Rosa Nieto
Seis de la tarde, viernes
21 de agosto de 2015, el tren resopla y disminuye velocidad. Los que nos bajamos
presurosos en la estación Les Olympiades nos abrimos paso. Primer día en Paris
de mi tercer viaje. Tierra que ejerce una fuerte fascinación en mí, tal vez por
la belleza de su idioma que suena tan musical, o porque siempre tengo la
sensación de que a la vuelta de la esquina me voy a topar con una sorpresa, o quizás
sea su particular patrimonio arquitectónico que hace que me sienta en el centro
del mundo.
Estoy ansiosa. El motivo
del viaje es acompañar a mi sobrino José en su instalación en una universidad
de Cergy, un pueblo al noroeste de Paris. Desde la edad de cinco años ha sido mi
compañero de viaje, de aventuras. Jugamos futbol, buceamos en el mar, visitamos
acuarios, conocimos gran variedad de tiburones, lobos marinos y ballenas, recogimos
caracoles, comimos exóticas comidas y nos dimos largas siestas. Él me lleva de
la mano, es mi guía, habla perfecto el francés.
Agosto llega a su final,
la temperatura ha descendido, avanzo de prisa por los pasillos de la estación
sin mover casi las piernas, floto. Rostros impenetrables, silenciosos se
encargan de empujarme. Me acerco al último tramo, tomo las escaleras eléctricas
que me llevan a la superficie. Una fuerte ráfaga de viento frio se estrella contra
mi rostro, me llega un delicioso olor a choclo asado. Por segundos pierdo la
noción del tiempo y del espacio. Estoy con mis amigos por los alrededores de la
Plaza de Toros de Cali, es diciembre, salimos de toros, queremos saciar el
hambre. Las ventas ambulantes nos invitan a carne asada, empanadas y choclo
asado. Sigo avanzando por los pasillos de la estación, alcanzo la calle. Dos fornidos
muchachos negros ataviados de turbantes y mantas multicolores, en cuclillas,
ofrecen a los transeúntes, choclo asado que preparan en un rudimentario
brasero. Promocionan la venta en un idioma desconocido, no es español ni francés.
De golpe me entero que son los primeros de los muchos nuevos visitantes que conoceré.
Llegan para quedarse en La Galia, antiguo nombre de Francia. Ya no es la que vi
hace cuatro años, ni mejor ni peor, es otro país.
Sábado 22 de agosto, hemos
adelantado varias diligencias y decidimos hacer turismo en el fin de semana. Los
compañeros de José, que llegaron antes que nosotros, lo han llamado para
hacerle algunas recomendaciones, entre otras, que las mujeres deben cuidarse de
cruzar la mirada con algún extranjero, pues para algunas culturas orientales el
mirarse a los ojos es una clara invitación sexual. No podía creer lo que oía, solté
la carcajada y al segundo se me olvidó. Cuando subimos al metro mi sobrino me
daba puntapiés cada vez que mi curiosidad se iba detrás de algún transeúnte.
Las jóvenes juiciosas viajan con los ojos clavados a la pantalla del
celular. El celular ahora presta un
servicio adicional, es utilizado como escudo para evitar que los ojos de la
dueña observen lo prohibido.
Hemos llegado a la
emblemática basílica del Sagrado Corazón, aun es temporada alta y los turistas
son una mezcla de razas, colores e idiomas. Ansiosos de gastar y tomar fotos.
Hay un grupo de visitantes de tez achocolatada y mirada apagada, recostado en
las verjas de hierro que rodean los jardines. Vestido con ropa inadecuada para
la temporada, indiferente a las tierras extranjeras. Circula inmutable en la
inmensidad de una vida que no incluye su territorio, se desliza
imperceptiblemente. Yo quisiera pensar que en su corazón algún día empiece a
gestarse la fascinación por lo desconocido. En pequeñas alfombras exhibe su
mercancía: imágenes religiosas en yeso dedicadas a diferentes credos, santos,
jaculatorios impregnados de fe, escapularios que harán invulnerables a quienes
los porten, para que las maldiciones no los alcance, sahumerios. Se acerca un
turista curioso, souvenirs le dicen en coro. Espera que el fruto de la venta alcance para
mitigar el hambre de ese día. Ventas callejeras que me hicieron evocar
cualquier pueblo de peregrinación colombiano. De pronto alguien grita “policía”
y en segundos enrolla sus alfombras con la mercancía adentro y desaparece.
