Eduardo Toro
Gutiérrez
En “María Sánchez”, finca que se desparramaba sobre buena
parte del cañón del río Nechí. Jurisdicción del municipio de Anorí, pasábamos,
entre trabajo y aventuras, los asuetos de julio y diciembre. Corría el año de
l.942 y era la tercera temporada de vacaciones de mis hermanos y yo. Nos
formábamos en el trabajo y el aprendizaje con un alto sentido de
responsabilidad.
La extensión de “María Sánchez” se medía por leguas y era
multiproductiva. Tenía grandes potreros para engorde de ganado orejinegro,
bosques nativos, cacaotales, cafetales y plataneras; áreas para el cultivo de
maíz, frisol y yuca; también caña panelera y un trapiche cuyas mazas eran
activadas por bestias; un foso circular en el cual caballos avezados pisaban el
barro para armar tejas y ladrillos que pasaban al secadero y después a la quema
en un horno gigantesco. Cerca de una casa muy grande estaban las pesebreras, el
ordeñadero y un rancho generoso en anchura para guardar aperos y almacenar la
carga, en el zarzo dormían los peones. En su entorno pastoreaban las vacas lecheras, confundidas
con las aves, criollas y finas de combate, a las que mi padre ponía especial
atención; el bravo río Nechí fijaba los límites y ofrecía, en abundancia, la
pesca de sabaletas y bagres.
También, y como si fuera poco y para que no faltara nada, en
el potrero de los terneros mamones daba sombra un suribio gigantesco, que
durante el día era frecuentado por ardillas y sinsontes; con las sombras de la
tarde llegaban bandadas de guacharacas para entonar sus versos burlones: “Juan
cagará, quien comerá”. Y nos contaban que en la mitad de las noches se aposentaban
las brujas que llegaban desde no se sabe dónde y chillaban como alucinadas
hasta el amanecer. Yo no las podía oír,
decía una prima de mi madre, porque si las escuchaba entonces no podría hacer
la Primera Comunión: mis hermanos ya habían comulgado y tampoco las oyeron. Mi
madre, tal vez con el ánimo de cultivarnos el miedo, ponía en las puertas y
ventanas, capachos de mazorca de maíz con granitos de sal para impedir que las
brujas entraran a molestar.
Pululaban las culebras y los insectos peligrosos. Abundaba el
verrugoso, chapolo, la mapaná, la patoquilla, la sapa y la candelilla. Por tal
razón cada que emprendíamos una jornada caminera nos quitábamos el sobrero y
rezábamos con honda devoción: “San Pablo por ser tan santo y un señor tan
milagroso, líbranos de las culebras y el animal ponzoñoso”. Gracias a San Pablo
estoy aquí para contar el cuento.
Los mitos y leyendas cabían todos en María Sánchez, en sus
bosques estaba la presencia de la Madre Monte; por sus trochas se oía el
Gritón; en la Cañada del Desespero acosaba la Pata Sola; En el suribio del
potrero de los terneros mamones Chillaban las brujas y, como si todo esto fuera
poco, al frotar dos trozos de macana aparecía un duende dispuesto a conceder
deseos. No se volaba en alfombra, porque era más práctico y seguro recorrer
largas distancias metidos entre un huevo de guacharaca, con la ayuda de las
brujas.
El caporal de la finca, en cuyos hombros caía el peso de la
marcha de todas las piezas del engranaje, era un hombre extraordinario conocido
como Gorrecuero. Alto, fornido, amable, de mediana edad, mestizo de piel
brillante y pelo suelto, guapo, sabio, músico, trovador y cuentero. Gorrecuero,
desde los primeros asuetos, había de convertirse en nuestro héroe. En honor a
su memoria me es imperioso contar que, veinte años después, cuando una gran
distancia física lo alejaba de nosotros, supe que su nombre de pila era Santiago Barrientos. Siempre cercano a
nuestros corazones y a nuestros más genuinos afectos lo recordamos como
Gorrecuero, que es como al él le gustaba llamarse.
Nos criamos entre el ganado, las bestias, las gallinas, los
perros, los peones, los agregados y los hijos de los agregados. No existía
diferencias, éramos todos iguales en pobreza y la similitud era nuestra mayor
riqueza. Los domingos, muy de mañana, llegaban los hijos de los agregados con
sus pizarras bajo el brazo y a ellos nos uníamos nosotros y los primos y
algunos peones interesados en aprender a leer y a escribir de la mano de María
Jaramillo, una heroica maestra rural, prima de mi madre.
