Fernando Bermúdez
Soy Libardo Gómez. A mis cuarenta años
de trabajo ininterrumpido y cumplidos mis sesenta logré pensionarme. Mi familia
y yo estábamos de plácemes. Nuestros hijos, Martin y Luciano, habían terminado universidad, ahora
recuperaría horas de ausencia junto a mi esposa, y yo dispondría de tiempo para
disfrutar de una de mis pasiones favoritas, la lectura.
Mi círculo social se circunscribe a
mi esposa María Inés, quien sabe que
soy hijo único, que mi padre murió cuando tenía doce años dejando sola mi
madre, para mantener el hogar y educarme hasta donde le fue posible. Ejerció
como empleada en haciendas de veraneo sábados y domingos, y lavando ropas a
terceros en el pequeño pueblo donde nací y viví hasta mis 18 años.
A los diez y siete años, sin terminar bachillerato, me vinculé al Sena
donde obtuve un CAP que me permitió hacer carrera en una industria
manufacturera, completar mi bachillerato y cursar mi universidad en horario
nocturno, hasta llegar a ser un ejecutivo reconocido. Nunca compartí la
historia real de mi vida con persona diferente a mi esposa, por lo tanto mi
pasado es una especie de tabú familiar.
Recién pensionado, y en vísperas de
que mi hijo mayor viajase al exterior a cursar una especialización, les manifesté
a ambos hijos que necesitaba compartirles un tema personal. Fuimos a una
cafetería cercana a nuestro apartamento, y apenas sentados, sin mucho preámbulo
les dije: la historia que les voy a contar solo la conoce su madre, y es tema del
que nunca volvimos a hablar. Me parece
que es su derecho el que la conozcan, y es mi deber contárselas. Si les había
extrañado la inusual invitación, la introducción de la conversación les causó mayor
inquietud. Es una parte de la historia de mi vida que desconocen. José María y
Rosario, a quienes han tenido como sus abuelos paternos, si son mis padres... Pero
adoptivos. Sus nombres y apellidos eran José María Gutiérrez y Rosario Henao.
Fueron unos humildes campesinos, quienes por razones que desconozco me criaron,
me entregaron todo su afecto que era lo único que tenían para dar, y con sus
muy limitados recursos procuraron mi bienestar. Nunca me dijeron que no era su
hijo biológico, pero en la medida en que fui creciendo lo empecé a intuir por mis
rasgos físicos versus los de ellos, por la edad de ambos que los hacia parecer
mis abuelos, por algún comentario indiscreto de algun compañero llamándome regalado.
La cara de sorpresa de mis hijos fue
total. Luciano el menor y el más sensible, no pudo evitar el llanto a pesar de
la mirada indiscreta de quienes nos circundaban; mientras que Martin más
equilibrado, me animaba a continuar el relato. Evocar tales episodios no me era fácil, pero estaba
consciente de que este era el momento oportuno para que conocieran esa parte de
mi historia, que indefectiblemente entraría a ser parte de la de ellos. Proseguí: no me bautizaron, ni hicieron
tramite oficial alguno para adoptarme, por lo que intuyo me recibieron recién
nacido como en un hogar de paso, convirtiéndose en mi hogar definitivo. Les revelé además, que hubo un personaje en mi
vida que fué una especie de hada madrina: una monja vicentina del hospital
infantil donde José María laboraba por días, como jardinero, quien siempre
estuvo pendiente de mí hasta el día de su muerte, y a quien recuerdo desde que
tengo uso de razón. Me inscribieron en la escuela pública del pueblo como
Libardo Gutiérrez, así me llamaron e identificaron desde pequeño. Sor Ana María,
como se llamaba la monja, suministraba mis útiles, mi ropa y revisaba mis notas.
¿Cómo supiste entonces que eras
adoptado?, preguntó Luciano. Me vine a enterar cuando me fueron a matricular en
bachillerato, pues solicitaron para el registro la fe de bautismo. Fue un
momento traumático en mi corta vida, sor Ana María llegó a mi humilde casa, me
apartó y con rostro más severo que de costumbre me dijo: “es hora de que sepas
algo: José María y Rosario ni son tus padres biológicos, ni te llamas Libardo,
ni te apellidas Gutiérrez. Tu nombre y apellido reales son Tomas Gómez,
extendiéndome un documento que no era otro que una fe de bautismo, en la cual
figuraba que Ana Beatriz Gómez, hija
de Fabio Gómez y Orfilia Sánchez, era madre soltera de un niño con ese nombre.
Ese fue uno de los días más caóticos de mi vida, les confesé. En un minuto todo
se me trastocó.
Mis conmovidos hijos lloraban
desvergonzadamente, mientras hacía un gran esfuerzo para controlar mi llanto. Cómo superaste esa etapa tan difícil, preguntó
Luciano. Pues la verdad es que no fue tan devastador el tema, Sor Ana María movió
sus contactos eclesiásticos logrando mantener mi nombre en el registro, mas no así
el apellido, por lo que a partir de primero de bachillerato fui y para siempre LIBARDO
GOMEZ.
