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lunes, 24 de julio de 2017

Albrisias (de los cuentos de María Sanchez)

 Eduardo Toro Gutiérrez



                           En “María Sánchez”, finca que se desparramaba sobre buena parte del cañón del río Nechí. Jurisdicción del municipio de Anorí, pasábamos, entre trabajo y aventuras, los asuetos de julio y diciembre. Corría el año de l.942 y era la tercera temporada de vacaciones de mis hermanos y yo. Nos formábamos en el trabajo y el aprendizaje con un alto sentido de responsabilidad.

La extensión de “María Sánchez” se medía por leguas y era multiproductiva. Tenía grandes potreros para engorde de ganado orejinegro, bosques nativos, cacaotales, cafetales y plataneras; áreas para el cultivo de maíz, frisol y yuca; también caña panelera y un trapiche cuyas mazas eran activadas por bestias; un foso circular en el cual caballos avezados pisaban el barro para armar tejas y ladrillos que pasaban al secadero y después a la quema en un horno gigantesco. Cerca de una casa muy grande estaban las pesebreras, el ordeñadero y un rancho generoso en anchura para guardar aperos y almacenar la carga, en el zarzo dormían los peones.  En su entorno pastoreaban las vacas lecheras, confundidas con las aves, criollas y finas de combate, a las que mi padre ponía especial atención; el bravo río Nechí fijaba los límites y ofrecía, en abundancia, la pesca de sabaletas y bagres.
También, y como si fuera poco y para que no faltara nada, en el potrero de los terneros mamones daba sombra un suribio gigantesco, que durante el día era frecuentado por ardillas y sinsontes; con las sombras de la tarde llegaban bandadas de guacharacas para entonar sus versos burlones: “Juan cagará, quien comerá”. Y nos contaban que en la mitad de las noches se aposentaban las brujas que llegaban desde no se sabe dónde y chillaban como alucinadas hasta el amanecer.  Yo no las podía oír, decía una prima de mi madre, porque si las escuchaba entonces no podría hacer la Primera Comunión: mis hermanos ya habían comulgado y tampoco las oyeron. Mi madre, tal vez con el ánimo de cultivarnos el miedo, ponía en las puertas y ventanas, capachos de mazorca de maíz con granitos de sal para impedir que las brujas entraran a molestar.
Pululaban las culebras y los insectos peligrosos. Abundaba el verrugoso, chapolo, la mapaná, la patoquilla, la sapa y la candelilla. Por tal razón cada que emprendíamos una jornada caminera nos quitábamos el sobrero y rezábamos con honda devoción: “San Pablo por ser tan santo y un señor tan milagroso, líbranos de las culebras y el animal ponzoñoso”. Gracias a San Pablo estoy aquí para contar el cuento.  
Los mitos y leyendas cabían todos en María Sánchez, en sus bosques estaba la presencia de la Madre Monte; por sus trochas se oía el Gritón; en la Cañada del Desespero acosaba la Pata Sola; En el suribio del potrero de los terneros mamones Chillaban las brujas y, como si todo esto fuera poco, al frotar dos trozos de macana aparecía un duende dispuesto a conceder deseos. No se volaba en alfombra, porque era más práctico y seguro recorrer largas distancias metidos entre un huevo de guacharaca, con la ayuda de las brujas.
El caporal de la finca, en cuyos hombros caía el peso de la marcha de todas las piezas del engranaje, era un hombre extraordinario conocido como Gorrecuero. Alto, fornido, amable, de mediana edad, mestizo de piel brillante y pelo suelto, guapo, sabio, músico, trovador y cuentero. Gorrecuero, desde los primeros asuetos, había de convertirse en nuestro héroe. En honor a su memoria me es imperioso contar que, veinte años después, cuando una gran distancia física lo alejaba de nosotros, supe que su nombre de pila era  Santiago Barrientos. Siempre cercano a nuestros corazones y a nuestros más genuinos afectos lo recordamos como Gorrecuero, que es como al él le gustaba llamarse.
Nos criamos entre el ganado, las bestias, las gallinas, los perros, los peones, los agregados y los hijos de los agregados. No existía diferencias, éramos todos iguales en pobreza y la similitud era nuestra mayor riqueza. Los domingos, muy de mañana, llegaban los hijos de los agregados con sus pizarras bajo el brazo y a ellos nos uníamos nosotros y los primos y algunos peones interesados en aprender a leer y a escribir de la mano de María Jaramillo, una heroica maestra rural, prima de mi madre.
