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lunes, 23 de agosto de 2021

La esquela

 

 

 

  Carmenza Ocampo



Esperanza cerró los ojos, sintió dolor punzante que le impedía hablar. Salió de su casa, el cielo amenazaba lluvia. No acertó a comprender cómo había sucedido todo. Sacó de su cartera un cigarrillo y nerviosamente lo prendió, oyó el sonido de los cascos de un caballo.

     Doñita ¿a dónde la llevo?

     Al cementerio-respondió.

Desde la victoria que rodaba por un camino pedregoso, se veían nubes espesas en el crepúsculo. Las ruedas chirriaban y de vez en cuando se hundían en la tierra afelpada de la cuneta. La mujer tendría veinticinco, lloraba y vestía de negro. La lluvia se deslizaba generosa sobre la capota, cuando llegaron al cementerio. Las sombras borraban el color de las flores y el perfil de las matas, destacando contra el cielo la galería de tumbas. Esperanza tocaba la tierra removida y acariciaba la hierba. No había lápida aún.

Más tarde en su alcoba se miró en el espejo y vio el reflejo de su imagen. Vestida de negro, delgada y su cara irreconocible. En la penumbra se oía el murmullo de la novela “El derecho de Nacer”, que las empleadas oían todas las tardes. Se sentó frente al tocador y abrió el cofrecito de los recuerdos. Sacó un mechón de pelo, fotos y esquelas dobladas. Tomó el frasco, que le había conseguido Edith, lo puso en la mesa y empezó a escribir la esquela al Doctor Méndez, en la que agradecía su trabajo aunque no hubiera tenido éxito. Cuando hubo terminado eligió un gotero que introdujo en el frasco oscuro y vertió con sumo cuidado algunas gotas en los bordes para luego meterla en el sobre.

Los recuerdos que uno entierra en el silencio son los que nunca dejan de perseguirlo, pensó Edit al despertar. Mi cuerpo se movía, reaccionaba y hablaba, pero yo no estaba ahí. Por instantes me ahogaba. Podía ver el curioso aleteo de los recuerdos, mis ojos vueltos hacia dentro miraban las escenas que proyectaba mi memoria con una nitidez que espantaba.

Mi bella Esperanza aparecía siempre llorando inconsolable, aunque su encanto y su risa desaparecieron después de la muerte del niño, desde  que lo planeamos no nos habíamos vuelto a ver hasta ayer.

Fue en Bogotá a la entrada del Teatro Colón. Llevaba un vestido años cincuenta y una capa negra con piel. Su belleza aún no había sido doblegada. Mechones blancos adornaban su cabeza. Tenía la voz ronca y cascada de los fumadores. Nos miramos intensamente tuve la sensación que buscaba algo dentro de mí. Los recuerdos me atropellaron, reviví encuentros furtivos y pecaminosos. Empecé a hablar, pero fui incapaz de seguir. Las palabras se me agolpaban. También los sentimientos sin orden. Me mantuve erguida sofocando mi emoción. Pero cuando me tocó, todo volvió a revivirse. Sus ojos eran escrutadores a la vez indiferentes, casi crueles.

Con los años intento reconstruir lo que ocurrió y me doy cuenta de la distorsión romántica que me llevó a creer que casi nada existió nada entre nosotras.

 

 

 

 

 

1 comentario:

  1. Bravo Carmenza, delicioso de leer, ágil y expectante
    te espero por estos lares con mas frecuencia.

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