Carmenza Ocampo
Esperanza cerró los ojos,
sintió dolor punzante que le impedía hablar. Salió de su casa, el cielo
amenazaba lluvia. No acertó a comprender cómo había sucedido todo. Sacó de su
cartera un cigarrillo y nerviosamente lo prendió, oyó el sonido de los cascos
de un caballo.
–
Doñita ¿a dónde la llevo?
– Al cementerio-respondió.
Desde la victoria que rodaba
por un camino pedregoso, se veían nubes espesas en el crepúsculo. Las ruedas
chirriaban y de vez en cuando se hundían en la tierra afelpada de la cuneta. La
mujer tendría veinticinco, lloraba y vestía de negro. La lluvia se deslizaba generosa
sobre la capota, cuando llegaron al cementerio. Las sombras borraban el color
de las flores y el perfil de las matas, destacando contra el cielo la galería
de tumbas. Esperanza tocaba la tierra removida y acariciaba la hierba. No había
lápida aún.
Más tarde en su alcoba se miró
en el espejo y vio el reflejo de su imagen. Vestida de negro, delgada y su cara
irreconocible. En la penumbra se oía el murmullo de la novela “El derecho de
Nacer”, que las empleadas oían todas las tardes. Se sentó frente al tocador y abrió
el cofrecito de los recuerdos. Sacó un mechón de pelo, fotos y esquelas
dobladas. Tomó el frasco, que le había conseguido Edith, lo puso en la mesa y
empezó a escribir la esquela al Doctor Méndez, en la que agradecía su trabajo
aunque no hubiera tenido éxito. Cuando hubo terminado eligió un gotero que
introdujo en el frasco oscuro y vertió con sumo cuidado algunas gotas en los
bordes para luego meterla en el sobre.
Los recuerdos que uno
entierra en el silencio son los que nunca dejan de perseguirlo, pensó Edit al
despertar. Mi cuerpo se movía, reaccionaba y hablaba, pero yo no estaba ahí.
Por instantes me ahogaba. Podía ver el curioso aleteo de los recuerdos, mis
ojos vueltos hacia dentro miraban las escenas que proyectaba mi memoria con una
nitidez que espantaba.
Mi bella Esperanza aparecía
siempre llorando inconsolable, aunque su encanto y su risa desaparecieron
después de la muerte del niño, desde que
lo planeamos no nos habíamos vuelto a ver hasta ayer.
Fue en Bogotá a la entrada
del Teatro Colón. Llevaba un vestido años cincuenta y una capa negra con piel.
Su belleza aún no había sido doblegada. Mechones blancos adornaban su cabeza.
Tenía la voz ronca y cascada de los fumadores. Nos miramos intensamente tuve la
sensación que buscaba algo dentro de mí. Los recuerdos me atropellaron, reviví
encuentros furtivos y pecaminosos. Empecé a hablar, pero fui incapaz de seguir.
Las palabras se me agolpaban. También los sentimientos sin orden. Me mantuve
erguida sofocando mi emoción. Pero cuando me tocó, todo volvió a revivirse. Sus
ojos eran escrutadores a la vez indiferentes, casi crueles.
Con los años intento
reconstruir lo que ocurrió y me doy cuenta de la distorsión romántica que me
llevó a creer que casi nada existió nada entre nosotras.
Bravo Carmenza, delicioso de leer, ágil y expectante
ResponderEliminarte espero por estos lares con mas frecuencia.