Jorge Enrique Villegas
—Perdonen, ¿saben dónde vive el señor Ilian?—preguntó el mensajero—tengo que entregarle este paquete.
—En la cárcel—respondió el sobrino.
—En la cárcel —expresó el hermano—pero a usted no debe importarle.
—En la cárcel—dijo con nostalgia la cuñada.
—Lo siento... ¿Me pueden decir en cuál?
—...no sé—susurró el sobrino.
—Se lo repito: a usted no debe importarle— dijo molesto el hermano.
La cuñada no pudo evitar las lágrimas y volvió la mirada hacia otro lugar.
—Vamos, entremos—dijo el hermano y cerró la puerta del apartamento.
El cielo aún estaba gris cuando lo miró por entre la ventana. Había dejado de llover. Con las lluvias, los vientos fríos y los cambios de temperatura, se le recrudecía la rinitis que le agobiaba. Observó un tibio y tímido sol que por momentos aparecía por entre las nubes y veloces lo ocultaban. De pies había leído el escrito que encontró en el piso al llegar a la habitación. Levantó la mirada al sentir la luz blanca del sol. Se sentó junto a la ventana y repasó con curiosidad la letra del texto. Le puso a pensar. Dejó de hacerlo al concluir que vivía bien y otros le agradecían las ayudas que daba. Aún así se preguntó si sería mejor retirarse. Escuchó la música que colocaban al lado de la vivienda. Tenía ritmo, armonía, destreza, brillo, luz. Pensó que la música expresaba ideas y sentimientos que le daban sentido y la hacían atrayente. La tatareó al unísono con Sinatra “…and dit it my way…” Atrapa como la red—concluyó.
Volvió a mirar el papel y leyó otra vez el mensaje. Reconoció que era una hoja fina, elegante, de las que poco se usan. ¿Por qué un papel así para una nota tan breve? se preguntó Qué desperdicio. La calidad de la letra era notable. Estaba en el mejor estilo palmer. Ya no se escribe así. Ahora las comunicaciones son por WhatsApp, computador y letra de molde. Todo cambia —pensó—mientras percibía con curiosidad el texto. Lo olió y no pudo evitar estornudar. Se limpió la nariz. Entre sus conocidos ninguno escribía de manera cursiva y menos con pluma y tinta color violeta. La letra y la hoja le recordaron la ocasión que entró al pequeño almacén de la calle Chuo Dori: lo sorprendió la calidad de las tarjetas que exhibían en el mostrador, los motivos impresos, los tonos pasteles en las combinaciones y la variedad de papel que usaban. Supo que todo lo hacían en el taller contiguo al almacén. Se levantó y buscó el estuche en el que aún guardaba algunas de las hojas y no lo encontró. “Que raro. ¿Quién pudo tomarlo?— Miró inquieto en derredor—. Alguien sabe de mis pertenencias. Hurga y husmea en mis cosas… Quién?”. —Se sintió intranquilo.
Al día siguiente llamó a una cerrajería cercana al apartamento e hizo cambiar la seguridad de las puertas y ventanas y advirtió de esto a su hermano que vivía con su familia en el apartamento contiguo al suyo. Cambió de rutinas. Quien lo haya escrito no sabrá a qué horas llego o salgo del apartamento. Jodí a quien me ha estado espiando. En las noches dormía poco atento a los ruidos. Se tornó nervioso y desconfiado. La rinitis se le exacerbó y no podía evitar estornudar cuando más quería silencio.
Una mañana mientras se tomaba una taza de café, escuchó de nuevo la vieja canción que alguien en la calle ponía en un auto y le atraía “…cuando mordí más de lo que podía masticar…”. Volvió a leer el contenido de la hoja: “¿Por qué lo hace?”—era lo que decía—. “¿Por qué hace qué?—se interrogó—. Me acusa ¡La madre!. Se preguntó qué era lo que le molestaba. “Todo mis asuntos los llevo en orden”—se aseguró—le irrita no saber quién osaba hacerle sentir mal. Lo único extraño que le había sucedido recién lo había redactado. Buscó la carpeta y volvió a leer lo escrito:
Me gustan los espaguetis. Para mi cumpleaños mi cuñada me celebró con espaguetis, aceitunas, queso, vino y pastel. Comí poco porque me preparaba para unos exámenes médicos. —No te preocupes—dijo ella—, lo que no comas guárdalo en la nevera. Congelados aguantan un buen tiempo. Lleva también una porción del pastel. Conversamos un rato más y me despedí.
Cuando llegué al apartamento coloqué los espaguetis en el congelador y terminé de comer el pastel antes de acostarme.
Dos noches después el hambre me despertó. Miré el reloj, comenzaba la madrugada. Intenté dormir pero las punzadas y el ardor que sentía en el estómago eran un tormento. Me senté en la cama y fue peor: comencé a estornudar y los mocos…recordé que en la nevera aún quedaban espaguetis. Me levanté y fui a la cocina con la intención de comer un poco y beber agua. Puse la luz y me ericé del susto: una persona estaba sentada en el comedor comiéndoselos. Comencé a gritar:
—¡Tu! ¿Cómo entraste? ¡Ayuda! ¡Ayuda!
Recuerdo que tropecé con una de las sillas…me miró, se limpió la boca con una mano y con una tranquilidad de asombro respondió:
—Por allí—señaló la puerta que daba a la calle—tenía hambre. Abrí el refrigerador y encontré esta comida. Por cierto un poco desabrida.
Me quedé pasmado. Con la bulla y los gritos, mi hermano y mi cuñada despertaron. Algo ocurre donde tu hermano, llamemos a la policía— dijo mi cuñada—.
Cuando la policía llegó abrieron la puerta de mi apartamento. Al verlos el intruso soltó la cuchara y se desplomó. Los policías lo levantaron y oh sorpresa: había muerto. Pidieron una ambulancia y el médico que llegó confirmó el deceso. No encontraron documentos o detalles que lo identificaran.
—¿Lo conocía?—me preguntaron.
—No sé quién era.
—¿Ustedes?—se dirigieron a mi hermano y mi cuñada.
—No, no—respondieron.
Retiraron el cadáver y nos indicaron que comenzaban a investigar. Nos tendrían al tanto.
Todo había vuelto a la normalidad hasta la mañana en que me detuvieron. Yo tomaba mi primer café cuando tocaron en la puerta con insistencia. Era la policía. Creí que me informarían sobre el muerto. Traían una orden de arresto. No tenía sentido clamar por mi inocencia. Las pruebas en mi contra fueron contundentes. Me sentenciaron en juicio a doce años de prisión. Me los merecí por no haber hecho caso a la nota del papel. Cuando la encontré, una y otra vez repasé mi manera de proceder y los cuidados que empleaba. Creí que quien la escribió quería jugar conmigo, me convencí a mi mismo que no debía hacer nada porque todo lo tenía bajo control. Si Marquitos no hubiese muerto… aún hoy sigo sin saber quién descubrió lo que yo hacía y cómo me lucraba. Luego del primer aviso, llegaron otros dos. El tercero fue directo: “van por usted”.
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