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lunes, 4 de agosto de 2014

El limbo

 Andrea Barona


Qué oscuridad. Dijo Sasha rezongando mientras tanteaba dentro del bolso de cuero marrón desgastado, buscando el último cigarro. Antonio su esposo, en sus treinta años de matrimonio, nunca accedió a buscar nada en él, “sería imposible encontrar algo allí” decía, porque parecía llevar la casa entera dentro, colgada de su delgado y pecoso brazo tenso por el peso. Mi Antonito nunca me perdonaría que a estas alturas tuviera la cara dura de fumar, dijo esposando una sonrisa. Sintiéndose traviesa. Hablando en voz alta sabiendo que ya nadie más podría recriminarle su vicio. ¿Y ahora qué? Preguntó, exhalando un humo que no podía ver, pero al que le conocía bien la forma y ritmo ondulante con que se despedía y que con tanta rudeza dejaba la marca de su paso por el cuerpo.

Apenas habían cumplido catorce años, cuando sentada en el mesón de la cocina, Julia prendía un cigarro con el metal encendido de la hornilla al rojo, aprovechando la ausencia de padres que lo impidieran a grito y palmadas y Sasha se limitaba a observar aterrada pero curiosa, como su prima manejaba con tanta maestría ese encantador cilindro de papel y hojas secas, que a ella más le parecía un tiquete a la madurez, que un arma suicida. Aspiraba y expiraba girando de medio lado el rostro, como una bailarina que hace un gesto elegante, sin quitar la vista de su mano que se elevaba sosteniendo con gracia el cigarro.” Toma, prueba”  le dijo, bajando ese increíble trofeo de fuego, hacia la iniciada. Saha lo tomó entre sus dedos temblorosos para descansarlo entre sus labios, levantando el meñique porque así pensó se vería más interesante, hasta que la tos la hizo expulsarlo y dejarlo caer. Julia dejó de fumar a los cuarenta, pero Sasha no podía vivir sin él, más bien deseaba morir por él. Antonio también había fumado, pero lo abandonó pronto. El era tan centrado en sus cosas. Sin vicios, buen esposo, trabajador. Siempre la exhortó a renunciar a ese hábito que la llevaría a la muerte y desde que se casaron, no le permitía fumar dentro de la casa. Sumisa debía huir al patio, como si se fuera al encuentro de un amante maldito, que a pesar de ser su inquisidor era imposible abandonar.
Esta espera me perturba. ¿Qué haré cuando se acabe éste cigarro? ¿Será que aquí habrá donde conseguir más? Rió como loca un rato, pensó que era la mejor broma que había hecho en años. Ya la oscuridad se estaba volviendo desagradable. Aunque la había disfrutado un tiempo largo, al fin de al cabo estaba acostumbrada a la intimidad que le ofrecía una noche ciega, de esas sin luna y  sin estrellas, a solas con el aro rojo que aparecía y desaparecía con cada aspiración, sumergida en la nube de humo gris que le ofrecía calma y tranquilidad. Permitiéndole expresar la apatía hacia la vida con plenitud.  Pero este momento es diferente, esta negritud la conduce al hastío, porque no es una noche, no es solo oscuridad, no es tan solo un momento a solas.

Faltaba poco para quemarse los dedos, pero no podía soltarlo. Era el último. Aspiró bruscamente esperando el desenlace inevitable, casi sintiendo el dolor del fuego quemando la piel de sus dedos flacos y arrugados. Pero no, no se extinguió. Siguió aspirando una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…

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