J Iván Pérez
La reunión que había sido pedida por ‘Moncho’, el día anterior, se advertía tensa. (Gerardo Valencia Cano, que era más conocido por toda la gente del puerto de Buenaventura como ‘Hermano Mayor’ o ‘Moncho’ por la juventud, era el obispo del Vicariato). Generalmente toda reunión con él era agradable. Se diría que a pesar de ser el líder de los delicados procesos de cambio que impulsaba a raíz de los planteamientos del Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM, 1968), su liderazgo era eminentemente participativo y dialogal. Como tal era percibido por quienes formábamos parte de su equipo de colaboradores: curas, monjas, educadores y seglares comprometidos. Era un liderazgo centrado en la escucha y en la argumentación, sin imposiciones suyas ni de nadie en el equipo de trabajo, tanto en el aspecto pastoral como en el social. Lo que era bastante decir, si se tiene en cuenta que todo ocurría en la Buenaventura de 1969.
En esa reunión los anuncios que tenía para el equipo eran bastante importantes. Y todo estaba condicionado por la toma de decisiones que les seguirían. Los muy delicados – según él - tenían que ver con el estado presente del proceso de investigación en que estábamos involucrados, y que buscaba como resultado final la elaboración de ‘Un Perfil del Hombre del Pacífico’. La investigación incluía descripción, análisis y aceptación de la idiosincrasia de la población, como base de cualquier trabajo en la región. El resultado final del proyecto en que aceptamos rompernos el lomo parejo con él, sería un acuerdo sobre lo fundamental en lo antropológico, sociológico, cultural, teológico, y en lo religioso, que era del resorte del sincretismo regional que todos respetábamos. Toda acción bajo la modalidad que apenas estrenábamos, la de ‘trabajo como equipo’.
Antes de dar a conocer los resultados hasta ese momento obtenidos por cada uno (a), reclamó una atención especial para analizar las amenazas que asechaban entorno a nuestro trabajo y a la toma de las decisiones, en general.
El método utilizado en la investigación y el trabajo del equipo era el de IAP (investigación, acción, participación), empleado en la joven facultad de sociología de la Universidad Nacional de Colombia por su impulsor y maestro, Dr. Orlando Fals Borda. Los sustentos teóricos de nuestro trabajo social y pastoral tenían como fundamento los postulados de Pablo Freire en lo educativo y social ("La Educación Como Práctica de la Libertad” y "La Pedagogía del Oprimido"), y los que el peruano Gustavo Gutiérrez, proponía como co-creador de la ‘Teología de la Liberación’, nacida en y para Latinoamérica.
Tenía ‘Moncho’ serias informaciones de que el ‘Das rural’ venía haciendo seguimientos ‘non santos’ al trabajo de varios de nosotros; de lo que hablábamos, escribíamos y hacíamos con la gente, nos señalaban ante sus superiores como ‘subversivos’. La razón mayor de semejante estropicio, eran los antecedentes de la participación del obispo y de algunos de los presentes en las reuniones de ‘Golconda’, efectuadas antes de que sumara mi trabajo al del equipo, desde enero de 1969. Todos estábamos bajo sospecha de esa entidad policial que representaba al estado. Se requería extrema prudencia por parte de cada uno, y la decisión de seguir en la colaboración de trabajo conjunto sería una decisión eminentemente personal.
"GOLCONDA" era el nombre de una finca, ubicada en el Municipio de Viotá (Cundinamarca), propiedad de la Arquidiócesis de Bogotá, y destinada a retiros espirituales, cursillos, seminarios, reuniones clericales y de seglares, y otras actividades sociales. Entonces la zona era de gran influencia comunista. Allí, en el mes de julio de 1.968, se reunieron por primera vez 50 sacerdotes de todo el país y de América Latina.
Tres ejes fundamentaron ese primer encuentro: a) Ahondar en el estudio de las encíclicas papales, base de la doctrina social de la Iglesia. Entre ellas: ‘De las Cosas Nuevas’ (León XIII, 1891); ‘Cuarenta años’ (Pio XI, 1931) ‘El Progreso de los pueblos’ (Pablo VI, 1967). La tesis que subyace a todas ellas es la denuncia de la existencia y crecimiento de ‘unos ricos cada vez más ricos y unos pobres cada vez más pobres’: b) Intercambiar reflexiones, experiencias y proyectos de trabajo en cada campo de acción de los participantes; c) Reflexionar sobre la realidad de un mundo dividido en dos bloques: capitalismo aceptado y, a veces bendecido como sistema menos malo; y socialismo, satanizado como materialista y ateo por el magisterio de ‘la Iglesia’.