Las pocas personas que departían a esa
hora en la cafetería nos miraban con compasión, imaginaban que algo muy dramático
estaba ocurriendo. Continuando con el relato, les compartí que José María había
muerto un 23 de diciembre de un infarto, de los malabares de Rosario para
mantenerme y educarme, siempre con el apoyo de sor Ana María. Trabajando y estudiando
en la noche logré terminar mi carrera universitaria. Les conté también cómo a
un mes de obtener mi título universitario falleció Rosario, truncando mi deseo
de que ella por merecimiento recibiera mi cartón, y como luego había conocido a
su mamá María Inés, y que después de un año de noviazgo nos casamos. Martin
pregunta si intenté localizar a Ana Beatriz, les digo que sí, de la única
manera posible en la época: consultando el directorio telefónico de cada pueblo
que visitaba, tratando de encontrar su nombre o el de sus padres en las páginas
blancas sin ningún resultado positivo. Como era apenas natural, la revelación
causó gran impresión a mis hijos, hubo muchas preguntas sin respuesta, y terminamos
la reunión con el compromiso de juntos continuar la búsqueda de nuestras
raíces.
Una semana después, Luciano nos
escribió un emocionado mensaje de texto a Martin y a mí, en el cual nos anexó
un árbol genealógico donde figuraba Ana Beatriz Gómez, sus ancestros y su descendencia,
coincidiendo los nombres de Fabio Gómez y Orfilia Sánchez, como sus padres. La
misma noche nos reunimos, asombrados por el descubrimiento, y muy entusiasmado
Luciano nos comentó que desde el primer día después de nuestra charla, había
iniciado una búsqueda obsesiva por internet, y siguiendo varias pistas a través
de google encontró el árbol, que mostraba la ramificación ancestral de Ana
Beatriz hasta tres generaciones anteriores, tenía tres hermanas, era casada y
madre de seis hijos.
Estábamos felices con la investigación de Luciano,
se convertía en el eslabón perdido del desconocido pasado. La información
mostraba fechas y lugares de nacimiento de algunos de los antepasados, por lo
que decidimos concentrarnos en localizar a Ana Beatriz, o sus hijos, o su
esposo (mi presunto padre). Nos focalizamos en su hija, residente en una ciudad
cercana a la nuestra, logrando conseguir su información completa.
Diseñamos un plan para acercarme a
ella: construimos confianza a través de datos ciertos míos, dándole a entender
que necesitaba su intermediación para establecer posible parentesco con su tío
materno. Nos reunimos en un restaurante de
su ciudad escogido por ella, supongo por precaución. Mariana como se llama, es
una profesional retirada, madre de una hija. Acudió al encuentro más por
curiosidad, pues presumía que iba a conocerse con un primo perdido fruto de una
de las tantas aventuras del tío. De mi parte la incertidumbre era total; iba al
encuentro con mi caja de Pandora, fingiendo lo que no era, y con la
incertidumbre sobre la reacción de Mariana al conocer la verdadera razón del
encuentro. Mis hijos y mi esposa estaban pendientes de la evolución de la
reunión con expectativa.
Nos saludamos cortésmente, procurando
la mayor naturalidad posible, irremediablemente empecé a buscarle parecidos físicos
y los hallé: sus hoyuelos al sonreír eran similares a los de míos. Entramos al restaurante
sin reparar en los comensales, intuitivamente nos ubicamos en una de las mesas más
apartadas, nos sentamos y sin preámbulos solicitamos la carta. Cortamos el
hielo hablando del clima, pero era notorio el interés de ella para que entrásemos
en materia, de tal manera que empezó a hablarme del tío, único hermano de su
madre, muy reconocido social y profesionalmente. El mesero nos trajo las
cartas, ordenamos el mismo plato, nos los trajeron, y ella seguía hablando.
Habíamos arribado a la una y treinta de la tarde, y eran las dos y quince, y yo
no atinaba a empezar. Al fin me animé. Inicié
por contarle la historia de mi vida, la manera como había enterado a mis hijos
que era adoptado, cómo habíamos encontrado su árbol genealógico en internet,
pero cuidándome de no mencionar nombres, hasta que finalmente le dije que el verdadero
motivo del encuentro era esclarecer lo contenido en un documento. Saqué mi
ajada fe de bautismo y la extendí.
La lectura duró una eternidad.
Mariana leía y releía, tal vez sin entender por qué allí decía que Ana Beatriz
Gómez, su madre, era a la vez la madre de su contertulio. Palideció, sus ojos
se encharcaron, para finalmente balbucear: “esto no es posible, esto no es
cierto, mi madre era una santa”. Nuestro apetito, si lo había, hasta allí llego.
Sin saber qué hacer, instintivamente le tomé su mano y le dije: tranquilícese,
yo no puedo asegurar que es cierto, pero es usted la única persona que me puede
ayudar a esclarecer mi situación. Su celular repicaba y repicaba, alguien esperaba
conocer en detalle la proeza desconocida del tío Fabio. Mariana se recuperó un
poco, tomó mis manos, me observó inquisidoramente y dijo: “usted tiene las
mismas manos de mi madre”. Ya más calmada, comentó que Ana Beatriz había muerto
de 58 años, hacía 30 años, cuando ella tenía también 30 años, que era la mayor
y había ayudado a criar y educar a sus cinco hermanos, que su papá le sobrevivió
25 años, que si todo esto era cierto la única que podría conocer la historia real
era una tía muy unida a Ana Beatriz con la que se llevaba apenas un año de edad,
pero que lastimosamente había muerto hacía seis meses, de 90 años. De ella fue
la idea de hacernos un examen de ADN para confirmar o no el parentesco. El
examen mitocondrial por vía materna salió positivo en un 99.9%.
Mariana es cuatro años menor que yo,
nació al año de casados suspadres, después de un noviazgo de seis meses. Toda su familia es de un pueblo relativamente
cercano al mío. Me contó que la abuela materna era una mujer de recio carácter,
conservadora en su forma de pensar y actuar, muy religiosa, y que ayudaba económicamente
al colegio y hospital del pueblo, ambos regentados por monjas vicentinas.
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