Amparo Quintero D.
La
complejidad de la novela “Los restos del día” de Kazuo Ishiguro se esconde detrás de un velo de sutilezas tejido por
paisajes bucólicos que arrancan deseos
de contemplar y respirar el aire del suroeste inglés. De igual manera, la
narración rítmica, pausada, libre de drama y con toques de humor, semeja el hilo que se va deslizando del huso,
sin nudos ni enredos que compliquen la lectura que reclama un buen sillón, una
copa de vino, melodía suave en un entorno de recogimiento, casi de meditación.
Ishiguro, con
maestría y magia, nos lanza el anzuelo y caemos esprevenidos al lago
turbulento de los sentimientos reprimidos del protagonista, Stevens, personaje construido con
majestuosidad, trabajo que genera reconocimiento y admiración que comparten
millones de lectores tal como lo demuestra el otorgamiento del Nobel de
Literatura de 2017.
A
medida que profundizamos en la psiquis
de Stevens nos impulsa el deseo de
gritar por él, hablar por él, protestar por él, reír a carcajadas por él, vivir
por él. Vamos corriendo el velo y encontramos una historia extraña por
ajena: la institución de servicio propia de las clases
aristocrática de Inglaterra donde tiene gran arraigo, el mayordomo y
la ama de llaves, los más altos cargos en la jerarquía de servicio en
una casa señorial. Pero no es la institución de servicio como tal la que llama
la atención, es la forma como Stevens asume
su oficio, para él profesión, dotada de una filosofía que constituye un tratado
ético sobre la lealtad y la dignidad, así como los criterios que destacan,
entre los demás a un gran mayordomo,
a tal punto que recuerda los principios estipulados por la Hayes Society para definir, describir y aceptar como miembros a los
mayordomos, con exigencias de excelencia que limitan el crecimiento de la asociación.
La
lealtad, al fin de cuentas, se resume en la confianza absoluta de servir a su
señor, de quien se espera se destaque por el servicio a la humanidad en procura
del bien, la justicia y el progreso. Es esta lealtad la que señala el destino
de Stevens y lo encadenan al destino
de Darlington, por consiguiente, no
tiene vida propia, se debe a sus deberes, se entrega sin condiciones, sin ser
notado, abnegado y feliz al ser consciente de su perfeccionismo y consciente
que está sirviendo a una noble causa, por el bien de la humanidad, tal como lo
hace su señor.
La
lealtad, unida al orgullo moral por la casa en que sirve, Darlington Hall, muestran la personalidad de Stevens caracterizada por una alienación exasperante para los
cánones de nuestro tiempo marcada por el respeto de las leyes y la claridad en
las relaciones laborales. La alienación que le roba la alegría de conocer y
disfrutar de vida propia, de gozar de un romance y disfrutar de una familia, solo
tiene un nombre: servilismo, marcado por el comentario descarnado que le hace
el hombre con quien tiene un diálogo informal en la escollera en Weymouth (último capítulo: Sexto día,
por la tarde): “… o sea que usted estaba incluido en la casa. Como si fuese
parte del lote…” y Stevens responde
sonriendo “...Sí. Como bien dice, soy parte del lote”.
¿Cómo
llegó Stevens a ese grado de
servilismo? Me atrevo a explicar que deriva de la importancia de la institución
de mayordomo en Inglaterra y de trabajar en una casa de prestigio ancestral así
como el ejemplo del padre, personaje no gratuito que parece como si sobrara en
la novela pero que es nada menos que su alter
ego.
Viendo
al padre, que se empeña en no reconocer el paso de los años para desempeñar con
excelencia sus labores y la profunda admiración que despierta en su hijo, en
tanto mayordomo, más que en su papel de progenitor, se vislumbra una posible
respuesta. Una escena muestra esta admiración: para ejemplificar la dignidad, Stevens cuenta con orgullo una anécdota
que a su vez contaba el padre, sobre la forma como un mayordomo resolvió una
situación peligrosa y comprometedora en una casa señorial en la India, sin
dejar rastro, en la más absoluta discreción.
La dignidad pasa por no dejar rastro de la
existencia de situaciones bochornosas o aspectos accidentales (como el pan
quemado) o de la propia existencia. Darlington siempre se sobresaltaba con la presencia de Stevens quien trataba de no ser visto,
de no molestar con su presencia.
La
novela se desenvuelve en el periodo histórico entre guerras, años 30, cuando se
gestaba la Segunda Guerra Mundial y Darlington,
acusado en post guerra de colaboracionista, jugó un papel muy importante al
servir al gobierno alemán creyendo que servía a la noble causa de ayudar al
vencido. Fue manipulado por los alemanes para tener tentáculos en las más altas
esferas inglesas. Hago un paréntesis para referirme a la película (“Lo que
queda del día”) cuando en la última reunión llega la delegación alemana y sin
que Stevens lo perciba como
peligroso, pasan revisión a las obras de arte y anotan las más costosas, hecho
que durante la guerra fue característico del nazismo: el robo de miles de
centenares de obras de arte de los países europeos y de los judíos, que
llevaron la peor parte.
El
segundo personaje protagónico, la ama de llaves, la señorita Kenton, es una joven vigorosa, sirve con
profesionalismo, sin servilismo, tiene vida propia: días de descanso, grita la
injusticia, exige respeto y finalmente, cuando ve que la coraza de Stevens es más difícil de penetrar de lo
que ella hubiese pensado al principio, abandona Darlington Hall y se casa, precipitadamente pero al fin de cuentas,
se arriesga y termina con familia propia, una hija y un nieto que la hacen
feliz. Es la única que logra saber que Stevens
finge, que no se permite que afloren sus sentimientos y se desespera.
Leer
“Los restos del día”, metáfora que se
puede interpretar como los últimos años,
es viajar por un mundo contradictorio que marca un cambio de época, el
paulatino declive de la aristocracia y surgimiento de la burguesía, así como el
cambio en los cánones de conductas sociales. El que Darlington quede atrapado en leer el mundo con los códigos de honor
de un pasado y un presente agresivo que lo llevan al escarnio público, es señal
que el cambio fue drástico y conmovedor.
Me
conmovió además la vida de Ishiguro,
radicado en Inglaterra desde niño, quien no perdió el talento de los japoneses
que les permite crear obras de arte con un preciosismo y delicadeza que me
maravillan.
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