Lunes 24 de agosto, viajamos
en tren hasta Cergy. Nos tomó una hora desde el noreste de Paris. Cergy es un
pintoresco pueblo de sesenta mil habitantes, ubicado en la campiña francesa,
con muchos pinos, atravesado por el río Oise en el que se realizan deportes
náuticos. Una vez instalados en el hotel salimos a caminar por los alrededores.
Sus habitantes son mucho más hospitalarios que los parisinos.
Martes de madrugada, 25
de agosto. Fuimos en bus hasta la prefectura. Mi sobrino debía tramitar la
Carte de Sejeur que es el documento oficial de residencia
de Francia y que deben diligenciar los extranjeros que llegan a quedarse. Entran buses en la fría estación de Cergy. Los muros grises del edificio de la
prefectura dan la bienvenida a un colorido grupo de pasajeros. Hablan en voz
alta un idioma que desconozco, pero con la musicalidad de mis coterráneos de
Buenaventura. Se empujan, creo que se hacen bromas, sueltan risotadas. Cargados
de bultos y maletas raídas, cargados de esperanzas, se confunden con otros que
han tenido largos años de migración. Algunos solo tienen su cobija. Puede decirse que la cobija
multicolor es su hogar, su país. Es el
inicio de un camino que se convierte en el prólogo de una nueva vida.
Las puertas de la
prefectura se abren y empezamos a entrar en orden. Hicimos fila por tres horas.
Mientras mi sobrino espera el turno, me dedico a caminar dentro del edificio
para desentumir las piernas. Llego a una sección con el aviso: “asilo”, las
sillas están ocupadas por familias con niños, ancianos y jóvenes callados,
tristes. Me turbo. En sus mentes cargan todo su equipaje: alegría, miedo,
tristeza, devoción, valor, resentimiento ¿Quién puede saberlo? Una vida
misteriosa y primitiva se agita en su corazón. Su espíritu permanece en casa. El
destino, mi destino, su destino, ese misterioso arreglo de lógica implacable.
Un niño llora y tira de la falda de su madre. Ella se acerca a una máquina y
compra alimentos. La lengua del niño busca el gusto y se ve obligado a saciar
el hambre con comida que no le resulta familiar.
Los franceses estirados,
de nariz respingada, bien puestos, con rostros inescrutables se mueven, conviven
con sus nuevos inquilinos, los arrojados de sus aldeas por la guerra, los
invisibles. Dueños de casa que toman posiciones críticas frente a seres humanos
en quienes ven el atraso y la superstición.
Empiezo a sentirme
desplazada. Nuestro planeta se encuentra en la era de los “refugiados,
inmigrantes, exiliados, indocumentados”, palabras que hasta hace poco casi no
se mencionaban. Han pasado a ser una de las inquietudes fundamentales de
nuestro tiempo. Cientos de miles de seres humanos son esparcidos alrededor del
mundo. La intolerancia de los pueblos y la urgente necesidad de vivir en una
comunidad cuya cultura nos permita vernos como iguales, blancos con blancos,
negros con negros, mestizos con mestizos, nos han convertido en personas
asustadas porque alguien que no creció en nuestra ciudad pueda hacernos daño. Cada
media hora se oyen sirenas de la policía, la gente se estremece.
Francia tiene a sus
espaldas la difícil tarea de recuperar sus símbolos de libertad, igualdad y
confraternidad, los del país de los derechos humanos, amenazado por un manto de
decadencia, tendido por un grupo de franceses que no comparte tales principios.
Se empieza a notar que los colores cobrizo y negro priman sobre el blanco.
Muy buena reseña, has presentado una nueva cara del Paris actual; preámbulo de los atentados de septiembre. La descripción de soledad de los inmigrantes frente a la actitud de hostil indiferencia de los nativos. Es el mal del planeta. Felicitaciones por el texto.
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