En la tarde de un domingo esperábamos con avidez de niños, sentados en el corredor de la casa, la aparición de Gorrecuero en el alto de Bella Vista, quien regresaba del pueblo después de dejar la carga y comprar el bastimento para la semana. Por fin lo divisamos y corrimos a su encuentro, falda arriba, serpenteándola sin tregua porque no habíamos descubierto el cansancio, hasta encontrarnos con sus brazos abiertos. sus dientes perfectos y sus calzones marraneros.
Entre el garitero, algunos peones, mis hermanos y yo, hicimos un convite para descargar el bastimento, desenjalmar y suministrar aguamiel a la mulada, mientras Gorrecuero, sentado en un banco de la cocina, consumía una totumada de mazamorra de maíz amarillo con panela. Después rindió cuentas a mi padre y repartió los encargos, contó al corrillo las noticias del pueblo y los puso al tanto sobre los últimos acontecimientos de la segunda guerra mundial. Yo, por aquél entonces, solo le tenía miedo a las brujas y a Hitler, que contaban era más malo el mismísimo diablo.
 Para nosotros reservó un momento más íntimo y cordial. Después de repartir a toda la muchachada unos deliciosos confites de anís, sacó de su carriel envigadeño una baraja española, para que mi hermano Pedro, el mayor, saciara sus aspiraciones de gran jugador de tute; a Oscar, el observador, obsequió una caja esférica en cuyo fondo se dibujaban tres gatitos y seis balines para llevarlos todos a ocupar los huequitos que les servían de ojos; a la prima Silvana entregó una cajita con rubor, mientras cantaba este verso: “Colorete, componete que a la noche voy a verte”. Y yo, desconcertado porque debí ser el primero de la lista, solo vi que Gorrecuero me dio la espalda alejándose tres o cuatro pasos, de pronto giró hacia mí y gritó ¡albricias Eduardo¡ y sacó del bolsillo del pantalón un trompo torneado en madera noble envuelto en un guaral azul. No supe que me emocionó más, si el no saberme olvidado o el bendito trompo con su guaral teñido.
Nunca descuidé las tareas asignadas por mi padre o Gorrecuero, por el contrario, fui más diligente, pues necesitaba tiempo para ejercitarme en las artes del trompo. Fue así como aprendí, de la mano de mi benefactor, mil y un embelecos para que bailara en el guaral o en la palma de la mano. Inventé el truco infalible para una exitosa lanzada sin que se enguaralara y era gritar siempre la palabra mágica al tiempo de la tirada: ¡albricias!
Terminada la temporada de asuetos regresamos al pueblo a retomar nuestra escolaridad. No me había bajado del caballo cuando ya estaba en la plaza mayor cañándole a mis amigos con mi trompo Albricias. El descreste fue total. Ante las expectativas de mis amigos, tomé aire, saqué el pie derecho adelante, alisté el trompo con el guaral y lo lancé con elegante seguridad al grito de ¡albricias! Albricias bailaba sereno, como adormecido por la magia del grito y… de pronto apareció Sonia, la perra loba de unos vecinos, observó curiosa un instante… tomó el trompo entre sus dientes y se escapó veloz.  
Qué cara me costó la chicanería.  Mientras mis amigos se carcajiaban yo corría tras la perra al grito de ¡Sonia¡, ¡Sonia¡, perra hijueperra, devolveme mi trompo y, después, solo alcancé ver, al llegar a la calle larga, la cola de la perra que se perdía entre el matandreal de la cañada de los Yepes, que llega hasta el alto de la Guacamaya. Pude haber comprado otro trompo con las mismas características de apariencia. De lo que si estaba seguro era de que no existiría otro trompo con la misma obediencia, la serenidad con que se dormía en la palma de mí mano y la magia alucinante que tenía Albricias en su poderoso herrón.
En mi tristeza, eliminé del diccionario de los recuerdos la palabra albricias y no volví a pronunciarla hasta muchos años después, cuando inmerso en la poesía de Gabriela Mistral la topé repetidamente en sus poemas. A pesar de los significados que le da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, limitándolo a recompensa, sorpresa o regalo, para mi gusto y capricho, solo tiene un bellísimo y evocador sentido:  trompo de madera con guaral teñido, que baila a la orden de un grito mágico y me recuerda a “María Sánchez” y al carismático Gorrecuero. ¡ALBRISIAS ¡





1 comentario:

  1. Bonita rememoración de nuestro amigo Eduardo Toro Gutiérrez.
    FELICITACIONES

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