejó meditando fue la que me
hizo mi sobrina Luisa Fernanda de profesión médico, especializada en ortopedia,
quien con todo el amor y toda su pureza de corazón, me recetó un bastón.
Zenovita, que es la mandamás de los viernes familiares, llamó
a manteles. La mesa redonda de ocho puestos se amplió generosa para diez,
cuatro se sentaron en mesa auxiliar muy
cerca a la redonda, para no romper la unidad. Las mesas servidas al calor del
hogar se nos presentaron como verdaderas
obras de arte, aquello era solo comparable
con la monumental belleza de la flor de Ariza. Todo era un
suculento conjunto de sabores y aromas. La mesa es lugar perfecto para evocar a
los que se fueron de la mano de Dios y que todavía recordamos. Las aromas
pecadoras de los chorizos y el chicharrón de cinco patas, nos transportaron a
lugares de ensueño. Pensé agradecido con Dios: de las que se perdió el viejo
Octavio y su Pacto de Sangre por cascarrabias y pesado. ¡Qué Dios me libre!
Son las diez y media de la noche. Pienso en las adversidades
del día y doy infinitas gracias a la vida
por la familia que me tocó y por los amigos que se acercaron a mí;
pienso en que sí vale la pena vivir en paz y en armonía porque se me han dado
oportunidades tan valiosas como la de disfrutar las emociones de un mundial de
fútbol de tan alto nivel; pienso en que aun puedo reír y me quedan arrestos
para arrancar una sonrisa a los demás. Por lo anterior,
yo, Eduardo Toro, declaro haciendo uso de la licencia que los años me
otorgan, no estar interesado en partir de este mundo, porqué aquí me siento
cómodo y amado y así espero vivir con alegría muchos mundiales más. Sí, Sí, Sí.
Colombia.
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