En la tarde de un domingo esperábamos con avidez de niños,
sentados en el corredor de la casa, la aparición de Gorrecuero en el alto de
Bella Vista, quien regresaba del pueblo después de dejar la carga y comprar el bastimento
para la semana. Por fin lo divisamos y corrimos a su encuentro, falda arriba, serpenteándola
sin tregua porque no habíamos descubierto el cansancio, hasta encontrarnos con
sus brazos abiertos. sus dientes perfectos y sus calzones marraneros.
Entre el garitero, algunos peones, mis hermanos y yo, hicimos
un convite para descargar el bastimento, desenjalmar y suministrar aguamiel a
la mulada, mientras Gorrecuero, sentado en un banco de la cocina, consumía una
totumada de mazamorra de maíz amarillo con panela. Después rindió cuentas a mi
padre y repartió los encargos, contó al corrillo las noticias del pueblo y los
puso al tanto sobre los últimos acontecimientos de la segunda guerra mundial.
Yo, por aquél entonces, solo le tenía miedo a las brujas y a Hitler, que
contaban era más malo el mismísimo diablo.
Para nosotros reservó
un momento más íntimo y cordial. Después de repartir a toda la muchachada unos
deliciosos confites de anís, sacó de su carriel envigadeño una baraja española,
para que mi hermano Pedro, el mayor, saciara sus aspiraciones de gran jugador
de tute; a Oscar, el observador, obsequió una caja esférica en cuyo fondo se
dibujaban tres gatitos y seis balines para llevarlos todos a ocupar los huequitos
que les servían de ojos; a la prima Silvana entregó una cajita con rubor,
mientras cantaba este verso: “Colorete, componete que a la noche voy a verte”.
Y yo, desconcertado porque debí ser el primero de la lista, solo vi que
Gorrecuero me dio la espalda alejándose tres o cuatro pasos, de pronto giró
hacia mí y gritó ¡albricias Eduardo¡ y sacó del bolsillo del pantalón un trompo
torneado en madera noble envuelto en un guaral azul. No supe que me emocionó
más, si el no saberme olvidado o el bendito trompo con su guaral teñido.
Nunca descuidé las tareas asignadas por mi padre o Gorrecuero,
por el contrario, fui más diligente, pues necesitaba tiempo para ejercitarme en
las artes del trompo. Fue así como aprendí, de la mano de mi benefactor, mil y
un embelecos para que bailara en el guaral o en la palma de la mano. Inventé el
truco infalible para una exitosa lanzada sin que se enguaralara y era gritar siempre
la palabra mágica al tiempo de la tirada: ¡albricias!
Terminada la temporada de asuetos regresamos al pueblo a
retomar nuestra escolaridad. No me había bajado del caballo cuando ya estaba en
la plaza mayor cañándole a mis amigos con mi trompo Albricias. El descreste fue
total. Ante las expectativas de mis amigos, tomé aire, saqué el pie derecho adelante,
alisté el trompo con el guaral y lo lancé con elegante seguridad al grito de
¡albricias! Albricias bailaba sereno, como adormecido por la magia del grito y…
de pronto apareció Sonia, la perra loba de unos vecinos, observó curiosa un
instante… tomó el trompo entre sus dientes y se escapó veloz.
Qué cara me costó la chicanería. Mientras mis amigos se carcajiaban yo corría
tras la perra al grito de ¡Sonia¡, ¡Sonia¡, perra hijueperra, devolveme mi
trompo y, después, solo alcancé ver, al llegar a la calle larga, la cola de la
perra que se perdía entre el matandreal de la cañada de los Yepes, que llega
hasta el alto de la Guacamaya. Pude haber comprado otro trompo con las mismas
características de apariencia. De lo que si estaba seguro era de que no
existiría otro trompo con la misma obediencia, la serenidad con que se dormía
en la palma de mí mano y la magia alucinante que tenía Albricias en su poderoso
herrón.
En mi tristeza, eliminé del diccionario de los
recuerdos la palabra albricias y no volví a pronunciarla hasta muchos años
después, cuando inmerso en la poesía de Gabriela Mistral la topé repetidamente
en sus poemas. A pesar de los significados que le da el Diccionario de la Real
Academia de la Lengua, limitándolo a recompensa, sorpresa o regalo, para mi
gusto y capricho, solo tiene un bellísimo y evocador sentido: trompo de madera con guaral teñido, que baila a
la orden de un grito mágico y me recuerda a “María Sánchez” y al carismático
Gorrecuero. ¡ALBRISIAS ¡
Bonita rememoración de nuestro amigo Eduardo Toro Gutiérrez.
ResponderEliminarFELICITACIONES