Andrea Barona
-¡Baja de allí Felipe! No
seas niñita, es solo un ratoncito—gritaba Eunice blandiendo los músculos
de su figura voluptuosa, por la carcajada que le causaba ver al joven Felipe
sobre el escritorio diciéndole.
—¿Es una rata, acaso no ves lo grande que
es? Mátalo Eunice ¿Qué tal que tenga rabia?
Cómo osaba Felipe en dudar
del buen juicio de su nana para distinguir una rata de un ratón doméstico. Si debajo
de la casa de Eunice nadaban las ratas, las verdaderas, las de largos y
afilados dientes, con mirada retadora, semblante intimidante y chillido
infernal. Ella podía verlas viajar por la corriente de orines y heces, que
circulaban como riachuelos fétidos, conectándose de choza en choza hasta
desembocar al mar. Porque para el caso es mejor decir choza que casa, al
describir un cajón de madera y paja, sin agua y sin luz, donde se acomodaban
como podían familias enteras. A veces el mismo mar subía y abrazaba los pilares
de madera, que alzan los chozas para evadir la marea alta, mezclándose con los
riachuelos de aguas sucias, mientras los niños hacían clavados desde los
muelles, que comunicaban los chozas entre si y el suelo firme.
Lo que no sabía Eunice, es
de dónde podía haber salido un ratón de pelaje tan limpio y gesto simpático.
Tan dulce el animal, que no parecía huir de una persecución a muerte, sino que
se divertía jugando con sus perseguidores a policías y ladrones, como con
amigos de infancia. Sin embargo, Eunice se tomó muy en serio el personaje y
continuó con la parodia de cazar la rata
con la escoba. Aunque más parecía un juego de hockey en patines que una cacería.
La negra nana resbalaba sus pantuflas por los pasillos de porcelanato italiano,
como quien lleva el disco o más bien el ratón, y Felipe detrás cubriendo la
jugada.
–Eunice, ¿Por qué tanta
algarabía? —dijo
el padre de Felipe.
Pero la vieja Eunice al
parecer, se había convertido en niña otra vez y estaba jugando con su amigo el
ratón. Habían logrado con rapidez entablar una relación afectuosa, una amistad
de esas que te ayuda a disipar la monotonía de la vida, haciendo algo
emocionante. Tanto, que olvidó donde estaba y que el bulto que acababa de
atropellar le pagaba el sueldo de doméstica. Bajaron todos las escaleras,
atravesaron los extensos salones de la sala y el comedor, tumbaron algunas
cosas de las mesitas de fotos y adornos, y un par de esculturas abstractas
traídas desde lejanos países que costaban cada una más de lo que Eunice ganaría
en diez años.
–Detente Eunice ¿Te volviste
loca o qué?– decía el señor que seguía corriendo sin saber qué perseguían.
En la cocina el ratón
comenzó a saltar como trapecista de circo por todos los estantes, mientras
Eunice tiraba ollas, platos y alimentos con su escoba. Felipe con mirada
desorbitada sostenía en alto una raqueta con sus manos temblorosas, decidido a
mantenerse a salvo detrás de la figura protectora de su nana. Cuando el señor
vio el ratón, tomo un sartén por el mango y lo hizo volar por los aires como
proyectil de guerra. Eunice y Felipe atónitos observaron su trayectoria,
despacio, como si el tiempo hubiese cambiado de ritmo y el objeto metálico
flotara, en tanto ellos medían el punto exacto de caída.
Certero fue el golpe al
inocente ratón, que descansaba un segundo, para olfatear el sabroso olor de las
albóndigas de mágica sazón de Eunice, parado en el estante de los condimentos
sobre la estufa, justo encima del sartén con el guiso y las albóndigas. Un
minuto de silencio. Felipe dejó de gemir de miedo y Eunice dejó de reír. El
golpe había hecho caer al indefenso animal en medio del guiso, donde sus largos
bigotes pintaban de azafrán y sus ojos cerrados nadaban entre trozos de tomate
y cebolla.
–¡Papá lo mataste! —
rompió el silencio Felipe, mirando a su padre como a un asesino salvaje.
Con gesto fúnebre y actitud
solemne, Eunice tomó al ratoncito, lo llevó al fregadero y bañó la pequeña
criatura con jabón, con la ternura con la que se baña un recién nacido. El padre de Felipe observaba conmocionado la
escena. Bastante confundido además, porque después de haber visto a su hijo correr
con una raqueta amenazante entre sus manos y un manifiesto fastidio y terror,
como si persiguiera una criatura espeluznante, con qué angustiada compasión le
recriminó el ataque al animal.
Un estridente grito infantil
estremeció el lugar, el de una niña que con infinita inocencia dijo entre
sollozos
–¡Charlie! ¿Qué le pasó a Charlie? ¿Euni qué haces? Vas
a ahogar a Charlie.
La hermanita de Felipe tenía
un nuevo amigo “Charlie”, el ratón de mirada encantadora y pelaje marrón y
blanco, como pastel combinado de chocolate y vainilla. Había llegado a casa en
la mañana, en una caja con un moño rosado que su tío le había dado por su cumpleaños,
ya que estando de viaje no había podido estar presente en la celebración la
semana anterior.
–No le pasa nada hija —
decía el padre alzándola en brazos, saliendo de la cocina para llevarla lejos
de casa, mientras pensaba en cómo conseguir uno igual sin que ella sospechara. —Es
solo que estuvo jugando por toda la casa, se ensució y Euni lo está bañando.
Vamos a hacer algo, vamos a cenar fuera la pizza que te gusta y dejamos que
Euni le dé de comer a Charlie y que descanse un rato. Cuando regresemos verás
cómo estará de animado para jugar contigo. ¿Te parece?
Fue entonces cuando atravesó
la puerta de la cocina Felipe, con sus ojos nuevamente desorbitados, el ratón cobijado
por sus manos, pero sin la expresión de asco que había tenido hasta hace solo un
momento. –Abrió los ojos —
dijo sonriendo y excitado, descargando a Charlie en manos de su hermana. Ella
dichosa besó su mascota, en tanto el ratón un poco aturdido y con los bigotes
caídos intentaba escabullirse. Entonces dijo Felipe.
–Papá, dice Eunice que si nos
sirve las albóndigas o mejor pide pizza para la cena.
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