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jueves, 3 de marzo de 2016

Amores, horrores y paz

Humberto Rey

Hace catorce años después de pasear por los pueblos de Alsacia, sacados de los castillos y  cuentos de los hermanos Grimm, con casas llenas de arreglos florales en sus balcones que rememoran  la Andalucía maja española, los pueblitos montañeros  colombianos y el pesebre gironés en Santander, llegamos a una pequeña aldea  milenaria en su existencia: La Petite Pierre.


Como localidad  turística, limítrofe entre países, habla alsaciano, un idioma que data del siglo VI cuando Alsacia fue  estado soberano. Su fonética es más alemana que  francesa, y al igual que sucede con el Euskadi, la lengua vasca sus raíces   son desconocidas.
El pueblito pintoresco se asienta entre colinas y pinares, tiene un castillo rudimentario construido en el siglo IX. Viendo sus restauradas ruinas uno  imagina  lo difícil que debía ser la vida diaria, las rutinas, en esas épocas de la baja edad media.
Llegamos en automóvil desde Paris, pasamos por Lorena, para  asistir al matrimonio civil de mi hija, con el hijo de uno de los aldeanos de esa linda villa. Es un matemático  que ella había conocido en el trabajo en los EEUU.  El papa de él, mi consuegro, había sido veterano de la segunda guerra mundial,  fue  alcalde de la localidad, se había jubilado y vivía en forma placida, descomplicada, en una pequeña casa con dos hectáreas de plantíos. Sembraba en su huerto los alimentos que consumían en la mesa y gozaba elaborando en forma artesanal los vinos y quesos que añadía a su despensa familiar.
El pueblito es  pintoresco. Se podría esquematizar así: tres calles largas rodeadas de pinares con dos panaderías, una tienda de abarrotes, un bar, tres iglesias, la una católica, las otras luteranas, un restaurante de estilo medioeval con comida francesa y alemana, la alcaldía. Al final de lo nuevo el castillo viejo en donde se llevan a cabo actividades culturales conectaba el siglo X con el siglo XXI.
El nombre del esposo de Marthica es Jean Jacques Hauschnet. Al averiguar por  la traducción alsaciana del apellido me dijeron que significaba deshollinador. Me gustó el chisme porque el apellido es ahora el de mis nietos, que encajaba en los cuentos de hadas, caballeros, brujas y castillos que tanto había leído en mis lecturas infantiles.
Cerca del apartamento donde nos alojamos, a  200 metros por fuera del pueblo encontré un pequeño  cementerio en donde ordenadas como un ejército prusiano se veían cien tumbas. Catorce tenían el apellido Hauschnet y  una pertenecía a una niña de tres meses, hermana fallecida de JJ. Las otras eran de ancianos y  adultos.
No había fantasmas en la propiedad, allí reposaban los restos de católicos y protestantes en igualdad de condiciones y tolerancia  a pesar de que en el poblado la iglesia católica tuviera como insignia en sus torres una cruz y las protestantes tuvieran como icono diferencial un gallo.
El rito matrimonial  empezó en la alcaldía y terminó en una fiesta llena de espontaneidad y colorido en la casa paterna.  Me acuerdo de una danza que hicieron con cintas giratorias,  pegadas a una vara central. Cada bailarín con su cinta envolvía  la pareja. Con las vueltas  los participantes, formaban una clase de nido en donde los novios se podían besar. El menú  era  un delicioso pescado blanco renano que según comentaron solo se daba en ceremonias especiales. La música la ejecutaba una banda con saxofones, tambores y flautas. Sus melodías eran valses y polkas aunque por complacernos a los latinoamericanos  tocaron pasodobles y la famosa Adelita mejicana.
El trascurrir de la fiesta estuvo lleno de sencillez y camaradería aunque los trajes de las señoras y muchachas eran sofisticados y elegantes. El vino Pinot Noir, la cepa de mostrar en Alsacia, fluyó generoso hasta bien entrada la noche. Poco a poco y entre  danzas, nos volvimos comunicativos, multilinguisticos, para después adormilarnos. Se hablaba francés, inglés, español, alemán y alsaciano Aun en la torre de Babel, había comunicación y sobraban las sonrisas y expresiones de acogida y afecto.  
Cada uno de los parientes, vecinos o amigos, que llegaban donaba a la pareja algunos euros. Los más allegados eran más generosos. El ritual ocurría en medio de una tácita aceptación de que ellos eran unos ciudadanos libres y que en  su cultura la riqueza afectiva, llena de camaradería iba por delante del dinero.
Al día siguiente de la boda, antes de regresar a Colombia decidimos ir  a recorrer el rio Rin con sus castillos y rápidos.  Al llegar a Colonia y frente de su catedral gótica,  nos llamó la atención que las personas  no quitaban la vista de los televisores gigantes instalados por doquier. Se oían exclamaciones gestuales de estupor e incredibilidad.  Aparecían  unas torres altas que ardían de manera inclemente.
Al ingresar al hotel donde pernoctamos conocimos  por una emisora que trasmitía en ingles que  las torres gemelas de Nueva York ardían. Mi hija que ese mismo día había viajado a los EEUU, desde Frankfurt, se nos  volvió motivo de preocupación. Machacando mi pobre  francés llamé por teléfono  a la Petite Piere. Supe  que su avión con destino a Detroit, desde Frankfurt,  había sido desviado hacia el Canadá por orden gubernamental.
Era el 11 de septiembre del 2001. Desde el instante en que terminé   mi crónica el mundo sería distinto. Allí unas creencias fundamentalistas, inquisitoriales, anacrónicas rompieron por siempre muchos lazos de confraternidad y confianza humanas.
A pesar de las torres hirvientes que he visto y vivido y  de los odios humanos, creo que en una paz responsable y humanista, aunque demore y sea difícil.

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