Fernando Bermúdez
Hacía diez años no se reunían. Otoniel y su esposa habían
sido acogidos en Estados Unidos en calidad de refugiados. Su hermana menor
Carolina, hoy estudiante de medicina, había quedado en el país con su madre Luz
Elena. Fue un maravilloso y sorpresivo reencuentro en el cumpleaños setenta y
seis de su progenitora, y a un mes del matrimonio de Carolina. Atendieron
invitaciones de familiares, amigos, y de la futura familia de Carolina, quien
se casaba con su condiscípulo, hijo de un prestigioso galeno de la ciudad
conocido como “el Doctor Muerte”, denominación que perturbó un poco a Otoniel.
A la primera oportunidad que tuvo de hablar a solas con su
hermana y su prometido, sin
preguntárselo, aclaró la razón del remoquete: su padre practica la eutanasia,
la que considera un derecho fundamental del ser humano, y creó una fundación
para asesorar a quien lo requiera, filosofía que ambos apoyan en su integridad.
Fueron tan sólidos sus argumentos que Otoniel convenció a la familia, y todos
se afiliaron a la fundación “Derecho a Morir Dignamente”.
Pasados otros siete años, después de muchas vicisitudes el
negocio de mantenimiento de condominios en Miami era prospero. Otoniel era un
buen relacionista, tenía buenas cuadrillas de operarios, y su esposa
complementaba el trabajo facturando, cobrando y pagando. Eran la dupla
perfecta. Hasta que el olvido comenzó a tocar su puerta, entró y reseteó su
cerebro en un proceso inexorable de muy corto tiempo, convirtiéndolo en su
morada habitual, permitiendo solo pequeñas filtraciones de lucidez. Otoniel vive sin vivir en “La Edad Dorada “un hogar
geriátrico de su ciudad natal, junto a otros muertos vivos, que lo único que
tienen en común es un montón de recuerdos por encontrar.
Mientras tanto Luz Elena, quizá por solidaridad maternal, se
fue desconectando de su mundo hacia un mundo irreal. Tal vez lo hizo en busca
de su hijo y perdió su propia identidad. Lo encontró, no lo sabe y no le importa. Él, por algunos
segundos cuando se ven le sonríe, tal vez su mejor manera de decirle “hola
mama”. Ella también hace parte de la comunidad “La Edad Dorada”, donde el
esposo de Carolina como gerontólogo tiene varios de sus pacientes.
Otoniel es el más joven morador del lugar. Es un pertinaz
caminante, monoexpresivo, la respuesta a cualquier pregunta siempre es la misma
“mi papa se murió en enero de 1956”, como si la fecha de su nacimiento fuera el
principio de su fin, o su último vestigio de lucidez. Su cuidadora, además de
tener un gran estado físico debe estar muy atenta, s en ocasiones ha agredido a
pacientes que se cruzan en su camino. Jamás lo ha intentado con Luz Elena,
quien generalmente pregunta a quien se encuentra: ¿Por dónde es la salida para
mi casa? Debo irme porque Otico ya va a llegar del jardín.
En el comedor los sientan en la misma mesa. A Otoniel no le
molesta su preguntadera, la observa con mirada vaga, impulsivamente come de su
plato, a ella no le importa, lo mira y vuelve a preguntar si Otico ya llego del
jardín. Un rictus imperceptible en ocasiones parece dibujarse en los labios de
Otoniel, algunas veces llora, en otras parece sonreír.
A Carolina lo acaecido con su madre y hermano la tiene
agobiada. Cuando la mayoría de las personas encuentra un solaz los fines de
semana con su familia, para ella sus obligadas visitas de sábado a domingo son
una presión adicional a sus cotidianos problemas. Ya no tiene familia. Es La
familia la que la tiene a ella, ella lo cree así, pues a ellos su presencia y
sus afectos les son totalmente indiferentes, son seres que ya no piden ni dan
cariño. El efecto en su alma que esto le produce es devastador; no es justo que
los seres que más ama en el mundo se hayan convertido en unos zombis, que sufren
intensamente en la búsqueda de los recuerdos perdidos, y la hacen sufrir ante
la impotencia de no poder revertir la situación. La tensión cada día es mayor,
el dolor es infinitamente superior a sus fuerzas, y entonces piensa en lo que
tanta veces ha discutido con su esposo: ¿no será la eutanasia una salida
misericorde para esta situación?
El domingo llegó carolina como de costumbre a las once de la
mañana. Extrañamente fue acompañada de su esposo, pues este va en semana a
visitar a sus pacientes, y de paso a su suegra y su cuñado. Saludó jovialmente
al personal, preguntó por su mamá, y cuando la encontró en el salón de terapias
le pidió a la cuidadora que le pusiera el vestido de flores que ella tanto
quería, cuando todavía quería. La maquilló, le colocó un poco de rubor, le hizo
trenzas y luego la trasladó al comedor. Busco a Otoniel, lo encontró bello con
su bermuda azul, le puso una camiseta blanca, lo hizo rasurar, le aplicó un
poco de su loción favorita y luego también lo llevó al comedor. En “familia”
almorzaron como en los viejos tiempos. Su esposo se despidió, recordándole que
la recogería temprano al día siguiente. Hicieron siesta, en la tarde repartió ponqué
que les encantaba, compartió con algunos pacientes y colaboradores, y a todos
les manifestó que ese era un día muy especial para ella, pues quería revivir
gratos momentos del pasado. En la noche en la alcoba puso música, los boleros
que le encantaban a su madre, de los años sesenta, que disfrutaba su hermano.
Destapó una botella de champaña, la favorita de Otoniel, y le dijo a las
cuidadoras que se fueran, esa noche pernoctaría allí.
A las siete de la mañana del día lunes llegó el esposo de
Carolina a recogerla. Como tardaba en salir, pidió al empleado que la llamara. Fue
al dormitorio y tocó. Nadie abrió. Oyó música. Volvió a tocar. Nadie contestó.
Sacó la llave maestra y abrió. Luz Elena estaba recostada en la baranda de su
cama, sobre su desarreglada bata de flores habian esparcidos trozos de ponqué. Abrió los ojos, murmuró algo y siguió
durmiendo. Otoniel estaba en medio de las dos camas en el piso, incapaz de
incorporarse, con la botella de champaña vacía en su regazo. En la mesa de noche había otro ponqué intacto.
Carolina yacía yerta, morada, atravesada en la cama de Otoniel.
Sí. Me gustó. Graciaaaas
ResponderEliminar