Jorge enrique Villegas
Ella
sembró en mí nuevas ilusiones. Ese jueves, luego de cenar, nuestros amigos llegaron
para celebrar el cumpleaños de Ana Milena. Iban a ser las once cuando les dije:
muchachos, mañana hay cosas que hacer. Entendieron y se fueron. Feliz miré a
Ana Milena. La abracé. Al oído le dije:
es nuestra noche. Lo es–respondió ella–. Sentí sus labios ansiosos.
Desperté temprano, la abracé de nuevo y le dije que debía salir. Al medio día comeríamos y luego iríamos con los
amigos a ver una película.
Iba distraído en el vehículo. Le cantaba a Ana
Milena. Cuando acabé la melodía, escuché aplausos, eran las latas
del carro que chocaba con otro . Me rescataron y me subieron a una
ambulancia.
Alejo desayunó, leyó el periódico,
encendió un cigarrillo, vio la hora y fue al baño. Luego de lavarse las manos se vio en el espejo. Estaba ojeroso y con una barba incipiente. Se sintió
fastidiado. Iba al parqueadero por el automóvil cuando se encontró con la
vecina. La noche anterior él durmió poco. A ella le celebraron el cumpleaños y el ruido lo desveló. No
reclamó, porque, ¿para qué? A él le gustaba así, madura y jugosa. Estaba seguro
que, llegado el momento, se acostaría con ella. La conoció una mañana de
lluvia, cuando la ayudó a cambiar una llanta del coche. Desde entonces,
procuraba salir a la misma hora para saludarla.
Un conocido le había aconsejado que debía procurarse tres cosas en la
vida: un médico, un mecánico y un abogado. Tenía los dos
primeros. Ahora, buscaba tener más que la confianza de Ana Milena. No podía creer que la vecina se resistiera a tratarlo
como amigo. Se ofreció a
llevarla a su trabajo en una oficina de abogados.
Ella había vendido el carro. “Me estresa conducir ”–le comentó–. Le
agradeció el favor y le mencionó que en la tarde iba a cine con unos amigos. Le pidió que no se preocupara en recogerla,
como había dicho. Alejo se sintió
incómodo. Eran otros los que le
alegraban la vida. Cuando se apeó, Alejo aceleró de manera brusca. El semáforo
estaba en verde. Ana Milena pensó que llevaba mucho afán. Cuando entró a la
oficina, escuchó un fuerte estruendo. ¡Dios mío!
Me sentí culpable. Uno de los paramédicos
me pidió que estuviera tranquilo, que en el hospital me atenderían.
Quise hablar y no pude. Vendaron mi cara. Quise mover los brazos. Los habían
sujetado de tal modo, que no pude quitarme las sondas que me causaban dolor. No
sentí una de mis piernas. Las conversaciones de los enfermeros no eran alentadoras. Perdí el conocimiento.
Cuando desperté sentí un fresco agradable. La luz del día era clara sin
ser brillante. Miré hacia abajo. Me sorprendió ver la cama suspendida en lo más
alto del cielo. Gasas de nubes cubrían la ensenada del puerto.
Sentí miedo. Algo me observaba. Se acercó.
–¡Córrase!–le entendí.
–¿Cómo se atreve?
–¡Córrase! ¡Tengo frío!
–No puede ser–dije–. Esto es...
–¡Córrase o me lo llevo! ¡Usted! ¡Por
usted!
Me ericé del pánico.
Despierta corazón–escuché–. Vi a Ana Milena poner las manos en mi rostro.
Está frío, oí que susurró. ¿Tienen otra manta?
–¿Por qué lloras Ana Milena? –quise
preguntarle–.
Sus lágrimas resbalaban en mi cara.
–Rubén, no te vayas–decía.
Abrí los ojos.
Alguien
dijo: “Doctor…el otro accidentado murió”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario