Hernán Arrieta
A
los veinticinco años ganó el concurso para ser sepulturero en su pueblo,
Pasacorriendo. Lo apodaban Regular. Trabajó hasta su muerte en el cementerio.
Era un pueblo de gente saludable, pocos morían aún sin médico, que hacía una
visita anual.
Regular
hizo un censo para saber cuántos enfermos había. Anotó veinte de esos, diez
graves, incluyendo a Jesusita, la bruja que vivía barrio abajo. Los visitaba
los domingos y a los que tenía como graves los encontró rozagantes, risueños y
conversadores.
Regresaba
a su casa apesadumbrado. Pasaba las noches en vilo pensando en sus futuros
muertos. En sus pesadillas veía un séquito mortuorio de personas vestidas de
negro riguroso que llevaban calaveras en los hombros y gemían con un llanto
sacado del alma. Plañían una letanía en desuso. Regular despertaba avergonzado
sin espíritu en el cuerpo.
Entonces
fue donde Jesusita. La puerta estaba entreabierta. Entró y saludó. “Esta bruja
está arrepentida. Te estaba esperando” dijo y empezó a lamentarse ¿Sabes? Estoy
muy grave, obsérvame bien. Soy un esqueleto. Mi boca desdentada no la siento.
Mis pechos no tienen donde esconder mi corazón, que casi no palpita. Tengo el
alma en pena. Los oídos me zumban y un eco de ultratumba me llama anunciando mi
muerte. Regular asustado, sin parpadear preguntó: ¿Qué tengo que ver? Quiero
hacer un pacto de protección mutua contigo que estipule que mi entierro estará
en nuestras manos, con sigilo sacramental para que me protejas de mis enemigos.
En ausencia del sacerdote serás mi confesor, me perdonarás los pecados rezando
el credo al revés siete veces. Me untarás los santos óleos para expulsar los
demonios y recibir la presencia de Dios. Si mi alma se purifica en el
purgatorio, tu muerte en un día especial será concurrido y solemne, en
contraste con la soledad de tu vida.
El
treinta y uno de octubre murió Jesusita, tranquila y pidiendo perdón. El
entierro se realizó a las doce de la noche, sin estrellas y bajo una leve llovizna
titilante de cocuyos. Jesusita quedó en el olvido de los amigos y enemigos
Al
día siguiente del entierro Regular sintió pánico, un miedo estremecedor le
cubrió su cuerpo. Toda su fortaleza se le fue al piso. Aun así, resolvió ir al
cementerio. Con tristeza hizo una evocación resumida de su oficio. En veinte y
cinco años di sepultura a cincuenta. Una bola de humo se le atravesó en el
camino y el mismo Lucifer le habló “Se fue tu compañera y te va a llevar,
pronto llegará tu muerte en un día especial”
Al
amanecer del dos de noviembre, una noticia conmovió al pueblo en el barrio
arriba y en el barrio abajo. Murió Regular. Murió de repente. Murió de repente
Regular. El funeral fue apoteósico y lo encabezaban los enfermos que visitaba.
Así rezó su epitafio:
Que los estoy esperando,
Llevó mucho tiempo aquí
Y ninguno me ha visitado”.
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