Fernando Bermudez
Era la familia Suarez la más reconocida de la manzana. Tenía
la vivienda más vistosa con garaje donde guardaba una vieja pero bien tenida
camioneta Chevrolet, y se les consideraba los ricos del barrio. Eran los únicos
joyeros del pueblo, razón de su solvencia económica, pues los anillos, cadenas
de grado, bodas, bautizos, los elaboraban a la medida del comprador. Estaba compuesta por Alonso el padre de
aproximadamente 60 años de edad, Alfonso, Alberto y Laura sus hijos de 18, 17 y
15 años, quienes además de colaborar en las actividades familiares, estudiaban
bachillerato. Alonso hacía tres años era viudo por decisión de su esposa Tania,
quien un día cualquiera decidió colgarse de uno de los listones del techo de su
alcoba. Dicen las malas lenguas que no soporto más las constantes borracheras e
infidelidades de su marido, pues era de todos sabido que era habitual visitante
de la zona de tolerancia del pueblo, y que las fufurufas jóvenes y mejor
dotadas se lo disputaban por generoso.
Alfonso y yo teníamos la misma edad, era mi mejor amigo,
compartíamos amigas, juegos y algo de rumba que él costeaba, era el chacho de
la cuadra, pintoso, con su infaltable camioneta hacía muy buenos levantes de
los que también me beneficiaba. Había aprendido el arte familiar y a escondidas
de su padre hacia algunos trabajos a sus compañeros de colegio, por lo que
siempre disponía de dinero. Fue muy apreciado en mi familia y generalmente los
fines de semana la pasábamos juntos. Desde
la muerte de su madre, la mía paulatinamente se convirtió en su consejera, en
quien siempre buscó apoyo. Fuimos la opción de familia, y aunque admiraba a su
padre a quien consideraba un buen hombre víctima de un problema de adicción, tenía
hacia él un resentimiento tácito por lo acaecido con su madre.
Mientras vivió Tania, las rumbas de Alonso se circunscribían al
“barrio” o zona de tolerancia, ubicado al otro extremo de su residencia. Nunca
su mujer o sus hijos lo vieron en sus andanzas, pues decía respetar profundamente
su hogar, y que su mujer siempre sería la primera ante Dios y ante los hombres.
Después de su muerte, cada vez con mayor frecuencia, empezó a rondar las
cantinas cercanas a su casa en compañía de la amiga de turno.
En cierta ocasión, después de un día con su noche de desaparecido,
Alonso arribó borracho a la cantina de la esquina de su casa a las once de la
mañana, acompañado de Teresa, una joven en igual estado, con la que nunca se le
había visto. A pesar del desorden personal de ambos, resaltaba la diferencia de
edades, pues quien mirara desprevenidamente pensaría que estaba en compañía de
su hija, su menuda figura revelaba menos años de los que tenía. A qué hora, por
qué razón y como paso, no sé sabe, lo cierto es que cuando Teresa despertó a
las cinco y treinta del día siguiente, estaba en la alcoba principal,
compartiendo la cama nupcial de Alonso, quien roncaba peor que un tractor
recién encendido.
La casa tenía un solo baño. Los hermanos rotaban semanalmente
su uso para saber quién lo usaba de primero a las seis de la mañana, quien de
segundo y así. A Alfonso le extraño ver la puerta cerrada y la luz encendida
que se filtraba por las hendijas, y estaba seguro que el primer turno era el
suyo, así que se disponía a tocar la puerta cuando se abrió y se encontró de frente con una bella
mujer saliendo envuelta en una toalla. En medio de la sorpresa se miraron a los
ojos sin atinar a decirse nada. Ella lo eludió y en un santiamén cruzo el
pasillo y entro a la alcoba principal. Hay miradas que hieren, hay miradas que
matan, hay miradas que enamoran, y son las que indefectiblemente se quedan
grabadas en el corazón.
Alfonso y yo poco hablábamos de las rumbas de su padre,
aunque todos nos enterábamos de ellas. Con mi madre desahogaba generalmente los
domingos en el almuerzo mientras yo hacia la siesta. Extrañamente ese domingo evadió
el tema. Silenciosamente empezó a averiguar por la acompañante de su padre.
Habló con Roberto el cantinero, quien le contó que era una sobrina de don Uriel
Gonzales, recién llegada con su mamá desplazada de Marmato. Le dijo que Don
Uriel le había pedido trabajo para ella como copera, ya que él no los podía
mantener en su casa pues no había espacio, ni plata. Don Roberto no le dio
trabajo, y le dijo que hablara con don Alonso quien tal vez necesitara una
operaria en la joyería. Sorpresivamente para mí y mis amigos, Alfonso empezó a
distanciarse de nosotros y rápidamente nos enteraríamos de la razón. El tiempo
que compartíamos se lo estaba dedicando a Teresa.
A la primera
oportunidad lo felicité por su buen gusto, porque indudablemente el levante
estaba espectacular. Le dije que no fuera pedigüeño, que sus amigos también
teníamos derecho. Se molestó mucho, dijo que Teresa no era lo que parecía, que
no hablara de las personas sin conocerlas. No me volvió a buscar, ni a ir a almorzar
los domingos, y sus nuevos amigos eran Don Uriel, su familia y por supuesto
Teresa de quien no se separaba. La situación empezó a inquietarnos, algunos de
mis amigos opinaban que no debíamos preocuparnos, que era un encoñamiento
pasajero, pero mi madre, su familia y yo lo veíamos perdidamente enamorado, y temíamos
lo peor: que esa prostituta aprovechara de la ingenuidad de Alonso y terminara embarcándolo
en una vaca loca sin retorno.
Por sugerencia de sus hermanos contacté a un tío por parte de
su madre, que vive en la capital, a quien siempre la familia le ha tenido gran
aprecio y respeto. Le comenté la razón de mi llamada, la entendió mucho mejor
de lo esperado y en tres días estaba en el pueblo con el argumento de una oportunidad
única en un negocio de compra de oro que podía montar en la capital, siendo
Alfonso la persona ideal y de confianza para administrarlo. Todos esperábamos
que en menos de un mes la pantomima diera resultado y la calentura le pasara.
Ocho días duró la trama, intempestivamente apareció en mi casa. Por respeto a
mi madre no me pegó, me insultó, me llamo judas, jurándome que hasta ese día
había sido su amigo.
Han pasado cuarenta años, hace 35 años salí del pueblo. Hoy
con mi familia he regresado. El pueblo ya no es mi pueblo como dice la canción.
Pasé por el barrio. En la casa de los Súrez encontré una mole de edificio de
seis pisos con una gran valla: “ALFONSO
& TERESA JOYEROS. ALGUIEN EN QUIEN CONFIAR"
Maravillosas letras!!! Gracias por compartirlas y hacer de mi pausa activa, un viaje a otro espacio. Abrazo grande.
ResponderEliminarGracias Mariana. Saludos
EliminarBuena Fernando !BUENA !
ResponderEliminarGracias Daniel
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