Se hacía, además, alguna reflexión sobre el movimiento de los años 50 de ‘los curas obreros’, experiencia francesa que sacó de las sacristías a los curas y los llevó a ganarse la vida en el trabajo de fábricas, talleres y otros oficios. Y se analizaba la década de los 60 con la encíclica ‘Madre y Maestra’ de Juan XXIII, (1962); la celebración de Concilio Vaticano II con su tesis transformadora: ‘Fuera de la Iglesia hay mucha salvación’.
Consecuencia de la reunión y de las que le siguieron, fue el mote de la prensa para Gerardo como el "OBISPO ROJO” y el de "CURAS REBELDES" para los demás curas participantes. ¡Dogmatización periodística!
Posterior a este anuncio, Gerardo pidió al equipo que deliberara acerca de la conveniencia de aprovechar una beca ofrecida por Francois Houtard, su amigo y decano de facultad de la Universidad de Lovaina (Bélgica) para que uno de nosotros estudiara Antropología o Sociología. Dijo que la cosa sería para el otoño de ese mismo año. Los tiempos se acortaban y la planeación del trabajo urgía tomar determinación sobre el asunto.
Pesados los pros y contras de la oferta en el equipo, y con miras al trabajo que se avizoraba, se analizó la realidad de cada uno de los miembros, su preparación previa y su aceptación o no de la beca. Concluyó postulando mi nombre como beneficiario de la misma, antes de que el agite del trabajo y la seguidilla específica del DAS sobre mi persona y trabajo, hiciera que las cosas se agravaran peligrosamente. Tendría un mes para arreglar lo mío y salir para Europa en agosto de ese mismo año.
El día señalado por el itinerario, abordé en el aeropuerto de Medellín un avión de la desaparecida compañía ‘Aerocondor’ que me pondría en Miami como escala para llegar a Nassau, desde donde otra línea aérea me llevaría a Luxemburgo, y desde ahí un tren me conduciría a Bruselas. El ajetreo de los vuelos y hospedajes y pasaportes, y los lugares y seres desconocidos, coparon toda mi atención y casi me impidieron reflexionar sobre los meridianos que estaban definiendo mi nueva vida y mi futuro. Todo un giro copernicano, incluidas mi misión en la vida, mi familia, mis amistades, y mi cultura hasta entonces solamente paisa, adobada con lo poco de francés que creía haber aprendido desde mis estudios y repasado en mis noches previas al viaje.
Dormir en un avión que desde las 6 p.m. se lanza rumbo al mar desde Nassau para buscar a Europa, fue una pesadilla más que un placer. En mi mal francés recibí la comida de esa noche y los utensilios para hacer que dormía. ¿Dormir, sabiéndome flotar encima de una inmensidad que meses antes se había tragado un avión de ‘Panam’ que se precipitó allí con todos sus tripulantes y pasajeros? ¿Dormir, pensándome desconectado de lo que venía siendo y haciendo hasta entonces para volver a ser universitario, pero en Europa? ¿Radicarme cerca de ese París del 68 que le había cambiado tantos rumbos a los franceses, a Europa y al mundo? ¿No había comenzado a influir ese revolcón parisino nuestras perspectivas Freirianas sobre la liberación en América Latina, mientras ellos tenían la tan convulsionada revolución argelina y de los demás países, sus colonias? ¿No iba yo a vivir en el meollo de los invasores del Congo, finca de Leopoldo de Bélgica y denominado justamente el ‘Congo Belga’? ¿Cómo podría un citadino paisa como yo salir ileso o fortalecido de esa experiencia en medio de tal pandemonio universal?
Amanecerá y veremos, pensaba, mientras la brumosa mañana de los campos aledaños al ‘Luxemburgo Findel airport’0 nos recibía opaca y fría, arropada con el cierzo propio de un otoño que sería el más malo de los últimos cinco años, al decir de los servicios meteorológicos locales.
Finalmente, arrellanado en la confortable butaca de que disfrutaba en el tren, inicié mi primera mañana en tierra europea. El tropel de pensamientos y sentimientos que me asaltaban en cada kilómetro del férreo camino, hizo que iniciara la escritura de una bitácora que, repasada antes de perderla de regreso a Colombia, era el confidencial testimonio de lo mucho que uno puede cambiar a los 27 años.
Avanzaba la mañana cuando el anuncio del arribo a la Gare de Bruxelles - Luxembourg, en Bruselas, me puso sobre aviso de las frases que debía pronunciar durante mi presentación con quien saldría a recibirme. Primera sorpresa, ya en tierra firme, fue la torre de babel que constituía la variopinta multitud de seres que corriendo de un lado para otro y vociferando como locos, en sus diferentes lenguas, trataban de ubicar y alcanzar sus trenes y demás medios de transporte.
