Eduardo Toro G
En tiempos de pandemia dedico largas horas a recordar todas las cosas buenas que han pasado por mi vida. En medio del miedo, he repasado, como quien hace un inventario, mis más caros momentos de felicidad. Reconozco que todos los tiempos vividos han sido episodios que solo pueden interesar a mi propia intimidad. Mirando hacia el pasado, desde la ventana de mis esplendorosos 87 años, pienso, sin duda alguna, ser consciente de que he vivido momentos que bien vale la pena recordar para contarlos. Ahora cuento algunos bajo el pretexto de un ejercicio de escritura de taller.
Todos mis tiempos han sido esplendorosos. Mi niñez de
montañero; mi adolescencia de fantásticas expectativas; también lo fue mi
larguísimo tiempo laboral. La última etapa, la presente, expuesta al riesgo de que
termine “un día de estos”, está también llena de conquistas. Por ejemplo,
cuando me creí libre de todo compromiso laboral, sentí la necesidad de escribir
sobre la vida social y costumbres de mi pequeño y aislado pueblo, memorias que
titulé Anorí Páginas de Olvido, que me trajo la urgencia de escribir una segunda
parte bajo el título de Anorí Al Calor de la Nostalgia.
Un día, a principios del año 2008, recibí una llamada
telefónica de la Secretaría de Educación de Antioquia, notificándome que, en la
celebración de los 200 años de creación del Municipio de Anorí, sería
condecorado por el señor Gobernador de Antioquia, y punto. Ya no me acuerdo de
lo que sentí, fue pánico de muerte regado por todo el cuerpo, acompañado por
una diarrea imparable; me sentía más encartado que un gusano ciempiés
enzapatado, De la tragedia surgió un poemario titulado El Otoño Siempre Llega,
con el cual agradecí a las autoridades departamentales y municipales, el honor
del reconocimiento. El Canto a mi Tierra, poema incluido en dicho poemario,
salió de lo más profundo de mis entrañas y. puedo decir, sin que parezca
odioso, es mi mejor momento poético porque entre sus versos no se asoma ni el
pánico ni la diarrea.
Después de la aventura literaria citada, se cruzó en mi
camino, como un golpe celestial y esplendoroso, el Taller de Escritura
Creativa, con el maestro Alberto Rodríguez a la cabeza y la Casa de la Lectura
como mi nueva casa, que es la casa de todos. Del profesor no añado más porque
todo el mundo sabe de qué clase de Rodríguez estamos hablando.
En el taller he alcanzado la consideración de alumno
vitalicio, sin aspiraciones de emérito. Esto lo digo para que se dimensionen
los logros alcanzados llevado de la mano sabia del profesor. Con él publiqué un
libro de cuentos y participé en varias antologías de historias, que vieron la
luz como colectivos de taller.
En mis esplendorosos 87, todavía siento el pánico del
fatídico “quedémonos en casa” que llenó a todo el mundo de miedo e hizo que
todos sintiéramos y obráramos como una manada de humanos enjaulados. Todo
cambió. Nuestras tradicionales costumbres de vivir en sociedad, quedaron como imágenes
congeladas entre los dobleces gratos del recuerdo.
Ahora, con otra actitud ante la vida y con inquietudes de
turpial enjaulado, pregunto: ¿por qué se me negó el deseo de envejecer al lado
de las personas que fueron tan gratas a mi aprecio? ¿Por qué mi soledad no está
tan sola y tengo a mi lado un perrito lunetas que me mueve la cola y un gato que
espera mi llegada para enredar el cordón de mis zapatos?
En mis esplendorosos 87 años no me enfrento a la lectura de
largas historias, primero por las limitaciones visuales conocidas y, segundo.
porque me da miedo morirme en la mitad de las páginas de un libro, y esa es una
muerte poco digna para quien fuera lector de diaria disciplina.
Refugiado en las opciones que el computador me ofrece al
punto de clic, dedico las horas diarias destinadas a la lectura. Busco en las
letras generosas y gordas, cuentos cortos, no muy largos, porque morirse en la
mitad de un cuento debe ser esplendorosamente vergonzoso. Mi lectura preferida
es la poesía, todo tipo de poesía. Guardo especial inclinación por lo poetas argentinos
de principios del siglo XX, que inmortalizaron el tango, el bandoneón y el
lunfardo. Si se me es dado escoger una muerte digna para un lector de medio
pelo como yo, pediría, sin lugar a dudas, la opción de quedarme dormido para
siempre recostado a la paz espiritual de un poema; recibiendo las bendiciones
de un verso; los abrazos metafóricos de una estrofa o la sonoridad exquisita de
la rima. Envidio la muerte del poeta, porque los poetas nunca mueren,
simplemente se ausentan.
En una de estas esplendorosas aventuras digitales, me
reencontré con los recuerdos de un viejo amigo y soñador de tangos. Él es Cacho
Castaña, cantor y poeta, nacido en 1942 en el barrio Flores de Buenos Aires,
diez años después de la muerte de Carlos Gardel. Dejo libre el turpial
enjaulado de mi voz, para compartir en taller el tesoro de mi hallazgo en los
conmovedores versos de su poema Garganta con Arena.
Ya ves
El día no amanece
Polaco Goyeneche
Cantáme un tango más
Ya ves
La noche se hace larga
Tu vida tiene un karma
Cantar, siempre cantar
Tu voz
Que al tango lo emociona
Diciendo el punto y coma
Que nadie le cantó
Tu voz
De duendes y fantasmas
Respira con el asma
De un viejo bandoneón.
Cantá
Garganta con arena
Tu voz tiene la pena
Que Malena no cantó
Cantá
Que Juárez te condena
A lastimar tu pena
Con su blanco bandoneón
Cantá
La gente está aplaudiendo
Y aunque te estés muriendo
No conocen tu dolor
Cantá
Que Troilo desde el cielo
Debajo de tu almohada
Un verso te dejó.
Cantor
De un tango algo insolente
Hiciste que a la gente
Le duela tu dolor
Cantor
De un tango equilibrista
Más que cantor artista
Con vicios de cantor
Ya ves
A mi y a Buenos Aires
Nos falta siempre el aire
Cuando no está tu voz
A vos
Que tanto me enseñaste
El día que cantaste
Conmigo una canción.
Querido Eduardo compañero de libros, esplendorosas letras como esplendorosos tus 87. Bellísimo!!
ResponderEliminarAdriana
De eso doy fe que tus 87 han sido explendorosos, llenos de enseñanzas y momentos vividos con mucha alegría para mi te AMO tío Eduardo.
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