Amparo Quintero D
La
angustia de doña Carmelina iba en aumento a medida que le llegaban los
rumores. Cada vez más se convencía que el honor de su familia estaba en juego.
Un esposo y tres hijos eran su gran preocupación y no estaba dispuesta a que
sobre ellos siguiera cayendo la sospecha.
Mientras
se dirigía a la iglesia para hablar con el cura, recordaba con molestia, cómo
Milena, la niña a quien había criado, atada a la promesa hecha a su fiel
empleada, la ponía contra la espada y la pared. Y es que desde niña fue rebelde
y de adolescente, pretenciosa. No descansaba de los comentarios: que la vieron
por el río, que tarde en la noche en el parque y que huía al pueblo vecino en
temporada de ferias…de cierta manera, la noticia del embarazo no la sorprendió,
sin embargo no entendía que, precisamente ahora, a sus 18 años, cuando creía
que había sentado cabeza y que por fin, aceptaba ir a misa, confesarse,
comulgar y participar en las actividades y catequesis que el cura programaba desde
hacía dos años, se presentara esta
situación tan bochornosa.
El
cura, conocedor ya de la situación, aceptó llamar a los hombres del pueblo,
fieles seguidores de la iglesia, para que, de ser alguno de ellos responsable,
aceptara su pecado y diera la cara, primero en confesión y luego ante la
familia Castrillón, ejemplo de honorabilidad y fe cristiana.
La
gestión no dio resultado.
Milena,
una vez más, repetía, infundiéndole a su voz un dejo de inocencia:
─ Es
un milagro.
Cada
vez que doña Carmelina escuchaba esta respuesta le ardía la sangre y solo
atinaba a pronunciar ¡desvergonzada!
Pasaron
los meses y cuando por fin Milena dio a luz, y no tardó la niña en emitir su
primer llanto que en esparcirse el rumor de que había nacido sin huellas
dactilares. En más de un hogar, como en el de doña Carmelina, se escuchó un
suspiro de alivio. Más de uno esperaba el parecido o alguna otra señal que
delatara al responsable. Pero este fenómeno inusual, casi que como castigo
divino, los ponía a salvo.
Pasado
el primer impacto, las sospechas renacieron, no solo en la familia Castrillón,
en todas las del pueblo, donde hubiese un hombre en edad de merecer. Volvían a
estar en la mira. ¿Y si existía alguien con esta particularidad?
Visitaron
las mujeres en bloque al cura y él, solícito, aceptó la propuesta de exigirle a
cada hombre sus huellas dactilares. En el escritorio del cura se amontonaron
los documentos digitales, sin que él se dignase darles un vistazo. Con el ánimo
disminuido, resolvió terminar con el lío, de una vez por todas, y así se
dirigió a los fieles en la misa del domingo.
─ Debemos
aceptar que Milena dice la verdad… en consecuencia la niña se llamará Milagros…
como seguidor de las enseñanzas cristianas sobre la caridad y el amor al
prójimo, yo mismo la protegeré y seré responsable de su crianza y educación…
velaré para que su vida sea consagrada a la iglesia, único camino de salvación
y así su pecado de nacimiento será borrado.
Milena,
con los ojos llorosos miró arrobada al cura, disimulando la sonrisa picarona
que dibujaba sus labios.
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