Pero me quedé con el libreto aprendido. Como diría Savina en su desparpajada canción, ‘me dieron la once y la doce y la una y la dos’ sin poder encontrarnos con el enviado de la universidad; ni él me topó a mí ni yo a él. Muy tarde vine a saber que yo lo había estado esperando en el lado sur de la estación, mientras él lo hacía en el ala norte, lo que hizo imposible encontrarnos. ¡Y a improvisar se dijo!
Estaba medio en las nubes y el hambre acosaba. De pronto una voz masculina hablando español le reclamaba algo a su acompañante. Esperé que se calmaran y los abordé, sin más. Apenas iniciaba mi cuento, cuando una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro de la mujer que no era otra cosa que una colombiana estudiante de la universidad laica de Bruselas y su esposo peruano. Por ellos me salvé de pasar la primera noche en una de las incómodas sillas de la estación. Me enteraron, también, que habían sido víctimas del mismo mal entendido cuando llegaron hacía ya dos años, mientras me indicaban que a dos cuadras de ahí había un hostal regentado por una española de armas tomar y donde me podría hospedar mientras tanto.
Nos despedimos con un ‘hasta siempre’, y me dirigí a la dirección indicada. No debí hacer mucho esfuerzo. Una melodía española que no me es fácil recordar ahora, me guió hasta el mostrador del hostal, y con la enmohecida campanilla sita ahí demandé sus servicios. Apareció una asturiana, rolliza y chapetona como cualquier campesina de esas tierras, y con un ceño entre serio y fruncido realizó los protocolos administrativos. Cuando hubo finalizado, tenía instalada una pía sonrisa hacia este ‘sudaca’ medio apendejado y primíparo por esas tierras de don Leopoldo. Cambió de tal manera su gesto que, aunque el costo de la habitación no incluía cena ni desayuno, los obtuve gratuitamente por lo bien que les caí a ella, a su marido y a su sobrina que fungían como grupo de trabajo administrativo en el hostal. Claro que lo de ‘gratuito’ es un decir, porque lo que debí hacer esa noche, no fue un pago menor. Era la una de la mañana y aún soportaba las crónicas de viaje a Sud América del marido que había sido cocinero en barcos pesqueros que atracaban en puertos como los de Chile, de poco grata recordación para él. Pero, quería – además - desatrasarse de noticias del hemisferio y lo logró a costillas de mi cansancio y mi sueño. Finalmente cayó el telón del primer día de los que aún me quedarían por vivir en aquel bellísimo país de eternas rivalidades entre walones y flamencos.
Ya en los predios de la rejuvenecida Universidad Católica de Lovaina, y superados felizmente los trámites de ubicación y demás minucias, inicié mis cursos formales de francés para poder entender los galimatías de la Sociología, de la mano de profesores destinados para ello. No todos residían en la universidad ni todos eran belgas, lo que demandó mis desplazamientos para seguir cursos por Alemania (Universidad de Tübingen, con Hanz Küng); en Lyon con Jake Vaneunofen; en la hermosísima ciudad de Brugges con Pere Guy, abad de los benedictinos y especialista en culturas mediterráneas; en Geneve, Suiza, con Ferdinand Remy, experto en culturas latinoamericanas, etc. A Francois Houtard no lo pude contactar hasta mucho tiempo después, debido a sus prolongadas ausencias por los continuos viajes de asesorías y consultorías que impartía al rededor del mundo entero. En muchas partes fuera de Bélgica, reclamaban su apoyo para entender los horizontes y efectos que producirían los postulados del Concilio Vaticano II, del que había sido conspicuo consultor.
La gran sorpresa que se me reservaba en la U. era la presencia de otro colombiano que hacía allí su doctorado en psicología. Jorge Alberto Restrepo, paisa de Medellín, de los Restrepos – Gonzalez del suroeste antioqueño y como yo, choznos del mismo tatarabuelo: Ñito Restrepo, paisa y expresidente de Colombia.
Dirigía él un espacio dedicado a la investigación sobre Latinoamerica dentro de la universidad, denominado ‘Casa de Acogida’, que recibía a estudiantes de los diversos países del hemisferio y a colombianos que luego nos uniríamos al trabajo investigativo, porque a su interior subsistía el (CISLA), ‘Centro de Investigaciones Sociales para Latinoamérica’ (nombre en español), fundado por el sacerdote bogotano de ascendencia paisa por parte de madre, Camilo Torres Restrepo, quien dejó allí huella como sociólogo investigador, y comenzaba a dar de que hablar en Colombia, Suramérica y el mundo por sus investigaciones y sus turbulentas acciones posteriores.
