Hace catorce años después de pasear por los pueblos de
Alsacia, sacados de los castillos y cuentos de los hermanos Grimm, con casas
llenas de arreglos florales en sus balcones que rememoran la Andalucía maja española, los pueblitos montañeros colombianos y el pesebre gironés en Santander,
llegamos a una pequeña aldea milenaria
en su existencia: La Petite Pierre.
Como localidad turística, limítrofe entre países, habla
alsaciano, un idioma que data del siglo VI cuando Alsacia fue estado soberano. Su fonética es más alemana
que francesa, y al igual que sucede con
el Euskadi, la lengua vasca sus raíces
son desconocidas.
El pueblito pintoresco se asienta entre colinas y pinares,
tiene un castillo rudimentario construido en el siglo IX. Viendo sus restauradas
ruinas uno imagina lo difícil que debía ser la vida diaria, las rutinas,
en esas épocas de la baja edad media.
Llegamos en automóvil desde Paris, pasamos por Lorena,
para asistir al matrimonio civil de mi
hija, con el hijo de uno de los aldeanos de esa linda villa. Es un matemático que ella había conocido en el trabajo en los
EEUU. El papa de él, mi consuegro, había
sido veterano de la segunda guerra mundial, fue alcalde
de la localidad, se había jubilado y vivía en forma placida, descomplicada, en
una pequeña casa con dos hectáreas de plantíos. Sembraba en su huerto los
alimentos que consumían en la mesa y gozaba elaborando en forma artesanal los
vinos y quesos que añadía a su despensa familiar.
El pueblito es
pintoresco. Se podría esquematizar así: tres calles largas rodeadas de
pinares con dos panaderías, una tienda de abarrotes, un bar, tres iglesias, la
una católica, las otras luteranas, un restaurante de estilo medioeval con
comida francesa y alemana, la alcaldía. Al final de lo nuevo el castillo viejo
en donde se llevan a cabo actividades culturales conectaba el siglo X con el
siglo XXI.
El nombre del esposo de Marthica es Jean Jacques Hauschnet.
Al averiguar por la traducción alsaciana
del apellido me dijeron que significaba deshollinador. Me gustó el chisme
porque el apellido es ahora el de mis nietos, que encajaba en los cuentos de
hadas, caballeros, brujas y castillos que tanto había leído en mis lecturas
infantiles.
Cerca del apartamento donde nos alojamos, a 200 metros por fuera del pueblo encontré un
pequeño cementerio en donde ordenadas
como un ejército prusiano se veían cien tumbas. Catorce tenían el apellido
Hauschnet y una pertenecía a una niña de
tres meses, hermana fallecida de JJ. Las otras eran de ancianos y adultos.
No había fantasmas en la propiedad, allí reposaban los restos
de católicos y protestantes en igualdad de condiciones y tolerancia a pesar de que en el poblado la iglesia
católica tuviera como insignia en sus torres una cruz y las protestantes
tuvieran como icono diferencial un gallo.
El rito matrimonial empezó en la alcaldía y terminó en una fiesta
llena de espontaneidad y colorido en la casa paterna. Me acuerdo de una danza que hicieron con
cintas giratorias, pegadas a una vara
central. Cada bailarín con su cinta envolvía
la pareja. Con las vueltas los
participantes, formaban una clase de nido en donde los novios se podían besar. El
menú era un delicioso pescado blanco renano que según comentaron
solo se daba en ceremonias especiales. La música la ejecutaba una banda con
saxofones, tambores y flautas. Sus melodías eran valses y polkas aunque por
complacernos a los latinoamericanos tocaron pasodobles y la famosa Adelita
mejicana.
El trascurrir de la fiesta estuvo lleno de sencillez y
camaradería aunque los trajes de las señoras y muchachas eran sofisticados y
elegantes. El vino Pinot Noir, la cepa de mostrar en Alsacia, fluyó generoso
hasta bien entrada la noche. Poco a poco y entre danzas, nos volvimos comunicativos,
multilinguisticos, para después adormilarnos. Se hablaba francés, inglés,
español, alemán y alsaciano Aun en la torre de Babel, había comunicación y
sobraban las sonrisas y expresiones de acogida y afecto.
Cada uno de los parientes, vecinos o amigos, que llegaban
donaba a la pareja algunos euros. Los más allegados eran más generosos. El ritual
ocurría en medio de una tácita aceptación de que ellos eran unos ciudadanos
libres y que en su cultura la riqueza
afectiva, llena de camaradería iba por delante del dinero.
Al día siguiente de la boda, antes de regresar a Colombia
decidimos ir a recorrer el rio Rin con
sus castillos y rápidos. Al llegar a
Colonia y frente de su catedral gótica, nos llamó la atención que las personas no quitaban la vista de los televisores
gigantes instalados por doquier. Se oían exclamaciones gestuales de estupor e
incredibilidad. Aparecían unas torres altas que ardían de manera
inclemente.
Al ingresar al hotel donde pernoctamos conocimos por una emisora que trasmitía en ingles que las torres gemelas de Nueva York ardían. Mi
hija que ese mismo día había viajado a los EEUU, desde Frankfurt, se nos volvió motivo de preocupación. Machacando mi
pobre francés llamé por teléfono a la Petite Piere. Supe que su avión con destino a Detroit, desde
Frankfurt, había sido desviado hacia el
Canadá por orden gubernamental.
Era el 11 de septiembre del 2001. Desde el instante en que
terminé mi crónica el mundo sería distinto. Allí unas creencias
fundamentalistas, inquisitoriales, anacrónicas rompieron por siempre muchos
lazos de confraternidad y confianza humanas.
A pesar de las torres hirvientes que he visto y vivido y de los odios humanos, creo que en una paz
responsable y humanista, aunque demore y sea difícil.
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