Una tarde de otoño, después de la sesión de trabajo en el Centro presidida por un arquitecto francés, estudiante de sociología de la misma universidad, Jorge me invitó a tomar un café, y fumando una elegante pipa, primer regalo de sus amigas belgas, desplegó ante mi vista el dibujo de un árbol genealógico. Según él era el de las familias Restrepo - Gonzales’ que había confeccionado una tía abuela suya residente en Rionegro, Antioquia. Con el diseño ante mis ojos quería que me enterara de que tanto él como yo y como Camilo, el cura que había dejado huella de pensador e investigador en la Universidad de Lovaina y en los círculos de ciencias sociales e investigativas de Bélgica, eramos ‘choznos’ del mismo Ñito.
¡Choznos del mismo tatarabuelo, de Ñito Restrepo!... Y me lo revelaba ahora, porque había una invitación particular para asistir a la inauguración de los nuevos bloques de residencias para estudiantes extranjeros y sus familias, que la universidad inauguraría el siguiente sábado. Semejante noticia prendió mis alarmas y en mi correspondencia con un primo apodado ‘el loco’ por su apasionamiento por explorar cosas raras, y residente en Medellín, pude constatar la veracidad del hecho que se me acababa de develar. Resultamos, choznos de Ñito y primos en cualquier grado con el famoso cura ‘revolucionario’ y ‘subversivo’ para muchos coterráneos nuestros, y que daría tanto de que hablar en este país. Los bloques de apartamentos llevarían su nombre y nosotros seríamos testigos de excepción de tan merecido homenaje.
Pasadas las navidades de 1971 , los estudios se ponían más complejos, y los trabajos universitarios requerían de más tiempo de dedicación, lectura e investigación para los que estaba a nuestra entera disposición la hermosísima biblioteca de la universidad que, al decir de muchos, era la más bella y bien dotada de esa parte de Europa, y motivo de grandes rivalidades con otras universidades.
Pero lo más importante del inicio de año no serían esos hechos. Otro más significativo y tremendamente doloroso vino a perturbar mi estadía y dedicación allí. El 22 de enero de 1972, estando en la confortable biblioteca, ya al caer de una tarde de invierno, vino Jorge Alberto a buscarme. Lo pálido de su rostro, el rictus contraído de su boca y sus balbuceos para comenzar a contar lo que fuera que tenía para contarme, despertó en mí un desasosiego que no había experimentado nunca antes, y presentí lo peor. La noticia tenía que ser de vida o muerte.
En efecto, cuando pudo desatar palabra me contó que Gerardo había perecido en un desgraciado accidente de aviación y su cadáver aún no aparecía. Se lo había tragado la selva chocoana en cuyas entrañas cayó el avión que iría inicialmente de Medellín a Ismina, y posteriormente a Buenaventura. ‘Mucha gente de todas las pelambres y organizaciones’, finalizó su noticia, lo buscan palmo por palmo en las entrañas de esa espesura chocoana para conseguir su cadáver.
No volví en mí sino dos o tres días después cuando el Decano Houtard, ya suficientemente enterado de la desgracia, me mandó a llamar. Me habló de la convicción que le asistía acerca de lo que Gerardo representaba para el mundo misionero de América Latina, del apoyo que le dispensó en el Concilio para entender los cambios que se vendrían para católicos, misioneros, laicos y comunidades de base que responderían por la revolución religiosa y social de este hemisferio; y no dejaba de recalcar el dolor de su pérdida por la amistad que los había unido, y su compromiso con él para que nosotros pudiéramos venir a perfeccionar nuestra preparación con estudios superiores y visiones distintas o complementarias, gracias a sus buenos oficios. Que nos formárarnos para responder debidamente a Colombia y a este hemisferio, reserva del catolicismo de la naciente Iglesia posconciliar, se convertiría en su misión de intelectual europeo amigo de América Latina y muy personal y entrañable de Gerardo.
Me ofreció su apoyo incondicional, cosa que agradecí de todo corazón. Me pidió con extraña vehemencia que lo tuviera al tanto de mis definiciones. Definiciones trascendentales para mí y que debí tomar en el fragor de los acontecimientos presentes, dolorosos, y no menos complicados como los que siguieron, y que tuvieron un desenlace para mi vida personal, social y profesional de envergadura, y cuyas consecuencias serían material suficiente para otra crónica, ojalá más sintética que la presente. …
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